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jueves, 18 de febrero de 2010

Garzón: de regador regado a cazador cazado






















Querría no estar, ciertamente, pero está, y querría ver,
no también sentir, de los perros suyos los fieros hechos. /
Por todos lados le rodean, y hundidos en su cuerpo los hocicos
despedazan a su dueño bajo la imagen de un falso ciervo, /
y no, sino terminada por las muchas heridas su vida,
la ira se cuenta saciada, ceñida de aljaba, de Diana.
Ovidio, Metamorfosis III.


L'arroseur arrosé, el regador regado, tal era el título popularmente atribuido a dos de las primeras películas de la historia del cine , cuyos títulos auténticos eran El jardinero y el pequeño granuja (Le jardinier et le petit espiègle) y Regador y regado (Arroseur et arrosé). Las dos cuentan la misma historia, la primera historia de ficción -un gag, en realidad- de la historia del cine: un jardinero riega su jardín con una manguera; un niño malintencionado la pisa y deja de salir agua; el jardinero mira el orificio de la manguera para ver por qué no sale ya agua y, en ese preciso instante, el niño levanta su pié de la manguera y el regador queda regado. Risas.

La historia reciente del juez Baltasar Garzón guarda cierta relación con este episodio de la prehistoria del cine. Sabido es que Garzón, firme defensor de los derechos humanos a la vez que martillo de lo que él -en muy amplia definición regida por el criterio de analogía- tiene por "terroristas", se ve últimamente enfrentado a sendas querellas por prevaricación que solicitan la inhabilitación del juez para el ejercicio de su cargo. Las querellas, promovidas por sectores de ultraderecha se basan en el hecho de que Garzón hubiera pretendido iniciar una causa general contra los crímenes del franquismo, amparándose en la defensa de los derechos de sus víctimas ignorando la ley de amnistía aprobada por las Cortes generales por las que quedan extinguidas todas las responsabilidades del franquismo. Estas víctimas que aún reposan en gran cantidad en las cunetas del Reino no son todas las del franquismo. Se trata tan sólo de los desaparecidos (unos 150.000), cuya desaparición constituye un delito continuado hasta que aparezcan sus cuerpos y se depuren las responsabilidades por su desaparición y más que probable asesinato. Garzón se amparó en el derecho internacional hoy vigente para comenzar la instrucción, a instancias de familiares, de esta causa. Posteriormente se sobreseyó en favor de jurisdicciones locales y la cosa quedó en agua de borrajas, como en general todo el proceso oficial de recuperación de la "memoria histórica". Todo esto sería anecdótico y sólo reflejaría las contradicciones y megalomanías del magistrado que -no lo olvidemos- dejó escapar a Pinochet por defectos materiales en su acta de acusación y solicitud de extradición y ha contribuido a agravar el ya difícil conflicto vasco encarcelando por terrorismo a multitud de personas que nada tienen que ver con ninguna actividad armada.

Garzón se presenta como un paladín del Estado de derecho, tan inflexible con ETA como con Pinochet o Franco y atento a los derechos de las víctimas de toda violencia. Tal es por lo demás lo que debería hacer todo magistrado de un Estado liberal, esto es de un Estado que recusa la violencia y sólo conserva para sí mismo la prerrogativa de usarla para proteger a la sociedad y los individuos de toda violencia. Cabe añadir que un Estado liberal se reserva el derecho a definir qué es la violencia y a nombrar al terrorista y al delincuente, siendo el caso que estas definiciones y designaciones no pueden nunca ser imparciales, como tampoco puede ser imparcial la designación y cualificación de la violencia "legítima o estatal". Ahí está tan añeja institución como la policía para demostrar a diario que la violencia del Estado no es siempre ni sólo la definida y autorizada por la ley, sino que admite numerosos matices y excepciones. Garzón se desenvuelve en esa concpción mítica de su función. Lo hace además en un Estado que, al menos en sus inicios fue todo menos un Estado liberal y en una institución, la Audiencia Nacional que es directa heredera de las jurisdicciones de excepción franquistas: el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo y su sucesor el Tribunal de Orden Pública de aún infausta memoria.

Garzón y la Audiencia Nacional en su conjunto forman parte de una estructura fundamental del régimen español actual: el dispositivo antiterrorista. La actual generalización de dispositivos de este tipo en el resto de Europa y de "Occidente" no debe llamarnos a engaño: no es que España se haya hecho Europea en esta materia es que, en cierto modo, a través de la normalización de la excepción, Europa se ha hecho franquista. Prueba de ello es que el delito de terrorismo existía en los códigos franquistas muchísimo antes de que en las instituciones europeas se propusiera -después del 11 de septiembre- su introducción generalizada en la legislación de los Estados miembros. La España actual no es así una "democracia antiterrorista" más. Ha accedido a este estatuto desde su mismo origen. Es más, el régimen español actual, derivado de la "transición democrática" sólo ha sido posible sobre la base de tres decisiones inaugurales: 1. La amnistía para todos los crímenes de la dictadura (ley de punto final dulcificada como amnistía general); 2. El mantenimiento de una legislación antiterrorista permanente y 3. El mantenimiento a la cabeza del Estado del sucesor legalemente designado por el Generalísimo Franco. Estos tres elementos permitieron en su intrínseca ambiguedad la transición del régimen del 18 de julio de 1936 a la "democracia" de 1978, sin olvidar la etapa previa de transición y de asimilación al marco europeo que supuso la larga fase de "democracia orgánica".

El régimen de Franco supo evolucionar. Su último avatar es la actual "democracia". En ningún caso se produjo ningúntipo de ruptura con el régimen anterior: la transición política se hizo dentro del estricto respeto de sus normas constitucionales, su personal político no sólo fue respetado, sino que dirigió la propia transición, manteniendo en posición subalterna a la oposición democrática y asumir con insigne descaro el monopolio de la designación como "democráticos" de los distintos sectores de la oposición. El criterio estaba claro: "democratas" eran los que aceptaban el régimen, los demás o no existían o eran simplemente "terroristas". Ello quedó bien ilustrado por la triste historia del Partido Comunista que pasó de "terrorista" a "demócrata" cuando aceptó las instituciones y hasta los símbolos del régimen.

Quienes discriminaban entre demócratas y terroristas eran los herederos directos de Franco. Los del régimen que, fuera de los combates de la guerra civil, y sin justificación alguna en el fragor de la batalla, fusilaron tras procesos sumarísimos a unas 200.000 personas e hicieron desaparecer a otras 150.000. Mussolini es un auténtico humanista en comparación con esas cifras espeluznantes: sus víctimas en suelo italiano, como las de Hitler en suelo alemán se cuentan por miles, no por centenares de miles. Aquí la cantidad es importante: el régimen de Franco tenía que matar, que matar mucho para liquidar un período revolucionario cuyas fuerzas sociales no podía y no quería cabalgar. Los demás regímenes de corte fascista se basaron en movimientos de masas, en una permanente movilización de la población en apoyo de sus objetivos políticos y económicos. El franquismo sólo movilizó al ejército y a una parte reducida de la población: más parecido al fascismo senil del general Pétain y de su régimen de Vichy, su objetivo era hacer expiar los crímenes de la revolución, de todas las revoluciones. En España la revolución era reciente y, para apagar su fuego se necesitaba mucha sangre. No puede decirse que la operación no fuese eficaz. Después de cuarenta años, el miedo provocado por esas matanzas todavía seguía legitimando al régimen que las perpetró. De modo que todo intento de ruptura con él quedó frustrado y, si tenía que volver la democracia a España, sería en los términos del régimen.

La matanza es así una "acumulación originaria" de terror que constituye el acto fundacional del régimen. Es el acto de violencia sobre el cual se erige todo su orden jurídico. Un acto de lo que denomina Walter Benjamin "violencia mítica", la violencia que establece un nuevo orden de derecho: "La fundación de derecho, asevera Benjamin, es una fundación de poder y, en tal medida, un acto de manifestación inmediata de la violencia. Si la justicia es el principio de toda finalidad divina, el poder es el principio de toda fundación mítica del poder."(Walter Benjamin, Crítica de la violencia). De ese modo, el acto fundacional del régimen franquista, ese desbordamiento de violencia y de terror que asentó sus cimientos politicos, su poder, en el terror y posteriormente en formas más matizadas de dominio que mezclaban el temor oriundo del terror originario con cierta esperanza de calma y moderado bienestar material, es también el acto fundacional de un orden jurídico y de un orden social y cultural que permitió educar durante 40 años a la población española en una versión timorata y mojigata de la "libertad de los modernos": la de trabajar y consumir y de vivir de manera resueltamente apolítica. El que muchos que vivieron en la cotidianidad autoritaria de ese régimen no se percataran de que era una ferocísima dictadura es prueba del éxito de esta pedagogía que puso todo su empeño en abolir el pasado, tanto el pasado republicano como los propios y sangrientos primeros años del régimen. La fundación de un orden jurídico es siempre violenta, la del régimen franquista no fue excepción sino paradigma de esta regla.

La transición se basó pues en el olvido, pero también en la utilización sin solución de continuidad del arsenal jurídico y policial antiterrorista del régimen de Franco. Ciertamente, el olvido oficial de los crímenes franquistas, la autoamnistía es un elemento importante, pero su correlato necesario es la exclusión de esta nueva "democracia" surgida del franquismo de todo lo que cuestionara de manera radical el régimen social, la unidad territorial o la forma política monárquica encarnada en don Juan Carlos de Borbón y Borbón. Leyes más o menos duras, pero también acuerdos de sedicentes "caballeros" en los medios de comunicación cerraron el espacio de lo que cabía en la constitución. El separatismo, el republicanismo, el anarquismo, el anticapitalismo consecuente no cabían. La destrucción o, cuando menos la marginación de estas tendencias fue y sigue siendo un empeño constante del régimen. Para las formas más radicales de oposición están las leyes antiterroristas o la denuncia por complicidad con el terrorismo de todo cuanto se opusiera al poder del Estado transfranquista o al dominio del capital.

Junto con la legislación antiterrorista se mantuvo la jurisdicción de excepción cuyo último avatar es la Audiencia Nacional. La Audiencia Nacional es tal vez uno de los centros simbólicos de la "democracia antiterrorista" española: en ella vienen a unirse la perpetuación de la justicia de excepción franquista y la lucha contra la oposición radical al régimen mediante una jurisprudencia que despliega todas las virtualidades de la interpretación analógica del código penal y de las leyes antiterroristas hasta incluir bajo tan disparatado y antijurídico concepto como es ya el de terrorismo toda suerte de disidencia que coincida en sus objetivos con las bandas armadas. Así, independentistas vascos, no sólo de ETA, sino de organizaciones paçificas o incluso pacifistas han acabado en la cárcel por delitos que son exclusivamente de opinión como negarse a condenar la violencia de uno solo de los lados del conflicto vasco (naturalmente el independentista). Por brutal e indecente que haya sido a menudo la actuación de ETA, la mera coincidencia con sus objetivos no puede nunca constituir un delito, aun menos un acto de terrorismo, tampoco puede ser un delito la equiparación ética de la violencia armada -a veces criminal en sus métodos- de la organización ETA con la violencia estructural que constituye la perpetuación del régimen del 18 de julio y su corolario en el País Vasco y otras nacionalidades: el rechazo del derecho de autodeterminación.

Cuando intenta Garzón alternar sus golpes a ETA y a lo que denomina su "entorno" con golpes a los tiranos derechistas como Pinochet o las autoridades franquistas, lo hace desde una base que sólo le permite ser consecuente en uno de los tableros. Es posible, e incluso necesario para él y para el conjunto de la Audiencia Nacional y de los aparatos de Estado españoles mandar a la cárcel por simpatías terroristas a políticos y periodistas, cerrar periódicos, emisoras de radio, sedes de asociaciones juveniles y hasta prohibir no sólo un partido, sino todas las formas de organización en que el independentismo vasco pretenda reconstituirse. Sería incluso posible que ampliase su actuación, por metonimia, a todos quienes defiendan por medios pacíficos una causa que otros defienden por la violencia. Si hay independentistas, republicanos, ecologistas y anarquistas violentos, esto permite prohibir como violencia todo republicanismo, todo ecologismo, todo anarquismo. Del comunismo, violento o no, ni hablemos. Con todo, esta analogía desatada, no es fiel a la historia ni a la geografía del antiterrorismo español en la que el País Vasco constituye un foco de condensación de todas las tensiones. Al País Vasco no se le perdona el que rechazara la constitución, pero aún menos que, durante el franquismo, estuviese a la vanguardia de la resistencia contra el régimen, no sólo mediante la acción armada, sino, sobre todo, mediante la movilización popular efectiva. Tal vez el País Vasco fuera la única zona del Estado español donde las condiciones sociales y políticas de una ruptura democrática estuvieran dadas. Eso, los vascos lo han pagado muy caro. De hecho, todos lo hemos pagado muy caro. El País Vasco, de faro de la resistencia ha pasado a ser objeto de miedo para gran parte de la población española. El régimen se metamorfoseó en "joven democracia", hoy ya con algunas arrugas. Ello no sólo obedece a la acción a menudo odiosa y estúpida actuación de ETA, sino a la muy eficaz intoxicación propagandística del Estado español.

No es de extrañar, así que unos de los principales encargados de la adminstración de esta política se vea en grandes apuros a la hora de juzgar el acto de terror masivo fundacional del régimen actual, acto perpetuado en sus efectos por la autoamnistía de los responsables del régimen y la criminalización de las disidencias en nombre del antiterrorismo. No, no es de extrañar que, como afirma Joan Garcès "España es el único país de Europa en el que los crímenes contra la Humanidad cometidos en un régimen de dictadura no han sido ni siquiera simbólicamente investigados ni juzgados."

Desde el interior de un orden jurídico, se pueden juzgar muchas cosas, muchos actos de todo tipo, pero lo que nunca se puede juzgar es el acto por el cual se ha fundado este régimen. La República francesa no puede condenar, aun sea retroactivamente a quienes ejecutaron a Luis XVI: ese acto se justificaba por sí mismo. Como explicaba Robespierre, el rey merecía morir, no por que hubiese cometido ningún crimen, sino por la monstruosidad de "ser rey". Al acabar con esa monstruosidad incompatible con la soberanía del pueblo, los jacobinos y demás revolucionarios franceses no cometían ningún crimen. En su acto mismo se abolía retroactivamente el derecho que hubiera permitido condenarlo. Para Franco, los centenares de miles de muertos ejecutados tras un juicio sumarísimo o sencillamente asesinados al borde de una cuneta merecían morir, no por que hubiesen cometido ningún crimen, sino por ser "desafectos al régimen". En ello, sus matadores tampoco cometían crimen, pues defendían con ese acto a España de quienes tenían por sus irreconciliables enemigos. Así se fundó el orden jurídico actual que la amnistía perpetuó y no liquidó en modo alguno. Por ese motivo, los franquistas declarados que han llevado a Garzón a los tribunales tienen en cierto modo razón cuando sostienen que es incoherente y posiblemente ilegal dentro del ordenamiento actual abrir una "causa general" contra el franquismo. Para juzgar el franquismo es necesario romper totalmente con el orden jurídico por él fundado y eso es algo que no puede hacerse desde el actual orden legal que echa sus raíces en las cunetas y en la amnesia. Garzón se encuentra así entre la figura cómica del regador regado y la más trágica del cazador cazado. Tal vez como al Acteón de la fábula lo estén despedazando sus propios perros de caza por haber mirado, no a Diana desnuda en su baño, sino al régimen español del que él es engranaje en sus siniestros orígenes. No todo el mundo puede darse como máxima al igual que hiciera Sigmund Freud el verso de Virgilio "Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo". (Si no puedo doblegar los cielos, removeré los infiernos). Para remover los infiernos hay que saber mantenerse fuera de ellos.

sábado, 1 de noviembre de 2008

La (des)memoria histórica de Baltasar Garzón




Si están muertos, los volveré a matar” Queipo de Llano

"...tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer." Walter Benjamin

El auto del juez Baltasar Garzón sobre el presunto genocidio perpetrado entre los años 1936 y 1951 por el ejército y las organizaciones políticas y de milicias del denominado bando nacional resulta espantoso y sorprendente. Espantoso por las propias declaraciones de los responsables de estos crímenes, que, aun siendo conocidas, suscitan aún mayor espanto en el contexto de un auto judicial, donde se articulan con otras declaraciones y demás elementos de prueba para mostrar la realidad de lo que fuera una de las mayores matanzas políticas del siglo XX. En un libro de historia, quedan disimuladas, arropadas por un discurso con aspectos literarios. En un auto judicial donde se enjuician donde se enjuician los crímenes que estas declaraciones anuncian, se presentan con la crudeza de lo real, lo insoportable. En cifras, la violencia del régimen fascista italiano e incluso la barbarie nazi salen empequeñecidas de la comparación con el movimiento y el régimen de Francisco Franco. Ni en la Italia fascista, ni siquiera en el interior de la Alemania nazi -otra cosa sería lo que ocurriera en los países del Este conquistados e incipientemente colonizados por el Reich hitleriano - se conocieron cifras de asesinatos políticos comparables a las de Franco. Por otra parte, el auto de Garzón es sorprendente y aun desconcertante por cuanto su intento de juzgar a los fundadores del régimen en cuya legalidad se funda el actual y cuyo jefe de Estado nombró al actuar titular de la corona, se realiza a partir de un ordenamiento jurídico explícitamente heredero del que se estableciera en España tras la victoria de Franco. Se trata por consiguiente de un salto de Garzón por encima de su propia sombra en el que el juez intenta poner entre paréntesis el marco histórico y político de la actual legalidad en nombre de la defensa en abstracto del Estado de derecho. Lo espantoso y lo sorprendente se anudan entre sí en este auto que, en nombre del Estado de derecho en abstracto, ha sido capaz de enjuiciar a Pinochet, pero también, en nombre del particular Estado de derecho heredado de la ausencia de ruptura con el franquismo, ha mostrado enorme lenidad con los abusos policiales y una amplia capacidad de interpretación analógica del pseudoconcepto jurídico de “terrorismo” en lo que al independentismo vasco se refiere. No es de extrañar que entre las asociaciones que han recurrido a los buenos oficios del juez Garzón para que instruya esta causa contra la represión franquista ninguna sea del País Vasco. Tal vez allí, en el único territorio del Estado español que ha rechazado masiva y reiteradamente la perpetuación del régimen de Franco a través de su reforma, la memoria histórica sea aún de rabiosa actualidad. Tal vez exista por esos pagos cierta resistencia a confiar una causa a la Audiencia Nacional española, tribunal hoy mismo responsable de los juicios políticos masivos contra el independentismo vasco.



1. Empecemos, pues por lo espantoso, para lo cual nos referiremos a los elementos de prueba que constan en el auto de Garzón. Demos la palabra a uno de los mayores artífices de la matanza, el General Francisco Franco Bahamonde. Este, en una conversación mantenida en Tánger el 27 de Julio de 1936 con el periodista Jay Allen, del “Chicago Daily Tribune” dijo:

- “Nosotros luchamos por España. Ellos luchan contra España.

Estamos resueltos a seguir adelante a cualquier precio.”

- Allen: “Tendrá que matar a media España”, dije.

Entonces giró la cabeza, sonrió y mirándome firmemente dijo:

- “He dicho que al precio que sea”.

Es decir –afirma Allen- que “estaba dispuesto a acabar con la mitad

de los españoles si ello era necesario para pacificar el país”.


Matar, matar y matar”. Con estas palabras resumirá El capitán Gonzalo de Aguilera, conde de Alba de Yeltes, el programa de pacificación del nuevo régimen. La palabra "matar" se repite incansablemente, hasta el punto de que el programa político aquí expresado se resume en una matanza. Basta matar a la parte degenerada y pecadora de la nación para que esta renazca. El otro término que se repite es “rojo”. “Rojo” no es el nombre del enemigo, pues el enemigo es, como nos recuerda Carl Schmitt, un adversario político y el “rojo” es una plaga, un parásito, una enfermedad. En palabras del citado capitán González de Aguilera, los rojos son “ratas y piojos” y como tales deben ser tratados. Son también conforme a una duradera metáfora, un cáncer, algo que hay que extirpar y exterminar.

Pero el argumentario esgrimido o más bien rugido por Franco, González de Aguilera, Queipo o Mola no se vale fundamentalmente de metáforas biológicas, sino de un símil religioso, el de la Cruzada que es, como sabemos, un tipo de guerra de inspiración religiosa en la que el enemigo no es el mero adversario político que defiende sus intereses por la fuerza, sino un criminal, un hereje, un infiel. No es un enemigo específico de una facción política o de un Estado, sino un enemigo de Dios y de la humanidad que es preciso aniquilar, no sólo vencer. Como sostenía Franco: Con los enemigos de la verdad no se trafica, se les destruye”. Hacia este objetivo tenderán los planes de guerra explicitados por Mola en una alocución transmitida por Radio Burgos el 31 de Julio de 1936:

Yo podría aprovechar nuestras circunstancias favorables para ofrecer una transacción a los enemigos, pero no quiero. Quiero derrotarlos para imponerles mi voluntad. Y para aniquilarlos.” Estamos ante la estrategia contraria a la prevalente en los partidos y organizaciones republicanos de izquierda que, como se sabe, buscaban "ganar la guerra para hacer la revolución". Para Mola, la lucha de clases prima sobre la guerra. Desde su punto de vista, es necesario "hacer la contrarrevolución para ganar la guerra".

La persecución del “rojo” es sin cuartel: no sólo se dirige a los responsables políticos y a los activistas de la izquierda, sino a simpatizantes, familiares, amigos o simples ciudadanos culpables de no apoyar activamente el movimiento nacional. Vale la pena volver a citar a Mola quien el 19 de Julio de 1936 afirmaba: “Es necesario propagar una imagen de terror (...) Cualquiera que sea, abierta o secretamente, defensor del Frente Popular debe ser fusilado”. Quien logra, sin embargo, mayores tintes de barbarie en esta versión anticipada de los que llamará Naomi Klein la Doctrina del shock es el general señorito Queipo de Llano quien, dirigiéndose a sus secuaces, dijo: “Yo os autorizo a matar, como a un perro, a cualquiera que se atreva a ejercer coacción ante vosotros: Que si lo hiciéreis así, quedaréis exentos de toda responsabilidad.

¿Qué haré?. Pues imponer un durísimo castigo para callar a esos idiotas congéneres de Azaña. Por ello faculto a todos los ciudadanos a que, cuando se tropiecen a uno de esos sujetos, lo callen de un tiro. O me lo traigan a mi, que yo se lo pegaré.

Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los rojos lo que es ser hombre. De paso también a las mujeres de los rojos que ahora, por fin, han conocido hombre de verdad y no castrados milicianos. Dar patadas y berrear no las salvará.

Ya conocerán mi sistema: por cada uno de orden que caiga, yo mataré a diez extremistas por lo menos, y a los dirigentes que huyan, no crean que se librarán con ello; les sacaré de debajo de la tierra si hace falta, y si están muertos, los volveré a matar.

"Callar, matar", acabar con la palabra del otro, silenciar. El silencio es el medio en que se desenvuelven los esclavos y todos los excluidos de la ciudad y de la palabra. El proyecto franquista de exterminio del rojo tiene claramente tintes de racismo. No quiere decir esto que los “nacionales” afirmaran en ningún momento que los “rojos” presentaban rasgos físicos distintos de los de los demás españoles. El racismo nunca ha sido eso, o no lo ha sido fundamentalmente. Si se contempla el racismo desde fuera del propio discurso racista, advertimos que éste tiene en general poco que ver con las características biológicas, pues tiene un origen y una función que no guardan ninguna relación con la taxonomía de los fenotipos humanos. El racismo, desde Boulainvilliers y Gobineau, se inserta en el contexto de una lucha política. Es inseparable de la idea de una lucha de razas. La diferencia racial no es algo que se describa científicamente, sino algo que se arroja a la cara del enemigo. Es la afirmación de una diferencia absoluta, de una imposible alteridad sin identidad. En Boulainvilliers, que defendía los privilegios de la antigua nobleza francesa, la lucha de razas aplicada a la historia de Francia era lucha entre nobles francos y pueblo galo-romano, para Gobineau se trataba ya de un enfrentamiento entre razas indoeuropeas y pueblos semitas. Lo que el racismo permite es situar a la supuesta otra raza más allá de la condición de enemigo, hacer de ella algo carente de derechos y exterminable.


Ciertamente, el racismo anida en toda sociedad de clases. Una forma de racismo de las clases dominantes se encuentra ya en la antigua Grecia donde Aristóteles formula su teoría del “esclavo por naturaleza” y afirmaban los sabios que “el bárbaro es por naturaleza esclavo”. El esclavo en Grecia y Roma se ve sometido a una dominación explícita por parte de un hombre libre que tiene potestad de vida y muerte, “ius vitae necisque”, sobre él. Uno de los atributos del poder soberano ha sido siempre la potestad de matar, de dar muerte, en lo cual su dominacion es heredera de la del dominus romano sobre sus esclavos. En el contexto de las formas modernas de soberanía, donde el poder soberano se autorrestringe para abrir paso a una dominación indirecta a través del mercado y de la sociedad civil, este rasgo de la soberanía tiende a difuminarse en favor de un gobierno de la vida en el cual el poder se caracteriza y legitima por su potestad de hacer vivir. Tal es la forma de dominación que Foucault denomina “biopolítica”. Ahora bien, en la biopolítica no ha desaparecido el soberano con su facultad de matar heredada de los antiguos propietarios de esclavos . Tan sólo ha articulado este mortal privilegio con el imperativo de hacer vivir. En este punto de articulación se sitúa, según Foucault, el racismo. El racismo sería la forma específica de ejercicio de la soberanía en contexto biopolítico, en la cual el soberano tiene facultad de matar en nombre de la defensa de la vida. Para ello, una parte de la población tiene que ser declarada liquidable.

La octava orden de Urgencia de la Junta de Gobierno "nacional" nos recuerda la pertinencia del diagnóstico de Foucault: “...OCTAVA.- En el primer momento y antes de que empiecen a hacerse efectivas las sanciones a que de lugar el bando de Estado de Guerra, deben consentirse ciertos tumultos a cargo de civiles armados para que se eliminen determinadas personalidades, se destruyan centros yorganismos revolucionarios”. En esta apertura de la temporada de caza del “rojo”, los generales de la Junta declaran al rojo “homo sacer”. El “homo sacer”, como nos enseña Giorgio Agamben, era una figura específica del derecho romano por la cual se daba a los culpables de crímenes particularmente graves como el “parricidio” un estatuto de total exterioridad a la ciudad y a las leyes. El “homo sacer” no puede ser condenado a muerte según las leyes de la ciudad, pero puede ser liquidado -sin culpa- por cualquiera.

La figura del “homo sacer” , residual en la antigua Roma, se ha vuelto, según nos muestra Giorgio Agamben, un fenómeno masivo en la edad contemporánea. La profusión de apátridas que supuso la generalización del principio del Estado nación al conjunto de Europa y del planeta ha creado, al menos desde la primera guerra mundial una enorme población flotante carente de derechos y fundamentalmente, según la expresión de Hannah Arendt, del “derecho a tener derechos”. El régimen nacionalsocialista no hizo más que perpetuar y ampliar los campos de concentración para judíos extranjeros y comunistas abiertos por los contrarrevolucionarios socialdemócratas tras el hundimiento del Imperio alemán. En el periodo nazi, millones de homines sacri quedaron a merced de sus custodios en el espacio rigurosamente extralegal que constituían los campos de concentración, situados mayoritariamente -como hoy Guantánamo- fuera del territorio nacional.

Los “rojos” españoles conocieron relativamente poco los campos de concentración aunque estos también existieron, siendo famosos los de Alicante y Albatera, al igual que los mortíferos campos de trabajos forzados que fueron la obra del Valle de los Caídos y otras magnas realizaciones del régimen. El franquismo prefirió recurrir a los fusilamientos, más propios de una guerra que se autodenominaba "Cruzada". Exterminio ideológico y exterminio físico se complementan recíprocamente. Matar como perros a los rojos, como a seres de otra especie o de otra raza. Tal era también el objetivo de la gran invención del racismo científico nacionalsocialista: el judeobolchevique. Mediante esta figura se operaba un cortocircuito entre lo racial y lo ideológico gracias a la cual la hostilidad política hacia el comunismo se trascendía a sí misma en una hostilidad racial contra el judío. La política se trasladaba así al ámbito de la pretendida biología de las razas y esta última se convertía en tema político.

Todos estos elementos, unidos a las relaciones de cuasi-servidumbre existentes en buena parte del agro español dieron lugar en la España del 36 a un racismo de clase aun más intenso que el existente en fascista o nazi que produjo lo que denominara Bernanos "les grands cimetières sous la lune", los grandes cementerios bajo la luna de la larga noche franquista en cuya tiniebla aún vivimos.



2. Entremos ahora en el reino de lo sorprendente, de la extravagancia, al que el juez Garzón nos tiene ya acostumbrados. Un juez capaz a la vez de enjuiciar a Pinochet y de instruir grandes procesos políticos contra la izquierda indepedendentista vasca en nombre de una doctrina “antiterrorista” que destruye toda garantía jurídica, es sin duda un sujeto bastante singular. En ambos casos, su actuación se basa en una estricta defensa del Estado de derecho contra todo lo que lo amenaza “venga de donde venga”. El problema es que el Estado de derecho, mal que le pese a Kelsen o a Ferrajoli, es como toda institución jurídica una realidad que tiene un origen histórico y un suelo político. Pretender referirse al Estado de derecho en abstracto es ignorar el contenido material de cada Estado de derecho concreto. En el caso de Garzón, significa de manera inmediata poner entre paréntesis la siniestra génesis del órgano judicial del que es miembro destacado, la Audiencia Nacional que no es sino la heredera directa del Tribunal de Orden Público franquista, tribunal de excepción encargado de juzgar delitos políticos. El Tribunal de Orden Público, creado en 1963 era a su vez el sucesor del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo y de la jurisdicción militar especial que se encargaron durante el primer ventenio franquista de la represión política.

Encausar desde la Audiencia Nacional a la plana mayor de la represión franquista representa una impresionante pirueta jurídico-política. El juez Garzón pretende utilizar la legalidad que se remonta al 18 de julio de 1936 para juzgar las consecuencias inmediatas del alzamiento. Y todo ello en un país cuyo jefe de Estado fue nombrado por el general Franco como sucesor y sostuvo al dictador de manera explícita, incluso en sus actuaciones más sanguinarias, por ejemplo cuando Franco se enfrentó a una gran campaña internacional de condena al régimen tras los fusilamientos del Goloso del 27 de septiembre de 1975. La imagen de quien entonces era el Príncipe de España de pié junto al dictador en el balcón del Palacio de Oriente es perfectamente conocida. Resulta al menos curioso que un juez capaz de aplicar con tantísima minucia el principio de analogía al enjuiciamiento del independentismo vasco, incluso del más pacífico y aún pacifista, no haya advertido esta pequeña complicidad del actual jefe del Estado en un crimen mucho más reciente que los de los años 30. Al menos cabría considerar que Don Juan Carlos de Borbón y Borbón formaba parte del “entorno cercano” de aquel régimen.

Pero Garzón, cuando defiende el Estado de derecho no repara en esas minucias que son ajenas al “derecho puro”, son meros datos históricos que en nada afectan a la rigurosa aplicación de una legalidad que, como sabemos, se basa en los derechos humanos. Para un ordenamiento basado en principio tan universal como los derechos humanos, no hay historia ni geografía. La jurisdicción del juez encargado de protegerlos se dilata en el tiempo y el espacio. El juez español la extiende hasta el remoto Chile y en el tiempo hasta los años 30. El único problema es que, incluso los derechos humanos sólo tienen validez jurídica cuando se insertan en un sistema de derecho positivo que los reconoce como tales. Este sistema, en la España de hoy, está basado en el sistema político que se instaló mediante los fusilamientos, los pogromos de rojos y el terror y la humillación impuestos a más de media España por sus clases dominantes. El enjuiciamiento de las conductas criminales de un régimen basado en un enorme lodazal de sangre a partir de la propia legalidad de este régimen corre el riesgo de resbalar al no poder tomar apoyo sino en tan siniestros fundamentos. Sólo si se juzga el crimen originario, el golpe de Estado contra la República y la democracia española, pueden juzgarse con todo su sentido sus consecuencias sanguinarias. Pero esto no se puede hacer desde la legalidad actual, heredera del franquismo, sino desde el único ordenamiento legítimo aún hoy, el republicano.

Decía Walter Benjamin en sus tesis sobre filosofía de la historia - escritas poco antes de que el régimen de Franco lo condujera al suicidio en Port Bou para evitar su segura entrega a la Gestapo- que es tarea de los dominados de hoy redimirse y redimir también a los vencidos del pasado, a los muertos. Valdría la pena hoy reflexionar sobre la sexta tesis de Benjamin que, precisamente nos habla de la memoria histórica:

“Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo "tal y como verdaderamente ha sido". Significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro. Al materialismo histórico le incumbe fijar una imagen del pasado tal y como se le presenta de improviso al sujeto histórico en el instante del peligro. El peligro amenaza tanto al patrimonio de la tradición como a los que lo reciben. En ambos casos es uno y el mismo: prestarse a ser instrumento de la clase dominante. En toda época ha de intentarse arrancar la tradición al respectivo conformismo que está a punto de subyugarla. El Mesías no viene únicamente como redentor; viene como vencedor del Anticristo. El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer.”

En efecto, amigo y camarada Benjamin, ni siquiera los muertos estarán seguros si se entrega su memoria a los más eximios representantes de la clase dominante, en el presente caso, si la memoria de la España republicana y revolucionaria cae en manos de los herederos de los tribunales políticos franquistas.