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Ni estrategia ni socialismo. Una lectura althusseriana de Laclau
Juan Domingo Sánchez Estop
Nos encontramos hoy en
varias zonas del mundo al final de un ciclo marcado, ya sea por la
acción de gobiernos progresistas de corte populista como en América
Latina, ya sea, como en Europa, por movimientos sociales que han
traducido la resistencia a la crisis de las clases medias en lenguaje
populista. En este contexto definido por el bloqueo o la
descomposición de procesos políticos que fueron prometedores es
patente la necesidad de pensar la estrategia política y de hacerlo
desde el materialismo, esto es desde el reconocimiento de que toda
lucha de clases separada de la estrategia política es ciega y que
toda estrategia política desligada de la base material que se
expresa en la lucha de clases es vacía. La referencia a Ernesto
Laclau en este contexto se hace indispensable, en la medida en que
muchos de los actores de los mencionados procesos intentaron y aún
intentan pensar su práctica política dentro del marco teórico
establecido por la obra del pensador populista argentino o en
problemáticas muy cercanas. No es aquí nuestra intención hacer una
crítica política -que sería seguramente posible y muy necesaria-
de las posiciones de Laclau sino discutir algunas de las tesis
teóricas en las que se sostienen esas posiciones. Estas tesis fueron
desarrolladas en obras como Hegemonía y estrategia socialista
(1985) o La razón populista (2005). Por motivos relativos
a nuestra propia posición en la teoría y también por motivos
internos a la obra de Laclau, discutiremos con estas tesis desde una
perspectiva materialista de impronta althusseriana. Esto es
particularmente pertinente si se tiene en cuenta que el punto de
partida del postmarxismo laclausiano es una crítica de la relación
entre la sobredeterminación por la que se rige el todo
complejo estructurado que es la formación social según Althusser y
la determinación “en última instancia” por la base
material de la formación social en su totalidad y en sus distintas
instancias.
1.
Ruptura con el marxismo
La obra en la que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe consuman su
ruptura con el marxismo es Hegemonía y estrategia socialista
(1985). Su punto de arranque es una crítica demoledora del
determinismo económico de raíz marxista destinada a posibilitar un
nuevo planteamiento teórico y estratégico que tuviera en cuenta la
complejidad y diversidad de los sujetos sociales en el capitalismo
real de los años 80, así como la necesidad de reconocer la
autonomía de lo político respecto de los determinantes económicos
sin la cual era tarea imposible la integración en la teoría y en la
práctica de las diversas potencialidades de los nuevos sujetos del
cambio social. Idénticos objetivos, pero ya con el bagaje histórico
de las experiencias neopopulistas de América Latina y en el marco de
una reivindicación de la autonomía de lo político no frente al
marxismo sino frente al consenso neoliberal, son los que 20 años
después de Hegemonía, encontramos en La razón populista
(2005).
Al logro de los mencionados objetivos se opone en el terreno del
marxismo un materialismo que Laclau y Mouffe definen en Hegemonía
y estrategia socialista (Laclau, Mouffe, 1987:15-80) en términos
de determinismo economicista. Este materialismo se caracteriza por
dos grandes rasgos: 1) su necesidad de afirmar una concepción
determinista de la historia al considerar a esta como un epifenómeno
de las contradicciones económicas, identificadas ya sea como
contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y el
estancamiento de las relaciones de producción, ya por la
contradicción entre las clases, esto es la lucha de clases que se da
necesariamente en la base económica de las sociedades capitalistas,
y 2) la dificultad que experimenta ese marxismo de la tradición a
la hora de pensar la política en ese marco determinista y su
necesidad, por consiguiente, de introducir en su problemática
elementos voluntaristas, empíricos y subjetivos sin encaje posible
en el determinismo económico. Si algo ha marcado al marxismo es,
como muestran correctamente Mouffe y Laclau, la permanente búsqueda
de una conciliación entre estos dos aspectos. Fue necesaria toda la
sutileza teleológica de una concepción dialéctica de la historia
unida al descaro práctico de las distintas burocracias políticas
marxistas para conciliar ambos aspectos en un auténtico desafío a
las apariencias, que hace de la política, a pesar de la experiencia
histórica, una expresión directa de la base material y reduce la
contingencia y aleatoriedad que acompañan a la política y la
historia efectivas al despliegue necesario de una esencia económica.
Laclau es perfectamente consciente de que Althusser desarrolla ya
desde sus primeras intervenciones teóricas recogidas en Pour Marx
(La revolución teórica de Marx) y Lire le Capital (Para
leer el Capital), una crítica radical de este planteamiento
economicista que atribuye a la IIa y la IIIa Internacionales. Sin
embargo, Laclau considerará esta crítica insuficiente pues los dos
elementos fundamentales que permiten a Althusser desmontar el
determinismo economicista, la sobredeterminación del todo y de cada
una de las instancias de la formación social y la idea materialista
de la determinación en última instancia por la base material no son
compatibles. Afirman así Laclau y Mouffe :
Si el concepto de sobredeterminación no pudo producir la totalidad
de sus efectos deconstructivos en el interior del discurso marxista,
fue porque desde el comienzo se le intentó hacer compatible con otro
momento central del discurso althusseriano, que es, en rigor,
contradictorio con el primero: la determinación en última instancia
por la economía (Laclau, Mouffe, 1987: 165).
Según Laclau, Althusser tendría que haber optado por uno de estos
dos elementos presentados como los términos de una alternativa: o
sobredeterminación o determinismo económico. Cualquier intento
de mantener la determinación en última instancia junto a la
sobredeterminación estaba, según el teórico argentino, condenado a
traducirse “en última instancia” en una recaída en el
determinismo y en una lógica esencialista devaluadora de la entidad
y eficacia propia de las demás instancias de la formación social.
La opción de Laclau consistirá en abrazar la sobredeterminación
desligándola de cualquier tipo de determinación por la base
material. Consecuencia de esta separación es la reducción de la
realidad social y política a discurso y la consiguiente introducción
de una contingencia generalizada y prácticamente ilimitada en la
historia y la política. Historia y política ya no estarán
determinadas por la economía, sino por la articulación de
significantes asociados a demandas sociales unidas en “cadenas de
equivalencia”. La asociación en una cadena de equivalencia de
demandas desconexas carentes de cualquier fundamento que les sea a
priori común se opera mediante la vinculación de los significantes
que representan estas demandas con un término exterior carente de
positividad propia que representa y posibilita el conjunto de la
cadena, lo que después de Hegemonía, y
explícitamanete en La razón populista (Laclau, 2005:
92-97) designará Laclau como “significante vacío”.
La teoría de la hegemonía es para Laclau la base de una ontología
social basada en el discurso. En el marco de esta ontología, la
inversión del determinismo marxista, con la que se pretendía evitar
todo tipo de esencialismo en favor de una libre contingencia, termina
haciendo de la base material una contingencia política más, cuando
no la ignora sin más teniéndola por ajena y externa a la
teorización de lo social en términos de hegemonía. Consecuencia de
esto será que resulte tan imposible pensar en el marco de la teoría
de la hegemonía de Laclau las relaciones sociales de producción
como imposible era en el determinismo marxista pensar la política.
Dado que la crítica de la teoría althusseriana de la
sobredeterminación es el punto de partida declarado de la
teorización laclausiana de la hegemonía, es necesario, antes de
pasar a exponer y criticar las posiciones de Laclau, aclarar qué
entiende Althusser por sobredeterminación y determinación en última
instancia.
2.
Sobredeterminación
Es importante cuando se trata de comprender la ruptura de Laclau con
Althusser fijarse en la reinterpretación que hace aquél de la
“sobredeterminación”, que pasa de ser un concepto clave de la
causalidad histórica a convertirse en un mero hecho de discurso.
Laclau, como veremos, se apoyará para ello en el reconocimiento por
parte de Althusser de su deuda hacia Freud, quien introdujo en el
psicoanálisis el concepto de sobredeterminación para pensar el
“trabajo” mediante el cual un trauma reprimido llega a
representarse de manera enteramente transformada en los sueños.
Althusser se vale del concepto de sobredeterminación para elaborar
una concepción materialista de la contradicción en su artículo
Contradicción y sobredeterminación (Althusser,
1967) . Se trata de una teoría de la contradicción que se
libera de la ontología de la expresión hegeliana y de su entorno de
categorías teleológicas como las de sujeto, negación y fines.
Llega así Althusser al concepto de “contradicción
sobredeterminada”, esto es a una contradicción que se manifiesta
en una instancia del todo social, pero que desplaza otro tipo de
contradicciones a la vez que las condensa convirtiéndose así en
contradicción dominante. Huelga aclarar que la contradicción
althusseriana, al tiempo que se desplaza entre diversas instancias
determinando así cambios en la contradicción dominante que permiten
distinguir la especificidad de las disitntas coyunturas, está
siempre determinada por una contradicción “determinante”
constitutiva de las relaciones de producción de una sociedad de
clases. Esta contradicción determinante se expresa como lucha de
clases y define el rasgo esencial de las relaciones de producción.
Hay que aclarar que la lucha de clases solo es determinante, según
una expresión de Engels recuperada y reinterpretada por Althusser,
“en última instancia”. Esto no significa que exista una ley
histórica “normal” que rija la lucha de clases en la instancia
económica y que los distintos desplazamientos de dominancia sean
excepciones a esa ley, meras anomalías, pues en un contexto de
sobredeterminación no hay más que singularidades,, nada más quee
xcepciones. Esto obedece a que, en realidad, la determinación en
última instancia nunca funciona en estado puro o, en palabras de
Althusser (1967: 93) “ni en el primer instante ni en el último,
suena jamás la hora solitaria de la última instancia”.
La hora de esta instancia nunca llega porque la última instancia,
que determina a todas las demás, es no menos que las otras una
instancia sobredeterminada. Althusser explicará este hecho acudiendo
al concepto de “causalidad estructural” conforme al cual 1)
existe una eficacia de la estructura determinante sobre todas y cada
una de sus instancias, pero 2) simultáneamente esta estructura
determinante solo existe en tanto que está sometida a la eficacia
sobre ella misma de las demás instancias del todo social. El todo
social no es así ni un efecto ni una expresión de la base material,
pues esta base no existiría sin la intervención de las demás
instancias, esto es de la política, el derecho, la ideología, etc.
No se trata de la existencia separada de una estructura que produce
efectos sobre otras, sino de la eficacia de una estructura que solo
tiene existencia “en sus efectos” (Althusser, 1969: 203). No
existen así fuerzas productivas en abstracto, ni relaciones de
producción desconectadas del todo de la formación social, ni en
general una base material fuera de estos efectos necesarios.
Althusser revelará que este concepto de causalidad estructural
tiene menos que ver con los campos de estudio relacionados con el
estructuralismo o el psicoanálisis lacaniano que con una inspiración
declaradamente spinozista.
El Dios de Spinoza servirá de modelo para la formación social tal
como la piensa Althusser. El Dios de la Ética, en tanto que
sustancia única es causa de sí mismo, pero solo lo es en cuanto lo
es de todas las cosas en una serie infinita de registros del ser que
expresan una esencia infinita en infinitos modos. Que Dios es causa
inmanente significa así dos cosas: 1) que Dios se expresa en las
cosas finitas que no son sino modos de Dios o Dios mismo en tanto que
esas mismas cosas (Deus quatenus…), y 2) que las cosas finitas
permanecen en Dios y lo constituyen como un proceso causal inmanente
infinito.
Lo anterior nos permite comprender el sentido que puede tener la
determinación en última instancia en Althusser. Esta no puede en
modo alguno concebirse como la determinación de una instancia
económica respecto de las demás instancias de la formación social.
En realidad, lo que hace imposible este determinismo económico es la
propia imposibilidad de que una economía sirva de fundamento al todo
social. Nadie menos que Marx, en efecto, ha defendido un determinismo
económico: Marx al levantar el materialismo histórico sobre el
concepto de “relaciones sociales de producción” afirma contra la
economía política la inexistencia de una economía en general como
esfera autorregulada independiente de la historia (Althusser, 1969:
198). El concepto de relaciones sociales de producción es muy
precisamente el marcador de la aleatoriedad histórica y política de
todo orden económico y no el significante de un determinismo
económico. Una vez se introduce este concepto, resulta imposible ya
naturalizar las relaciones que rigen los ámbitos de la producción y
del intercambio de riqueza. Para el Marx maduro existen solo las
relaciones sociales de producción en plural, marcadas además por la
aleatoriedad de su constitución y no por un orden de sucesión
teleológico. La contradicción entre fuerzas productivas y
relaciones de producción se expresa “siempre ya” como lucha de
clases y no como un proceso definido por una causalidad lineal que va
de las fuerzas productivas a las relaciones de producción y a las
demás instancias del todo social. Las relaciones de producción,
además, no están determinadas por las posiciones relativas en el
circuito económico de los agentes de la relación como podían
estarlo en el Tableau économique de Quesnay, sino que los
agentes de la relación son constituidos por la propia lucha de
clases. La lucha de clases funciona así como motor de la historia en
cuanto no es un proceso natural sino político, en el que se
determinan y reproducen relaciones de poder. La lucha de clases como
relación de producción sirve de base a las formaciones sociales de
clase, pero también puede poner fin a estas al hilo de determinadas
coyunturas marcadas por la acumulación de contradicciones
sobredeterminadas.
3.
Sobredeterminación en Laclau
La crítica de Laclau al esencialismo constituye uno de los pilares
de su obra. Con ella pretende ir más allá de las formas limitadas
de materialismo que, como el marxismo que se describe en Hegemonía,
sometieron el devenir social al desarrollo de una esencia, y cayeron
por ello en la trampa más sutil del idealismo. De ahí que Laclau
(1993: 127) se proponga « reformular el programa materialista
de un modo mucho más radical de lo que era posible para Marx. »
Esta crítica, como hemos podido ver, la formula también Althusser,
si bien en términos algo distintos. La diferencia entre Laclau y
Althusser es que Laclau se propone liberar la sobredeterminación del
lastre, supuestamente esencialista y metafísico, de la determinación
en última instancia, mientras que Althusser insiste en asociar ambos
elementos, haciendo de la base material la causa immanente (pero
nunca presente como tal) de un todo social articulado en diversas
instancias (Althusser, 1969: 203-204).
La liberación por parte de Laclau de la sobredeterminación
respecto de la determinación en última instancia se presenta como
un retorno a la fuente freudiana del concepto de sobredeterminación.
La sobredeterminación (Überdeterminierung), que Freud había
considerado característica fundamental de los sueños y base de la
intrínseca polisemia de estos, tendría que conservar, según Laclau
su función estrictamente lingüística o simbólica y no someterse
al dictado de una determinación en última instancia que se
presentase como « la verdad » de los múltiples
significados del sueño. En efecto, si la determinación en última
instancia fuese una « verdad de... », la
sobredeterminación del significado del sueño quedaría arruinada,
pues la pluralidad de determinaciones se reduciría a la unidad de
una determinación última.
Laclau aplicará el concepto de sobredeterminación a otro tipo de
articulaciones de significantes distintas del « trabajo del
sueño » y, en concreto, a las que, según él, configuran la
realidad social. Dado que, a su juicio, la sobredeterminación solo
es aplicable al ámbito discursivo, esto requerirá una gran
operación de reducción del conjunto de la realidad social a
discurso. La reducción discursiva permitirá independizar lo social
de cualquier tipo de base material y afirmar la radical contingencia
de las articulaciones discursivas que configuran la realidad social
conforme a la lógica hegemónica. En cierto modo, Laclau opera una
reducción de toda la realidad social a la política entendida como
práctica de la articulación hegemónica, y a su vez de la práctica
hegemónica a práctica discursiva.
Partiendo del todo social articulado en diversas instancias propio
de la « tópica » de Marx, podemos decir que el empeño
de Laclau consiste en 1) desconectar el todo social de la base
« económica » y 2) concebir la sociedad como el
resultado de una articulación hegemónica contingente. Las dos
operaciones son coherentes entre sí, en la medida en que el todo
social solo es un todo debido a la « determinación en última
instancia » por la base económica, sin la cual las distintas
instancias del todo serían esferas independientes cuya relación
estaría gobernada por la más radical contingencia. Esta conexión
contingente de las instancias es, por lo demás, el principio por el
que se rigen las sociologías no marxistas como la de Max Weber o la
teoría política de Carl Schmitt. Laclau, sin embargo, abandona esta
problemática de las instancias para radicalizar aún más la
desontologización y la contingencia de la realidad social. La idea
de una diferenciación de instancias le resulta demasiado
« esencialista » y, de lo que se trata es de pensar lo
social como una práctica discursiva, única práctica capaz de
satisfacer las condiciones de desconexión de la determinación
económica (desontologización) y contingencia radical.
He aquí el conjunto de definiciones que sirven de punto de partida a
la construcción hegemónica tal y como la entiende Laclau:
En el contexto de esta discusión, llamaremos articulación a toda
práctica que establece una relación tal entre elementos, que la
identidad de éstos resulta modificada como resultado de esa
práctica. A la totalidad estructurada resultante de la práctica
articulatoria la llamaremos discurso. Llamaremos momentos a las
posiciones diferenciales, en tanto aparecen articuladas en el
interior de un discurso. Llamaremos, por el contrario, elemento a
toda diferencia que no se articula discursivamente(Laclau, Mouffe,
1987: 176-177).
Esta batería de definiciones altamente abstractas permite a Laclau
introducir una serie de distinciones en su teoría del discurso,
gracias a las cuales las relaciones entre elementos articulados se
distinguen de las relaciones internas a un sistema cerrado como el
sistema lingüístico. A diferencia de un sistema lingüístico, en
el cual los distintos elementos se definen entre sí exhaustivamente
mediante la oposición de una serie de rasgos, un discurso no agota
las posibilidades de articulación entre sus elementos, pues estos
son suceptibles de incorporarse en otros muchos discursos y no se
reducen a momentos internos de un discurso determinado. Toda
articulación crea, por consiguiente, una relación contingente e
inestable, no sostenida por ningún tipo de esencia común a los
elementos. Esto tiene como consecuencia en el terreno social que la
sociedad como tal carezca de esencia, pues la propia sociedad es
siempre el resultado de una práctica de articulación entre
elementos que Laclau denomina « hegemónica ». Esta
práctica articulatoria, clave del concepto laclausiano de hegemonía,
unifica mediante relaciones de equivalencia una serie abierta de
demandas sociales expresadas a través de lo que Laclau denomina
« significantes flotantes », esto es de significantes
cuyo sentido no está fijado en un sistema determinado y están
disponibles para su incorporación a diferentes cadenas de
equivalencia. Cuando una articulación hegemónica pone estos
significantes flotantes en equivalencia, lo que hace es poner entre
paréntesis sus diferencias y establecer la ficción de su comunidad,
necesaria incluso para que entre ellos puedan definirse diferencias.
El reto es pensar qué es lo que unifica la cadena de equivalencias:
El problema es, pues, en qué consiste ese algo idéntico, presente
en los varios términos de la equivalencia. Si a través de la cadena
de equivalencias se han perdido todas las determinaciones objetivas
diferenciales de sus términos, la identidad sólo puede estar dada,
o bien por una determinación positiva presente en todos ellos, o
bien por su referencia común a algo exterior. Lo primero está
excluido: una determinación positiva común se expresa en forma
directa, sin requerir mostrarse en una relación de equivalencia.
Pero la referencia común a algo exterior tampoco puede ser la
referencia a algo positivo, pues en tal caso la relación entre los
dos polos podría construirse también en forma directa y positiva, y
esto haría imposible la anulación completa de diferencias que
implica una relación de equivalencia total (Laclau, Mouffe, 1987:
218-219) .
La existencia de un sistema de diferencias tiene como condición la
constitución de una cadena de equivalencias y la exclusión de esta
cadena de toda una serie de elementos flotantes que no han podido
incorporarse en la articulación y con los que los elementos
articulados mantienen una relación de antagonismo. No hay así
relación hegemónica que no sea a la vez antagónica. La sociedad es
así, por un lado posible, en la medida en que puede establecerse una
cadena de equivalencias y una articulación hegemónica inestable,
pero no por ello es una realidad estable pues el antagonismo también
se ve precarizado por la posibilidad siempre presente de la creación
de nuevas equivalencias. Esta concepción no esencialista de lo
social hace imposible pensar una sociedad como un todo dotado de una
esencia, así como la existencia correlativa de instancias
diferenciadas del todo social, por no hablar de una determinación en
última instancia por la base material.
El principal reproche de Laclau y Mouffe al esencialismo es, como
dijimos, el determinismo que de él deriva. El esencialismo pensaría
la sociedad como un todo suturado, como un sistema en el que los
distintos elementos se convierten en meros momentos internos de un
todo cerrado en el que se determina diferencialmente su sentido.
Laclau considera por el contrario que la propia existencia de un
sistema de diferencias requiere un exterior así como el
establecimiento dentro del propio sistema de una relación de
equivalencia que lo fundamenta. Esta relación, como afirmará Laclau
en obras posteriores a Hegemonía, solo podrá ser
representada por un significante del que haya quedado excluida toda
diferencia con los demás términos de la relación equivalencial :
un « significante vacío ».
El postmarxismo de Laclau acaba así pareciéndose a una especie de
inversión de ese mismo marxismo que denuncia por su incurable
esencialismo. Por un lado, existe un elemento que unifica, en última
instancia, aunque de manera inestable el conjunto del sistema :
el significante vacío o la cadena equivalencial que este representa.
Por otro, lo social aparece como esencialmente escindido al
constituir la relación de equivalencia simultáneamente una relación
de antagonismo con su exterior. En esa inversión, el laclausismo
abandona cualquier consideración de la base material de la sociedad,
así como el estudio de cualquier tipo de institución social y
el antagonismo que se situaba en la lucha de clases se desplaza
libremente al albur de las articulaciones contingentes de demandas.
Al interesarse fundamentalmente por los procesos de articulación
hegemónica, cuyos tiempos coinciden con los tiempos breves de la
política, Laclau excluye de su problemática otras formas de
articulación de lo social como las relaciones sociales de producción
y el conjunto de instituciones en que estas se encarnan. Si las
hubiera tenido en cuenta, le habría resultado difícil encajarlas en
su marco teórico, pues se trata de los aspectos de la vida social
que, según el materialismo histórico, son la “base material”
ineludible del conjunto de las demás prácticas.
No es cierto, sin embargo, que Laclau reduzca lo discursivo al
lenguaje o al sujeto : el discurso para Laclau se inscribe en
dispositivos materiales, en prácticas que hacen intervenir cuerpos y
objetos. Como afirman Laclau y Mouffe (Laclau, Mouffe, 1987:
182) :
El hecho de que todo objeto se constituya como objeto de discurso no
tiene nada que ver con la cuestión acerca de un mundo exterior al
pensamiento, ni con la alternativa realismo/ idealismo. Un terremoto
o la caída de un ladrillo son hechos perfectamente existentesen el
sentido de que ocurren aquí y ahora, independientemente de mi
voluntad. Pero el hecho de que su especificidad como objetos se
construya en términos de «fenómenos naturales» o de «expresión
de la ira de Dios», depende de la estructuración de un campo
discursivo. Lo que se niega no es la existencia, externa al
pensamiento, de dichos objetos, sino la afirmación de que ellos
puedan constituirse como objetos al margen de toda condición
discursiva de emergencia.
De manera más precisa, y dando un ejemplo que tiene que ver con la
producción material, Laclau definirá el discurso como la unión de
prácticas lingüísticas y no lingüísticas :
Supongamos que estoy construyendo un muro con otro albañil. En un
cierto momento le pido a mi compañero que me pase un ladrillo y
luego pongo este último en el muro. El primer acto —pedir el
ladrillo—es lingüístico; el segundo —poner el ladrillo en la
pared— es extralingüístico. Al establecer la distinción entre
los dos actos en términos de la oposición
lingüístico/extralingüístico, ¿agoto la realidad de ambos?
Evidentemente no, porque a pesar de su diferenciación en esos
términos, ambas acciones comparten algo que permite compararlas, y
es el hecho de que ambas son parte de una operación total que es la
construcción de la pared. ¿Cómo caracterizamos entonces a esta
totalidad, de la cual pedir el ladrillo y ponerlo en la pared son
momentos parciales? Obviamente, si esta totalidad incluye dentro de
sí elementos lingüísticos y no lingüísticos, ella debe ser
anterior a esta distinción. Esta totalidad que incluye dentro de sí
a lo lingüístico y a lo extra- lingüístico, es lo que llamamos
discurso (Laclau, 1993: 111-145).
4.
El imperativo de sentido
Las prácticas que acabamos de mencionar están dominadas por un
imperativo de « sentido » , por lo cual solo pueden
concebirse como discursivas, negándose toda pertinencia a lo
extradiscursivo. Lo que sí hace Laclau por consiguiente, es reducir
toda práctica a discurso impulsado por el imperativo de sentido.
Laclau responderá a las críticas de Norman Geras (Geras, 1987:
40-82) sobre su “idealismo” en un artículo coescrito con Chantal
Mouffe titulado Postmarxismo sin pedido de disculpa , cuya
tesis central es que no existen prácticas sociales no discursivas :
Nuestro análisis rechaza la distinción entre prácticas
discursivas y no discursivas y afirma: a) que todo objeto se
constituye como objeto de discurso, en la medida en que ningún
objeto se da al margen de toda superficie discursiva de emergencia;
b) que toda distinción entre los que usualmente se denominan
aspectos lingüísticos y prácticos (de acción) de una práctica
social, o bien son distinciones incorrectas, o bien deben tener lugar
como diferenciaciones internas a la producción social de sentido,
que se estructura bajo la forma de totalidades discursivas. (Laclau,
1993: 111-145)
Sin embargo, este imperativo de discursividad puede entenderse de
dos maneras : o bien el discurso es el todo de esa práctica, o
bien esa práctica tiene un aspecto discursivo necesario pero no
exhaustivo. El discurso sería en este segundo caso « algo de
la práctica social » sin identificarse con esta. Es importante
esa distinción, pues si bien toda práctica tiene necesariamente una
dimensión lingüística, lo que determina las prácticas humanas no
es el sentido, sino un orden de causalidad social que se inscribe en
el marco más amplio de la causalidad natural. Si Laclau es
idealista, no es un idealista del sujeto o de la idea, sino un
idealista del sentido. Ahora bien, un idealismo del sentido
excluye las prácticas humanas del orden de los fenómenos naturales
comunes estableciendo un orden del sentido y del discurso situado al
margen del orden general de la naturaleza. El sentido, para Laclau,
no puede, por consiguiente, ser un efecto de otras realidades sin
sentido, sino necesariamente, el principio mismo de toda realidad. El
sentido es originario.
Esto tiene una consecuencia inmediata : si bien Laclau niega
que el sujeto de la construcción hegemónica sea un sujeto
fundacional o trascendental, no es menos cierto que el discurso de
Laclau se basa en una interpelación al lector, interpelación que
constituye su argumento definitivo : ¿Cómo
puedes conocer la realidad fuera del discurso y del sentido ?
Este Laclau que se erige en sujeto de una interpelación, interpela
a un sujeto donante de sentido, que no figura en su texto, pero que
lo sostiene desde su exterior, el sujeto que tiene que decidir entre
una descripción conductista de una acción y una descripción de
esta misma acción en términos discursivos :
De todos modos, es al lector a quien corresponde decidir de qué modo
podemos describir mejor la construcción de un muro: o bien partiendo
de la totalidad discursiva de la que cada una de sus operaciones
parciales es un momento provisto de sentido, o bien usando
descripciones tales como: X emitió una serie de sonidos; Y dio un
objeto cúbico a X; X incorporó este objeto cúbico a un conjunto de
otros objetos cúbicos, etcétera (Laclau, 1993: 115).
O bien aceptamos una práctica « con sentido » o bien
acabamos en el ridículo de una descripción puramente behaviorista.
Lo que descarta aquí el argumento ad hominem que nos dirige
Laclau es la posibilidad de que la práctica realizada por unos
sujetos formados en y por el discurso se inscriba en otras relaciones
más amplias, en las que el discurso mismo es aspecto parcial y a la
vez efecto de un proceso social y natural que lo determina. No
existen para Laclau ni una naturaleza no discursiva, ni una ciencia
que, accediendo a lo que no tiene sentido para nosotros, sea capaz de
conocer la naturaleza y el modo en que las sociedades humanas se ven
determinadas por ella. Por este motivo, frente a la distinción entre
ciencia e ideología en la que la ciencia se ve al menos parcialmente
liberada de la ideología, Laclau opta por el anarquismo
epistemológico que ignora esa distinción y la ahoga en el sentido :
Si no hubiera seres humanos sobre la Tierra, estos objetos que
llamamos piedras estarían pese a todo allí; pero no serían
“piedras” porque no habría ni mineralogía ni un lenguaje capaz
de clasificarlos y de distinguirlos de otros objetos. No necesitamos
detenemos largamente en este punto. Todo el desarrollo de la
epistemología contemporánea ha establecido que no hay ningún hecho
cuyo sentido pueda ser leído transparentemente. La crítica de
Popper al verificacionismo ha mostrado que no hay ningún hecho que
pueda probar una teoría, dado que no hay garantías de que ese hecho
no pueda ser explicado de un modo más adecuado —es decir,
determinado en su sentido— por una teoría posterior y más
comprensiva. (Esta línea de pensamiento ha ido mucho más allá de
los límites del popperismo: baste mencionar el avance representado
por los paradigmas de Kuhn y por el anarquismo epistemológico de
Feyerabend) (Laclau, 1993: 117).
Consecuencia de este anarquismo epistemológico es que resulte
imposible distinguir entre un conocimiento científico y un prejuicio
supersticioso, pues ambos dependen de clasificaciones de la realidad
de carácter discursivo, esto es determinadas por el sentido :
Un terremoto o la caída de un ladrillo son hechos perfectamente
existentes en el sentido de que ocurren aquí y ahora,
independientemente de mi voluntad. Pero el hecho de que su
especificidad como objetos se construya en términos de «fenómenos
naturales» o de «expresión de la ira de Dios», depende de la
estructuración de un campo discursivo. Lo que se niega no es la
existencia, externa al pensamiento, de dichos objetos, sino la
afirmación de que ellos puedan constituirse como objetos al margen
de toda condición discursiva de emergencia (Laclau, Mouffe,
1987).
El epistemólogo francés Gaston Bachelard consideraba en La
formación del espíritu científico que la sobredeterminación,
entendida como exigencia de reconocer una multiplicidad contingente
de causas y de sentidos a las realidades naturales, tal y como lo
hacen la magia o la astrología, que ponen en relación las virtudes
de los astros, de los minerales o de los órganos del cuerpo humano,
era uno de los principales resortes del pensamiento no científico, y
como tal un obstáculo al desarrollo del conocimiento racional.
Sostiene Bachelard que la sobredeterminación en estos contextos de
indefinición enmascara la determinación:
Y si se quiere juzgar acerca de las dificultades de la formación del
espíritu científico ¿no ha de escrutarse ante todo a los espíritus
confusos, tratando de trazar los limites entre el error y la verdad ?
Ahora bien, nos parece muy característico que en la época
precientífica la supradeterrnínación llegue a enmascarar a la
determinación. Entonces lo vago se impone a lo preciso (Bachelard,
2000: 107).
Y de manera aún más tajante afirma el epistemólogo francés
(Bachelard, 2000: 106) : «todo pensamiento no-científico es
un pensamiento supradeterminado. » Sin embargo, todo
pensamiento sobredeterminado (supradeterminado) no es necesariamente
un pensamiento ajeno a la racionalidad científica. Es posible un
lógica de la sobredeterminación que se reconozca a sí misma un
exterior, una determinación. Solo de este modo se puede evitar
incurrir en el delirio del sentido resultante de esta forma de
conocimiento que se identifica con el reconocimiento exhaustivo de un
sentido del mundo por parte de un sujeto.
Para la ideología del discurso, todo debe tener sentido, todo debe
tener sentido para un sujeto. Opera en esta ideología una
matriz común a los diferentes discursos ideológicos : la
teleología, la idea de que toda realidad está ordenada a fines,
entre los cuales está el ser conocida gracias al sentido que
alberga. Spinoza fue el primero en describir esta matriz de la
ideología que él denomina imaginación en el apéndice de la
primera parte de la Ética. En este texto, afirma que la idea
de fines en la naturaleza procede del hecho de que deseamos y somos
concientes de nuestro deseo, pero ignoramos enteramente las causas de
este. Esto nos encierra en un laberinto de sentido en el que solo
« conocemos » lo que tiene alguna finalidad para nosotros
y que otro sujeto ha hecho para nosotros. Solo conocemos, en el
delirio teleológico basado en una proliferante multiplicación y
articulación del sentido, aquello que tiene estructura discursiva.
Esto nos hace invertir el orden de la naturaleza y hacer de las
causas efectos, y viceversa, al pensar que la naturaleza y Dios mismo
nos acompañan en nuestro delirio.
Existe, sin embargo, una salida de este laberinto del sentido, es
posible según el autor de la Ética, situarse en otro espacio
no dominado a priori por el sentido y en el que podemos conocer las
relaciones constitutivas de la naturaleza sin referencia alguna a un
sentido preexistente : se trata de la matemática (mathesis) y
de otras prácticas caracterizadas por ser ajenas a la teleología
entre las que habría que situar probablemente la propia ética y la
política spinozistas, teorías de la práctica singular y de la
coyuntura y no de los fines del hombre o de la colectividad.
5.
El sujeto oculto del sentido y la política del laclausismo
El laclausismo no solo tiene consecuencias epistemológicas, sino
también políticas. La propia operación articulatoria se nos
presenta como una operación sin sujeto declarado, y, sin embargo,
detrás del significante vacío se sitúan grupos humanos e
individuos perfectamente reales que actúan como agentes de la
interpelación ideológica que sirve de base a la cadena de
equivalencias. Alguien dice : « Tú eres un X situado bajo
el significante Y ». Ese alguien que interpela es un sujeto
escamoteado, un grupo dominante que no dice su nombre. En la historia
del marxismo -del peor marxismo- existe un precedente de esta forma
de ocultación de la dominación de clase y la dominación política
bajo un significante vacío. La constitución soviética de 1936 va
precedida por una introducción de Stalin en la cual este afirma una
paradoja : la desaparición de todas las clases explotadoras
(nobleza, burguesía, etc.) y la permanencia del proletariado y el
campesinado pobre como clases explotadas. Cuando el marxismo afirma
que la propia existencia de una clase explotada depende de su
relación con una clase explotadora, Stalin convierte al proletariado
en una realidad meramente sociológica y despolitizada, ajena a la
lucha de clases. En el mismo texto en que afirma la pervivencia de
las clases explotadas, Stalin nos ofrece, sin embargo, una clave
importante para arrojar luz sobre este misterio : entre las
clases que « quedan » está la « intelligentsia »,
esto es el conjunto de intelectuales que dirige el partido y el
Estado. Dejemos la palabra a Stalin:
La clase de los terratenientes, como es sabido, fue ya suprimida
gracias a la victoria obtenida en la guerra civil. En lo que
respecta a las demás clases explotadoras, han compartido la suerte
de la clase de los terratenientes. Ya no existe la clase de los
capitalistas en la esfera de la industria. Ya no existe la clase de
los kulaks en la esfera de la agricultura. Ya no hay comerciantes y
especuladores en la esfera de la circulación de mercancías. Todas
las clases explotadoras han sido, pues, suprimidas. Queda la clase
obrera.
Queda
la clase campesina.
Quedan
los intelectuales. (Stalin, 2013: 11-12)
Bajo la máscara del saber, la intelligentsia (“los
intelectuales”) hace las funciones de una nueva clase dominante.
El laclausismo describió correctamente la posición de saber-poder
propia de los dirigentes marxistas (Laclau, Mouffe, 1987: 97-98),
pero lo hizo para reproducirla de otra manera, pues el nuevo
dirigente populista no es quien posee un saber sobre la sociedad,
sino quien tiene un saber sobre el discurso y la producción de
sentido. El dirigente marxista se legitimaba por la ciencia, el
populista por su capacidad de producir un discurso ideológico
hegemónico, de ser él mismo el centro vacío de ese discurso.
La teoría laclausiana del discurso constituye una fenomenología de
lo ideológico desde el interior de la propia ideología, desde el
sentido. Laclau desarrolla, desde dentro de la ideología y a partir
de sus mecanismos de interpelación, un auténtico discurso de la
ideología que es un discurso sin exterior. El discurso se convierte
así en fundamento no confesado de la realidad, algo así como la
economía para el marxismo vulgar. El discurso no tiene un exterior
enunciable, pues un discurso es algo que tiene necesariamente sentido
para un sujeto a su vez constituido como sujeto por el propio
discurso que lo interpela. Esa carencia de exterior hace imposible
inscribir el discurso en un orden causal general, en el orden de la
naturaleza. El discurso se convierte así en la materia de la que
está hecho nuestro mundo, algo que considera el propio Laclau como
irreductible e incondicionado, pues cualquier intento de determinar
las causas del discurso obligaría a salir fuera del ámbito de lo
que tiene sentido. Por esta razón, Laclau desestima como no
pertinente cualquier oposición ideología- razón o
ideología-ciencia. Solo existe el sentido, la ideología, el
discurso como portador de sentido y la ciencia es un mero pliegue
interno de la ideología, nunca un posible exterior del sentido y del
discurso.
Una posición filosófica nunca tiene efectos políticos directos.
La eficacia de la filosofía radica en su capacidad de abrir o cerrar
posibilidades de acción, perspectivas prácticas. Consideramos la
obra de Laclau como una obra filosófica en cuanto no se refiere
directamente a objetos sociales sino a las condiciones de posibilidad
de esos objetos. Desde este punto de vista la teoría de Laclau no
nos dice gran cosa sobre cómo están hechas nuestras sociedades sino
sobre el modo en que en ellas, a través del discurso se organiza el
sentido. Este sentido se articula en cadenas de equivalencia
hegemónicas y Laclau nos invita a pensar el conjunto de las
realidades sociales en términos de hegemonía. Lo que de sociedad
existe -la sociedad como tal no existe, pues carece de esencia
propia- es según Laclau constructo discursivo hegemónico.
Incluso la esfera « económica » está marcada, en tanto
que hecho social por la articulación hegemónica, por la
politización que constituye lo social (Laclau, Mouffe, 1987: 135).
Laclau parece con esto haber liberado un amplio espacio para la
acción política de los movimientos de emancipación social que no
quedan ya supeditados a los estrechos límites del socialismo
clùasico y la política supuestamente de clase. Pensar esta
posibilidad abre ciertamente posibilidades prácticas pues entraña
una enorme flexibilidad a la hora de constituir articulaciones
hegemónicas. Prácticamente casi todo es posible bajo un
significante vacío : desde las reivindicaciones de los más
variados grupos sociales, a las ideologías e intereses más
contrastados. Prueba de esta enorme capacidad de aglutinación es un
movimiento político como el peronismo con sus facciones que iban
desde la izquierda radical a la extrema derecha. Una organización
política que se dota de esa enorme flexibilidad puede, pues,
constituirse en fuerza hegemónica con mayor facilidad que otra que
estuviera atada por vínculos esencialistas con determinadas fuerzas
sociales. El laclausismo permite poner término desde la
representación política a esa enojosa dependencia social.
Por lo demás, al no existir una base material de las formaciones
sociales, sino una economía que es un espacio más de la
articulación hegemónica sin ningún privilegio particular, la
economía se encuentra en una extraña situación. Por un lado, lo
económico es también directamente objeto de la lógica hegemónica
y, por consiguiente, determina « posiciones de sujeto »
como la de trabajador o capitalista que « funcionan »
dentro del orden vigente como elementos relativamente dóciles de
este.La explotación puede acontecer, pero no la considera Laclau un
momento antagónico, por lo cual no muestra ningún interés por las
resistencias al mando capitalista. Estas no tienen sentido político
si no se articulan en una trama hegemónica, poniéndose en
equivalencia con otras muchas. Por otra parte, la resistencia de los
trabajadores solo puede existir como « demanda » dirigida
a un poder, nunca como acción propia de la clase. De este modo, el
laclausismo se ve encerrado en una lógica que le impide superar las
relaciones de producción capitalistas que su paradigma teórico hace
estrictamente impensables como tales y obliga a pensar la economía
como algo ahistórico, no tanto por su fijeza denunciada por Marx en
la economía clásica, sino por su extrema fluidez.
Esto impide, por consiguiente, fijarse una estrategia política de
transformación radical de las relaciones sociales de producción. La
estrategia que se propone Laclau no puede por consiguiente ser ni
estrategia propiamente dicha, pues la contingencia de la construcción
hegemónica hace imposible pensar determinaciones materiales y
tiempos largos, ni menos aún « socialista », pues es
imposible transformar unas relaciones sociales de producción que no
se está en condiciones de tan siquiera considerar. Queda de todo
esto desde el punto de vista político una teorùia del discurso de
la ideología que se confunde con su propio objeto, convirtiéndose
en una ideología del discurso. Ahora bien, esa ideología, como toda
ideología, invisibiliza para los sujetos sus propias relaciones
sociales sustituyéndolas por una fantasmagoría política y jurídica
ajena a toda base material efectiva. De ahí que la única política
laclausiana sea una política de conquista de la igualdad y de los
derechos dentro del marco del Estado capitalista democrático. No es
de despreciar este tipo de conquistas, pero es abusivo denominarlas
socialistas. Todo ello sin olvidar que, si las luchas sociales se
concretan en demandas, estas son dirigidas a un mando político que
es el constituido a través de la articulación hegemónica cuando
esta tiene éxito. De tal modo que la « radicalidad
democrática » no resulta separable de una relación de mando y
obediencia, de intercambio de la satisfacción de demandas (dentro de
los límites ya indicados) por obediencia. Desde este punto de vista,
el laclausismo acompaña bien el recambio de élites políticas -más
o menos progresistas- pero obstaculiza la perspectiva de una
transformación real efectiva. Es una teoría que, en el mejor de los
casos permite producir leviatanes filantrópicos y, en el peor otros
tipos más peligrosos de la especie Leviatán.
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Bibliografía
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Ciudad de edición no indicada: Bitácora Marxista-Leninista