El 11 de septiembre de 2001 unos aviones desviados de su trayecto destruyen varios edificios del centro de Nueva York y matan a más de 3.000 personas. Los secuestradores de los aviones eran miembros de una organización que había colaborado con los Estados Unidos en la destrucción del régimen prosoviético en Afganistán y en la llegada al poder de los talibanes: Al Qaida (en árabe, la base). La familia del fundador de esa organización era amiga de la del presidente de los Estados Unidos, Georges W. Bush. El negocio del petróleo en el que participan los Ben Laden y los Bush siguiendo una larga tradición de colaboración y amistad entre integristas saudíes e imperialistas norteamericanos une mucho. Como unió el negocio conexo del automóvil a Henry Ford con Adolph Hitler y su régimen. Siempre hubo contactos y afinidades entre el capitalismo democrático y sus diversos reversos tenebrosos internos y externos.
En un artículo redactado poco después del 11 de septiembre sostuve que el terrorismo es "enfermedad esencial" del sistema. Una enfermedad esencial es aquella que no parece tener ningún origen exterior al propio organismo. Hoy es posible determinar que la enfermedad era mera apariencia y que confundimos con una patología una serie de funciones del sistema. No comprendimos entonces suficientemente en qué medida el funcionamiento normal y el excepcional de los Estados democráticos eran aspectos complementarios. Lo excepcional, incluso lo más aberrante respecto de la supuesta normalidad del régimen como las dictaduras, el llamado "terrorismo" y otras formas de poder violento son mecanismos internos de normalización y legitimación. La norma y la excepción o incluso la aberración son inseparables de la normalidad.
Esto no significa ninguna concesión a las teorías de la conspiración. No hay detrás de estas relaciones peligrosas ninguna trama verdaderamente oculta, ni siquiera hace falta -desgraciadamente- que se viole la legalidad. Hoy, de manera muy patente desde la guerra de Iraq, la violencia de Estado, incluso la guerra de agresión, que según el Tribunal Internacional de Nüremberg era el máximo delito internacional, se defienden en los parlamentos y en las propias Naciones Unidas como prácticas humanitarias. No es necesario, pues, disimular nada: basta esgrimir el argumento humanitario para fundamentar un casus belli. La apelación a la humanidad es así la forma actual de toda medida de excepción, de toda suspensión de la legalidad.
La continuidad entre norma y excepción es algo que se hace patente a partir del mero análisis del concepto de terrorismo. Este concepto asocia la violencia con una finalidad política como se aprecia en la definición clásica del FBI: “El terrorismo constituye una utilización ilícita de la fuerza y la violencia contra personas o bienes con el fin de intimidar o coaccionar a un gobierno, a la población civil o a una parte de esta, para alcanzar objetivos políticos o sociales”. Ahora bien, esta definición plantea una dificultad bastante evidente y es que los Estados, todos los Estados, por definición ejercen actos de violencia o amenazan con ejercerlos "con el fin de intimidar o coaccionar a un gobierno, a la población civil o a una parte de esta, para alcanzar objetivos políticos o sociales". La precisión de que esta utilización de la fuerza tiene que ser "ilícita" para que constituya un acto de terrorismo tampoco precisa mucho. La idea de "violencia legítima" tiene un ilustre antecedente en Max Weber para quien el Estado se define por el "monopolio de la violencia legítima". Sin embargo, es fácil observar que ese monopolio de la violencia legítima se obtiene necesariamente mediante una violenca mayor que las de los demás grupos violentos. El Estado es así el máximo despliegue de fuerza, el que anula comparativamente la violencia privada de los grupos más débiles, con lo cual la legitimidad de la violencia se confunde con su monopolio estatal y este con el grado de concentración de medios violentos que hace de un Estado un Estado y no un simple grupo armado. Resulta, por consiguiente difícil establecer un criterio objetivo que permita diferenciar la violencia estatal "legítima" o "lícita" de la violencia ilícita de los terroristas. Esto es precisamente lo que condujo al callejón sin salida en que hoy se encuentra a la comisión de las Naciones Unidas encargada de definir el terrorismo. Ningún Estado puede definir ni describir las actividades de los "terroristas" sin referirse al mismo tiempo a toda una serie de actos violentos reales o virtuales que caracterizan al propio Estado. Así, el representante norteamericano en esa comisión llegó a proponer sin temor al absurdo que el terrorismo se definiera como la consabida utilización coactiva de la fuerza con fines políticos siempre y cuando los que recurran a esta fuerza sean...los terroristas. El terrorismo viene a ser, por consiguiente "lo que hacen los terroristas".
A pesar de estas dificultades lógicas, el concepto de terrorismo sigue utilizándose y resulta incluso indispensable, precisamente como medio de apartar la mirada pública de ese reverso tenebroso y violento del Estado en el cual este coincide con las demás organizaciones políticas violentas. La referencia al terrorismo evacua en un otro lo que prefieren los Estados no hacer ver de sí mismos. Su utilidad ideológica es muy parecida a la del "totalitarismo". La problemática ideológica del totalitarismo nos presenta como regímenes monstruosos toda una serie de Estados cuyas características coinciden con prácticas habituales de las democracias capitalistas. Es el caso de Stalin y del stalinismo presentado como un ser monstruoso cuando, como convincentemente muestra Losurdo en el libro que dedica al georgiano, lo que hizo Stalin no difiere mucho del comportamiento habitual de un gobernante imperialista cualquiera en el espacio colonial. Lo mismo ocurre con Hitler, parangón del mal político, del que, sin embargo, resaltaba Aimé Césaire en el Discurso sobre el colonialismo que su acción vista desde África y el resto del tercer mundo no se distinguía mucho del amasijo de crímenes propios de la política colonial de las democracias imperialistas.
Totalitarismo y terrorismo ocultan eficazmente la violencia propia de quien así los nombra: basta declarar que otro régimen es totalitario o que una organización es terrorista para que el mismo que lo declara quede libre de culpa. La posición del soberano era según Carl Schmitt la de quien nombra al enemigo, hoy sería la de quien nombra al terrorista. En ambos casos el chiste de Desproges según el cual “el enemigo es idiota porque piensa que el enemigo somos nosotros cuando nosotros sabemos que el enemigo es él” se aplica rigurosamente. Hoy, como en una caricatura de Otto Dix vemos los rasgos gruesos de un régimen que se presenta a sí mismo como basado en principios democráticos y humanitarios, descubrimos en su decadencia e ilegitimación lo que siempre ha sido, no su verdadero rostro, sino la otra cara del humanitarismo y de la democracia de mercado. En cierto modo lo vemos más de cerca. La brutal irrupción de la realidad colonial en el centro del imperio que supusieron los atentados del 11 de septiembre nos muestra una vez más que todo intento de mantener estancos los espacios metropolitano y colonial es vano. El 11 de septiembre devolvió en espejo al Imperio su propia violencia colonial, pero lo hizo en el interior mismo de la metrópoli. Hay, sin embargo, respuestas menos especulares y políticamente constituyentes, respuestas que el régimen no puede resignificar cómodamente con las categorías que le son propias: terrorismo, humanitarismo, etc. La marcha de los refugiados procedentes de Siria e Iraq, pero también las de los que cruzan el Mediterráneo desde el África subsahariana es un potente movimiento social global, un éxodo de la dictadura, la guerra y la miseria hacia espacios de prosperidad y seguridad relativas. Esta marcha despedaza las fronteras y los simulacros de la soberanía que son los muros y alambradas. Esta marcha y el potente movimiento de acogida que recorre Europa son la mejor respuesta a la violencia brutal del 11 de septiembre y a la violencia colonial de las potencias occidentales, algo que el régimen no puede ya integrar en su código genético ni en su gramática, algo, como a menudo los éxodos, radicalmente nuevo, pues su espacio es el de un desierto.
En un artículo redactado poco después del 11 de septiembre sostuve que el terrorismo es "enfermedad esencial" del sistema. Una enfermedad esencial es aquella que no parece tener ningún origen exterior al propio organismo. Hoy es posible determinar que la enfermedad era mera apariencia y que confundimos con una patología una serie de funciones del sistema. No comprendimos entonces suficientemente en qué medida el funcionamiento normal y el excepcional de los Estados democráticos eran aspectos complementarios. Lo excepcional, incluso lo más aberrante respecto de la supuesta normalidad del régimen como las dictaduras, el llamado "terrorismo" y otras formas de poder violento son mecanismos internos de normalización y legitimación. La norma y la excepción o incluso la aberración son inseparables de la normalidad.
Esto no significa ninguna concesión a las teorías de la conspiración. No hay detrás de estas relaciones peligrosas ninguna trama verdaderamente oculta, ni siquiera hace falta -desgraciadamente- que se viole la legalidad. Hoy, de manera muy patente desde la guerra de Iraq, la violencia de Estado, incluso la guerra de agresión, que según el Tribunal Internacional de Nüremberg era el máximo delito internacional, se defienden en los parlamentos y en las propias Naciones Unidas como prácticas humanitarias. No es necesario, pues, disimular nada: basta esgrimir el argumento humanitario para fundamentar un casus belli. La apelación a la humanidad es así la forma actual de toda medida de excepción, de toda suspensión de la legalidad.
La continuidad entre norma y excepción es algo que se hace patente a partir del mero análisis del concepto de terrorismo. Este concepto asocia la violencia con una finalidad política como se aprecia en la definición clásica del FBI: “El terrorismo constituye una utilización ilícita de la fuerza y la violencia contra personas o bienes con el fin de intimidar o coaccionar a un gobierno, a la población civil o a una parte de esta, para alcanzar objetivos políticos o sociales”. Ahora bien, esta definición plantea una dificultad bastante evidente y es que los Estados, todos los Estados, por definición ejercen actos de violencia o amenazan con ejercerlos "con el fin de intimidar o coaccionar a un gobierno, a la población civil o a una parte de esta, para alcanzar objetivos políticos o sociales". La precisión de que esta utilización de la fuerza tiene que ser "ilícita" para que constituya un acto de terrorismo tampoco precisa mucho. La idea de "violencia legítima" tiene un ilustre antecedente en Max Weber para quien el Estado se define por el "monopolio de la violencia legítima". Sin embargo, es fácil observar que ese monopolio de la violencia legítima se obtiene necesariamente mediante una violenca mayor que las de los demás grupos violentos. El Estado es así el máximo despliegue de fuerza, el que anula comparativamente la violencia privada de los grupos más débiles, con lo cual la legitimidad de la violencia se confunde con su monopolio estatal y este con el grado de concentración de medios violentos que hace de un Estado un Estado y no un simple grupo armado. Resulta, por consiguiente difícil establecer un criterio objetivo que permita diferenciar la violencia estatal "legítima" o "lícita" de la violencia ilícita de los terroristas. Esto es precisamente lo que condujo al callejón sin salida en que hoy se encuentra a la comisión de las Naciones Unidas encargada de definir el terrorismo. Ningún Estado puede definir ni describir las actividades de los "terroristas" sin referirse al mismo tiempo a toda una serie de actos violentos reales o virtuales que caracterizan al propio Estado. Así, el representante norteamericano en esa comisión llegó a proponer sin temor al absurdo que el terrorismo se definiera como la consabida utilización coactiva de la fuerza con fines políticos siempre y cuando los que recurran a esta fuerza sean...los terroristas. El terrorismo viene a ser, por consiguiente "lo que hacen los terroristas".
A pesar de estas dificultades lógicas, el concepto de terrorismo sigue utilizándose y resulta incluso indispensable, precisamente como medio de apartar la mirada pública de ese reverso tenebroso y violento del Estado en el cual este coincide con las demás organizaciones políticas violentas. La referencia al terrorismo evacua en un otro lo que prefieren los Estados no hacer ver de sí mismos. Su utilidad ideológica es muy parecida a la del "totalitarismo". La problemática ideológica del totalitarismo nos presenta como regímenes monstruosos toda una serie de Estados cuyas características coinciden con prácticas habituales de las democracias capitalistas. Es el caso de Stalin y del stalinismo presentado como un ser monstruoso cuando, como convincentemente muestra Losurdo en el libro que dedica al georgiano, lo que hizo Stalin no difiere mucho del comportamiento habitual de un gobernante imperialista cualquiera en el espacio colonial. Lo mismo ocurre con Hitler, parangón del mal político, del que, sin embargo, resaltaba Aimé Césaire en el Discurso sobre el colonialismo que su acción vista desde África y el resto del tercer mundo no se distinguía mucho del amasijo de crímenes propios de la política colonial de las democracias imperialistas.
Totalitarismo y terrorismo ocultan eficazmente la violencia propia de quien así los nombra: basta declarar que otro régimen es totalitario o que una organización es terrorista para que el mismo que lo declara quede libre de culpa. La posición del soberano era según Carl Schmitt la de quien nombra al enemigo, hoy sería la de quien nombra al terrorista. En ambos casos el chiste de Desproges según el cual “el enemigo es idiota porque piensa que el enemigo somos nosotros cuando nosotros sabemos que el enemigo es él” se aplica rigurosamente. Hoy, como en una caricatura de Otto Dix vemos los rasgos gruesos de un régimen que se presenta a sí mismo como basado en principios democráticos y humanitarios, descubrimos en su decadencia e ilegitimación lo que siempre ha sido, no su verdadero rostro, sino la otra cara del humanitarismo y de la democracia de mercado. En cierto modo lo vemos más de cerca. La brutal irrupción de la realidad colonial en el centro del imperio que supusieron los atentados del 11 de septiembre nos muestra una vez más que todo intento de mantener estancos los espacios metropolitano y colonial es vano. El 11 de septiembre devolvió en espejo al Imperio su propia violencia colonial, pero lo hizo en el interior mismo de la metrópoli. Hay, sin embargo, respuestas menos especulares y políticamente constituyentes, respuestas que el régimen no puede resignificar cómodamente con las categorías que le son propias: terrorismo, humanitarismo, etc. La marcha de los refugiados procedentes de Siria e Iraq, pero también las de los que cruzan el Mediterráneo desde el África subsahariana es un potente movimiento social global, un éxodo de la dictadura, la guerra y la miseria hacia espacios de prosperidad y seguridad relativas. Esta marcha despedaza las fronteras y los simulacros de la soberanía que son los muros y alambradas. Esta marcha y el potente movimiento de acogida que recorre Europa son la mejor respuesta a la violencia brutal del 11 de septiembre y a la violencia colonial de las potencias occidentales, algo que el régimen no puede ya integrar en su código genético ni en su gramática, algo, como a menudo los éxodos, radicalmente nuevo, pues su espacio es el de un desierto.
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