1.
Tiene el lector que abre estas páginas un objeto raro entre las manos: una selección de tres panfletos históricos del sindicalismo revolucionario francés de finales del siglo XIX. No es el tipo de texto que se suele leer hoy, en una época en que hasta la postmodernidad ha dejado de ser actual. Desempolvar y traducir los folletos que Hiru presenta en este libro al lector castellanohablante del siglo XXI no es, sin embargo, una mera labor museística sino un esfuerzo genuino por recuperar la memoria histórica de un movimiento comunista cuya muerte se anuncia periódicamente y que, sin embargo, renace cada vez con nuevas fisionomías. Memoria histórica no es aquí culto de los muertos, sino restablecimiento del nexo de las luchas y de la vida presentes con un filón vital del pasado que habíamos perdido de vista tras un atormentado período en el que el movimiento comunista ha solido identificarse por parte de sus enemigos -y por desgracia, también, de sus partidarios- con el Estado, el autoritarismo, el dogmatismo y otros fantasmas de la obediencia, con lo más contrario que pensarse pueda a la realidad de un movimiento de liberación.
2.
La liberación social no es un proceso lineal, sino una serie de resistencias y de ofensivas jalonada de derrotas y de errores, pero también de importantes aciertos y de descubrimientos prácticos y teóricos. Ni las victorias, ni los aciertos parciales, pero tampoco las derrotas, son irreversibles. La historia es un proceso sin origen, sin fines y sin sujeto, como nos enseñó Louis Althusser que nos había enseñado Marx, un proceso sin garantías y sin un sentido predefinido. El comunismo no es por lo tanto un ideal que tenga que realizarse imponiendo su supuesta norma a la realidad, sino -en términos de Marx- el « movimiento real » que transforma el estado de cosas existente. Tampoco constituye en modo alguno un fin de la historia. Dentro de este movimiento conflictivo y contradictorio que es la historia real concebida desde un materialismo exigente, el momento histórico situado entre la derrota de la Comuna de París y el comienzo de la primera guerra mundial es particularmente rico en enseñanzas y experiencias, pues en él se escinden el socialismo parlamentario basado en una concepción representativa de la organización de clase, que se configura fundamentalmente como partido, y el socialismo revolucionario que rechaza la representación política y la actividad parlamentaria y defiende la autonomía de clase basada en la solidaridad y la cooperación entre trabajadores. Es importante volver sobre esta escisión, pues tras la revolución rusa y el largo ciclo revolucionario y organizativo que con ella se inaugura, prevalecerá una forma cada vez más rígida de representación política de la clase a través del Partido, que retoma y exaspera las características del viejo socialismo parlamentario con el que habrá de convivir. La autonomía queda relegada, después de la revolución rusa -y, sobre todo, después de la derrota de la Revolución Española de 1936 - a círculos minoritarios que cultivan una identidad anarquista, perdiendo al mismo tiempo todo carácter de movimiento de masas. Sólo en los movimientos de mayo del 68 y del largo mayo italiano volvió este tipo de organización horizontal y no representativa a superar las anquilosadas maquinarias socialdemócratas o leninistas stalinizadas. Hoy, de nuevo, una forma original de autoorganización de clase, la del trabajador postfordista (inmaterial, social, cognitivo, afectivo, desterritorializado...) se manifiesta en la ocupación del espacio público y en la reinvención de una democracia ajena a la representación. De Tahrir a Sol, a Sintagma y al Wall Street ocupado, oímos de nuevo las palabras que hace más de un siglo pronunciaran Pouget y sus camaradas socialistas y sindicalistas revolucionarios y que habían sido sofocadas por un siglo de representación política y de culto del Estado -burgués o supuestamente « proletario »- dentro de la izquierda hegemónica.
3.
Ciertamente, Émile Pouget pertenece a otra época que queda hoy muy lejos. Periodista precoz, militante anarquista y posteriormente socialista revolucionario y sindicalista, Émile Pouget conoció la cárcel y el exilio antes de figurar entre los fundadores de la Confederación General del Trabajo en el Congreso de Limoges (1895). Incansable propagandista, dirigirá el periódico de la CGT, La Voix du Peuple desde su creación en 1900 y fundará el almanaque del Père Peinard, un antepasado de la prensa satírica actual. El período que tocó vivir a Pouget es aquel en que se constituye la izquierda francesa como tal, pasando de ser la izquierda del republicanismo heredero de la revolución francesa a constituirse como un movimiento explícitamente de clase. Ya no se trataba de que la izquierda fuese la verdadera representante del Tercer Estado, del pueblo, o de la nación, como pretendieron serlo los jacobinos en la Convención, sino de que la principal clase explotada del capitalismo industrial, la clase obrera, accediese a su organización política y pudiese aspirar a la hegemonía social. La ambición de representar adecuadamente al pueblo se ve desplazada en esta época de manera consecuente por un proyecto de autoorganización y de liberación social de los explotados. Este proyecto se materializó en el sindicato revolucionario como instrumento explícito de la división de la nación y de la lucha de clases.
4.
Tras la derogación en 1864 de la ley Le Chapelier, que había prohibido las asociaciones obreras desde los primeros tiempos de la Revolución francesa en nombre de la unidad de la nación, los sindicatos y otras organizaciones de solidaridad de los trabajadores como las « bolsas del trabajo » se desarrollan en toda Francia. El proceso de autoorganización tiene lugar en estos primeros momentos bajo la hegemonía de la tendencia libertaria, aunque la separación tajante entre socialistas y libertarios que conocemos hoy no existiera aún. Cuando en nuestras calles resuenan voces multitudinarias que gritan « ¡Qué no nos representan! » o « Le llaman democracia y no lo es », estas voces son sin saberlo un eco de ese pasado, un pasado de lucha y de organización, de antagonismo, de dignidad, de constitución de la potencia autónoma de los trabajadores. La reivindicación de la Acción Directa como método principal de la acción política de clase que encontramos en el panfleto de Pouget del mismo nombre tiene hoy la máxima actualidad. Su época, como la nuestra fue un tiempo de desengaños. En la Francia del cambio de siglo del XIX al XX, las ilusiones republicanas y « democratistas » -por utilizar un término caro a Pouget- se habían visto definitivamente disipadas por el largo Termidor en que la burguesía francesa desvió en su propio favor las conquistas políticas de la revolución. La revolución de 1789 y sus fases posteriores y más radicales encabezadas por los jacobinos no fue como suele decirse una « revolución burguesa », sino una revolución contra el absolutismo y el feudalismo dirigida por un bloque histórico sumamente complejo que incluía representantes de numerosas clases sociales entre los que destacaba un importante componente plebeyo de trabajadores manuales, artesanos, campesinos, etc. Tras la contrarrevolución termidoriana, el Imperio napoleónico y las sucesivas restauraciones monárquicas, fue definiéndose un bloque de poder en torno a una defensa clara de la hegemonía del derecho de propiedad sobre los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad. La revolución no fue inicialmente burguesa, pero sí que lo fue el régimen de dominación social y política que sucedió a su fase democrática y radical. Esto no fue óbice para que la exigencia de realización práctica del programa y de los valores de la revolución siguiese siendo el principal eje de organización de las fuerzas populares. Ya desde los últimos momentos de la Revolución y hasta bien entrado el siglo XIX, la lucha contra la sociedad de clases y el orden burgués se concibieron bajo el prisma de una « repetición » de la revolución, de una realización de sus ideales. Esto se refleja incluso en ciertos elementos del lenguaje de Pouget que emplea un tono de sátira casi idéntico al que utilizara la literatura de propaganda jacobina contra los restos del antiguo régimen y muy concretamente al que popularizó el periódico Le Père Duchesne , fuente directa de inspiración del Père Peinard de Pouget. En ambos periódicos prevalece un lenguaje populista, lleno de expresiones de argot y dirigido contra las clases dominantes. Su propio título hace referencia a un personaje considerado como el prototipo del hombre del pueblo, con el tratamiento de « père », apelativo popular que en castellano equivaldría al de « tío » usado en los medios rurales. En cuanto al apelativo « Peinard », tiene un doble sentido en francés de la época: inicialmente se refiere al trabajador esforzado el « currelante » (peinard deriva de la peine, el esfuerzo), pero por otro, desde la perspectiva de la burguesía, tiene el sentido de vago y despreocupado, como los huelguistas que pasaban largos periodos sin trabajar. Este segundo sentido es el que ha prevalecido hoy, pero en la época de Pouget, convivía con el sentido originario del término. En cualquier caso, un indicio del ya mencionado afán de repetir la experiencia de la Gran Revolución francesa y, en particular, de su momento jacobino, es precisamente el renacer en los distintos episodios revolucionarios del siglo XIX de periódicos con el título Le Père Duchesne (o como el de Pouget, con un título inspirado en él) que vieron la luz en la revolución de 1848 y en la Comuna de París. Aunque el Père Peinard sea ya más proletario que ciudadano y jacobino, no puede ignorarse esta genealogía literaria e ideológica.
5.
Sin embargo, la repetición del acontecimiento revolucionario era a la vez imposible e insuficiente: los valores de la revolución quedaron por todas partes enunciados, grabados en las fachadas de los ayuntamientos y de las escuelas, pero la libertad, la igualdad y la fraternidad habían adquirido otro sentido, habían sido integrados en la realidad de una sociedad de clases capitalista y servían no para realizar los objetivos de las clases populares, sino para extender las relaciones de mercado. Libertad, igualdad y fraternidad no eran ni podían ser ya, después de la degeneración de la revolución del 1848 y del sangriento aplastamiento de la Comuna en 1871 los únicos lemas del movimiento democrático. Libertad, igualdad y fraternidad podían y debían expresar para los demócratas radicales, entre los que se incluían los trabajadores comunistas y socialistas revolucionarios, algo distinto de lo que representaban para la burguesía y las demás clases dominantes. La libertad no podía tener ya como base el mercado, pues el movimiento obrero naciente fue descubriendo la absoluta incompatibilidad de éste con cualquier forma de democracia. El mercado es compatible con los « derechos humanos », incluso requiere que estos se enuncien -pues libertad, igualdad y propiedad constituyen las condiciones básicas de todo contrato mercantil- pero es hostil a la reivindicación de una sociedad democrática donde los trabajadores y las mayorías sociales puedan decidir libremente sobre la organización de la economía. El mercado se basa en la propiedad, la democracia que aspira a decidir sobre la economía se funda en cambio en el libre acceso de todos a los comunes productivos.
6.
La República de la propiedad o de los propietarios, el régimen postrevolucionario que conoce y padece la generación de Émile Pouget, no sólo se basa en la expropiación a los trabajadores de los medios de producción, sino coincidentemente, en la confiscación de su libertad política por el Estado. La democracia de los propietarios tardó en aplicar el principio del sufragio universal: aunque el sufragio universal masculino estuviera reconocido por la Constitución francesa de la Convención (1793), nunca se aplicó hasta que la revolución de 1848 acabara imponiéndolo. Habría que esperar, además, hasta después de la segunda guerra mundial para que se incorporasen a este derecho las mujeres. No tardaron, sin embargo en hacerse evidentes los límites de esta conquista, pues el sufragio se convirtió en el único acto político del ciudadano. Pouget se burlaba así, en un panfleto publicado en su almanaque del Père Peinard de 1896 bajo el título «El amordazamiento universal » (Le Muselage universel) del poco tiempo de libertad política efectiva que las democracias representativas conceden a los supuestos ciudadanos: contando por lo alto, serían unos « cinco minutos » en una hipotética vida de cien años, si sumamos el tiempo que se tarda en depositar una papeleta en una urna en todas las elecciones posibles. Este es todo el tiempo que se es « soberano »... Por no hablar de la escasa relación de la representación política con la voluntad de los electores. Las democracias realmente existentes del capitalismo permiten hablar de casi todo en sus parlamentos, pero hacen imposible decidir nada que contravenga el orden imperante. En conclusión, dice Pouget en su artículo del Père Peinard: « Ya que tanto nos dicen que somos soberanos, guardémonos la soberanía en el bolsillo, no seamos tan idiotas como para delegarla ». Ante una República que había pervertido el sentido de la libertad, la mera reivindicación de los principios republicanos era inútil, sólo quedaba como salida para los trabajadores una nueva fundación de la libertad en lo común, en el libre acceso a los medios de producción y la asociación directa de los trabajadores, al margen del mercado y del Estado. La práctica política constituyente que conduce a este nuevo Estado de cosas ya no puede ser la búsqueda de una buena y adecuada representación de toda la nación, sino la autonomía y la autodeterminación de los trabajadores como clase mediante la acción directa y el instrumento privilegiado de esta, el sindicato revolucionario. Como sostiene Pouget en la Acción Directa: « contra la sociedad actual que sólo conoce al ciudadano, se alza hoy el productor ». No se trata sólo de procurar, a partir de una enunciación de los derechos humanos basados en el derecho natural, que estos se realicen en el derecho positivo, sino de reconocer que la humanidad está dividida: que no existe el hombre genérico, sino la lucha de clases y que la reivindicación de los derechos humanos es esencialmente mistificadora.
7.
El sindicalismo revolucionario se presenta como una fuerza antagonista frente al capital y su Estado. Un antagonismo sin concesiones que se expresa abiertamente en el crudo lenguaje del almanaque satírico-político Le Père Peinard, pero sobre todo en la constitución del sindicato CGT (Confédération générale du travail) como potente organización revolucionaria. La tradición leninista siempre despreció el sindicalismo por considerar que la organización independiente de los trabajadores nunca podría ir más allá del trade-unionismo inglés, es decir de una forma moderada e integrada de representación de los intereses obreros dentro del capitalismo. Desde la perspectiva de las realidades del sindicalismo europeo del siglo XXI, la apreciación de Lenin parece confirmarse, pues el sindicalismo mayoritario suele estar hoy controlado por un aparato corporativista que defiende los privilegios de una casta burocrática y no duda en hacerlo a costa de los intereses de sus bases. Nada más alejado de la idea de revolución que la triste imagen de unos dirigentes sindicales que negocian con la patronal y sus gobiernos los recortes de derechos sociales. Sin embargo, el lector de Pouget se encuentra con otra realidad, la de un sindicalismo cuyo objetivo no es la mera defensa del valor de la mercancía fuerza de trabajo, sino la abolición de la compraventa de esa mercancía, concebida como “esclavitud salarial”, y la libre asociación de los productores. El folleto de Pouget titulado La Confederación General del Trabajo (1908) aclara la naturaleza y la finalidad del sindicato:
« Desde que en el congreso corporativo de Limoges de 1895, la clase obrera se diera una organización autónoma, independiente de todos los partidos democráticos,ha tenido una tendencia permanente a liberarse cada vez más de todas las tutelas ya sean del Estado o de los ayuntamientos. Es que la clase obrera no sueña con adaptarse al mundo capitalista, con integrarse en el sistema de producción actual para desarrollarse de la forma más favorable par sus intereses. Tiene ambiciones más elevadas -ambiciones de transformación social- y son estas aspiraciones revolucionarias las que la han conducido a transformarse en partido de clase, en oposición a todos los demás partidos políticos y en oposición a todas las demás clases. Así, además de que la clase obrera se haya constituido un instrumento para luchar día a día contra las fuerzas de la explotación y de la opresión, pretende también crear y fortalecer grupos aptos para realizar la expropiación de los capitalistas y capaces de llevar a cabo una reorganización de la sociedad en un plano comunista. » Las categorías habituales de la política del siglo XX se reconocen difícilmente en este curioso lenguaje.
En primer lugar, el sindicato no se distingue del « partido » de la clase obrera. Pouget da al término « partido » un sentido muy próximo al que tenía en el Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels, donde el partido se basa en la organización de la clase como « parte » y no en la representación/sustitución de esta clase por una dirección política. Tampoco existe la distinción propia de las socialdemocracias entre un programa mínimo y un programa máximo, pues el comunismo es ya la forma de la organización y no sólo el objetivo de la organización. La política se piensa desde la inmanencia absoluta, rechazando las figuras de la representación y el futuro como promesa. El mundo nuevo debe estar ya presente en el corazón mismo del movimiento, o jamás lo llegaremos a ver. La Huelga General es el momento definitivo de liberación, pero no es sino el resultado de la autodeterminación de clase como liberación cotidiana; la autodeterminación no es una mera preparación de la revolución, no es un instrumento para un fin, sino un fin en sí misma.
8.
El sindicato revolucionario no es un agente del mercado -aunque no desdeñe tácticamente la conquista de mejoras en las condiciones laborales- sino un agente contra la relación de mercado como relación social fundamental y contra el poder estatal que reproduce esta relación mediante el derecho, la ideología o la violencia. El objetivo del sindicato, unido a organizaciones de clase basadas en el apoyo mutuo como las Bolsas del Trabajo, era doble. Por un lado, se trataba de combatir día a día la explotación, luchando contra los patronos y el Estado en conflictos parciales y limitados y de organizar la resistencia contra la opresión social. Para ello, era necesario desarrollar la potencia de los trabajadores como clase: evitar la miseria y la desmoralización que ella implica, pues « el exceso del mal no es fermento de revuelta ». Por otro lado, era también preciso organizar la solidaridad, incluso dirigir cuando fuera posible la producción, mediante estructuras autogestionadas y desarrollar en paralelo una cultura y una sociedad proletarias autónomas respecto del mundo burgués. El sindicalismo revolucionario francés -al igual que el anarcosindicalismo español- tenía como aspiración explícita que los propios trabajadores recuperasen los medios comunes de producción y se asociaran libremente para utilizarlos. Sin embargo, más allá del día a día, en el que la potencia, la autonomía y la cultura de clase se desplegaban en el embrión de mundo nuevo creado en torno al sindicato, era necesario plantearse la transformación global del sistema basado en el mercado y el Estado. Esta transformación se centraba en dos aspectos: la expropiación de los capitalistas y la liquidación del Estado. La expropiación del capital es un acto inseparable de la apropiación obrera de los medios de producción. Al día siguiente de la revolución, « los trenes seguirán circulando » y todos los engranajes de una sociedad rica y compleja seguirán funcionando pero lo harán bajo el control de los propios trabajadores asociados. De ahí la importancia de esa escuela de libertad, de solidaridad y de dignidad que es el sindicato revolucionario y del principio que lo inspira: la Acción Directa. La liquidación del Estado es la consecuencia directa de la desaparición de su única verdadera base social: la apropiación por los capitalistas de los medios de producción y del excedente.
9.
La acción directa se sitúa respecto del derecho y del Estado en una posición de exterioridad. No se trata para Pouget de legitimarla en términos jurídicos ni siquiera en los de una moral universal, sino en cuanto es capaz de crear un nuevo orden social y político basado en la autodeterminación de los trabajadores al margen del Estado, del derecho y del mercado. Como auténtico poder constituyente, la Acción Directa está al margen de la ley, pues es el fundamento de una nueva ley, de un nuevo orden social: «La Acción Directa es la fuerza obrera que se convierte en trabajo creador. Es la fuerza que da a luz un derecho nuevo, la que crea el derecho social. » Este proceso constituyente en germen entrará en colisión directa con un marco jurídico que pretende regular de manera exhaustiva el conjunto de las relaciones sociales subsumiéndolas en un orden basado en la propiedad. La comunidad obrera que crea el sindicato, su capacidad de resistencia al capital, resultan así inmediatamente criminalizadas. El espacio fuera del orden de la propiedad que constituye el libre acceso a los comunes productivos es inasimilable por el ordenamiento jurídico de la república de los propietarios. La colisión no tardará en producirse cuando esta república sufra los ataques de algunos desesperados e iluminados. Estamos en la gran época de los atentados anarquistas, sobre todo en Rusia, pero en otros muchos países europeos, incluida la España de la Restauración, miles de bombas, centenares de asesinatos de responsables políticos y patronales puntúan la actualidad creando un clima de terror entre las clases dominantes. Los atentados en sí son un fracaso político: la propaganda por la acción, más que alentar a la construcción de la nueva sociedad, desmoviliza y legitima el orden burgués y la seguridad que este ofrece a cambio de la obediencia. Como mucho, los autores de los atentados -que aún no se denominan "terroristas"- suscitan la vaga simpatía popular que sentían las masas por los grandes delincuentes, y que obligó a las autoridades a suspender las ejecuciones públicas, pues más que aleccionar a la multitud, la hacían participar en el goce de la enorme transgresión en la que poder y delincuencia se igualan al compartir un espacio más allá de la ley. Este goce no es, sin embargo, una pasión política, sino algo estrictamente individual. La corriente sindicalista revolucionaria se distanció siempre de estas formas individualistas de acción. La acción directa, si bien tiene entre sus objetivos desarrollar la dignidad moral y política del trabajador como singularidad frente a su serialización en el marco de la representación política, parte del principio de la solidaridad y de la acción colectiva.
10.
Todo esto no impidió a las autoridades aprovechar la oleada de atentados de principios de los años 1890 en Francia para modificar la legislación en un sentido represivo, no sólo para golpear a los autores de los atentados, sino, sobre todo, para liquidar el brote de nueva sociedad que estaba surgiendo en la resistencia obrera en el marco del sindicalismo revolucionario, pero también en el de las distintas organizaciones de solidaridad y agrupacions culturales, deportivas, etc. Este entramado solidario se consideraba en medios políticos y policiales como el entorno y el caldo de cultivo del anarquismo individualista violento y el Estado decidió atacarlo a través de sus asociaciones y de su prensa. El panfleto titulado Las leyes canallas que figura en este volumen sólo es parcialmente obra de Émile Pouget. Su coautor es un jurista, Francis de Pressensé, personaje que, tras una carrera diplomática y periodística, inicia su vida política en el marco de las encnedidas y violentísimas polémicas en torno al asunto Dreyfus. En ese asunto judicial, pronto convertido en batalla política, se dirimía la cuestión de la inocencia o culpabilidad de un oficial francés de origen judío, el capitán Alfred Dreyfus, falsamente acusado por otros oficiales de transmitir información confidencial a la embajada alemana. La acusación se basa en pruebas muy endebles y, sobre todo, en un telegrama que había sido claramente falsificado. Esto no impidió que la presión de una nueva extrema derecha, menos monárquica que ultracatólica y antisemita arrancara una injusta condena. En una Francia dividida, de Pressensé tomará claramente partido por Dreyfus junto a su amigo el socialista Jean Jaurès y dirigirá el periódico « dreyfusista » l'Aurore. En el marco del Asunto (l'Affaire, el asunto por excelencia cuya crónica literaria encontramos en Las memorias de una sirvienta de Octave Mirbeau) surgirá la Liga de los Derechos Humanos cuyo vicepresidente será el propio Pressensé. Si bien los sindicalistas revolucionarios vieron en un primer momento con antipatía al militar Dreyfus, veterano de carnicerías coloniales y representante del orden burgués, algunos de ellos tomaron partido abiertamente por Deyfus y sobre todo contra la nueva extrema derecha en ascenso organizada en torno a la Action Française y a las publicaciones antisemitas de Édouard Drumont. La coincidencia del asunto Dreyfus con la promulgación de una batería de leyes de excepción contra los anarquistas, las « leyes canallas » (lois scélérates) facilitó la convergencia entre un socialista parlamentario jauresiano como Pressensé y un socialista revolucionario como Pouget.
11.
Los tres textos sobre las leyes canallas recogidos en el folleto que figura aquí traducido son de una sorprendente actualidad y reflejan la insólita colaboración entre tres personajes que nada llamaba a converger en la defensa de una misma causa: Émile Pouget, Francis de Pressensé y, bajo un pseudónimo, Léon Blum, el futuro presidente socialista del gobierno del Frente Popular. Este último, en aquel momento joven auditor del Consejo de Estado, está dando sus primeros pasos políticos en el contexto del asunto Dreyfus y acepta participar anónimamente en la campaña contra las leyes canallas realizada por la Revue Blanche, en aquel momento la revista literaria y cultural más importante e innovadora del panorama francés en la que publicaban autores como Proust, Gide, Claudel, Jarry o Apollinaire y de la que el propio Blum llegó a ser director . Cada uno de los tres personajes tiene sus propios intereses, pero los tres coinciden en reconocer el gran peligro que el ascenso de la extrema derecha y la promulgación de leyes de excepción suponía para las libertades y para la propia terecera República. Los artículos publicados posteriormente como folleto separado por la Revue Blanche contienen respectivamente un análisis jurídico de las leyes realizado por Pressensé, un segundo estudio realizado por « un jurista » (Léon Blum) sobre su muy anómalo proceso legislativo y un tercer artículo en el que Pouget da ejemplos de su aplicación al movimiento revolucionario. La parte analítica muestra cómo las leyes de excepción subvierten, en nombre de la seguridad, la esencia misma del derecho penal liberal, el principio « nullum crimen sine lege » (no hay crimen sin ley) conforme al cual toda condena penal debe realizarse conforme a una tipificación previa de los actos punibles. Esta tipificación debía ser precisa, quedando prohibido el recurso a la analogía, pues esta es una puerta abierta a cualquier tipo de arbitrariedad. Como afirma Pressensé anticipando al pastor Martin Niemöller del famoso poema “Vinieron por un comunista”: « Ayer eran los anarquistas. Los socialistas revolucionarios están ya en el punto de mira. Luego les llegará el turno a esos intrépidos campeones de la justicia cuyo pecado inexcusable es no tener una fe ciega en la infalibilidad de los consejos de guerra. ¿Quién sabe si mañana los simples republicanos no caerán también bajo los embates de estas leyes? Imaginemos por un momento estas armas terribles en manos de un dictador militar y el estado de sitio aderezado con la aplicación de las leyes canallas, o, dando la vuelta a la hipótesis, imaginemos que una facción revolucionaria, un Comité de Salvación Pública jacobino, aplica estas temibles disposiciones contra unos conservadores incapaces de oponerse a este patere legem quam ipse fecisti [padecer la ley que tú mismo hiciste]. La prueba de que esto no son desvaríos de una mente enferma, divagaciones de un abogado sin escrúpulos, es la frase con que un jurisconsulto, Fabreguette, recoce expresamente que hay casos en que, pese a la enmienda de Bourgeois que nombraba a los anarquistas, la ley debería ampliar el alcance de sus definiciones para castigar crímenes o delitos semejantes. Ya sabemos adónde puede llevar el método de la analogía aplicado por mentes astutas. » Lo sabemos perfectamente hoy, después de que los nazis a quienes dedicaba Niemöller su célebre poema sustituyeran la prohibición de la analogía en el código penal alemán por la obligación de recurrir a la analogía, después de que, repitiendo este gesto, la España franquista promulgara -y mantuviera hasta hoy bajo distintas formas- leyes contra el novedoso delito de « terrorismo » que en sí mismo es ya una aplicación del principio de analogía a la tipificación penal y de que las « democracias de nuestro entorno » se dotaran también, aprovechando los atentados del 11 de septiembre de 2001 de un arsenal jurídico semejante. De lo que se trata con el antiterrorismo, hoy como en esa época inicial de las leyes canallas, es de mantener el monopolio estatal de la violencia, esto es, el monopolio de la violencia por parte de la clase dominante y caracterizar como violentas e ilegítimas todas las formas de acción política que se opongan a la dominación de esta. Hoy sabemos perfectamente que no sólo los actos de violencia política homicida, sino un sinfín de otros actos, e incluso de ideas se ven golpeados por unas normas antijurídicas y antidemocráticas. Una democracia que reconozca abiertamente el monopolio de la violencia a una clase y que sólo está al servicio de la dominación de esta, una democracia que no sea capaz de integrar en su seno el conflicto político y la lucha de clases, e ilegaliza el antagonismo, queda desnaturalizada y se convierte en un mero régimen policial. Eso lo sabían muy bien estos sindicalistas o socialistas revolucionarios de finales del XIX y principios del XX que, sin el más mínimo pudor, defendían con Émile Pouget en los primeros congresos de la CGT el sabotaje como arma de la lucha de clases y como instrumento de autovalorización de la fuerza de trabajo. El folleto El sabotaje de émile Pouget reconoce la legitimidad, frente a la explotación capitalista, de un instrumento de resistencia que hoy es unánimemente repudiado por el sindicalismo oficial. El sabotaje es la otra cara de la violencia patronal, pero también el calco de las prácticas de mercado desleales de los propios capitalistas que no dudan en adulterar sus productos para rebajar sus costes de producción y competir así en mejores condiciones con los otros capitalistas. La violencia y el fraude dominan los intercambios entre capitalistas así como la “libre compraventa” de fuerza de trabajo; con el sabotaje, la clase obrera se adapta sencillamente a ese entorno brutal. El moralismo y la legislación represiva de las clases dominantes y la colaboración de clase las direcciones sindicales reformistas contribuyeron a que estas prácticas se considerasen impropias de “trabajadores honrados”. Sin embargo, la reivindicación del sabotaje por la primera gran confederación sindical de Francia a lo largo de sus primeros congresos, junto a su lucha decidida contra las leyes de excepción, muestran que los socialistas revolucionarios de esta época no ignoraban una verdad fundamental de la política materialista, que conocemos desde Maquiavelo y Spinoza: que un régimen que criminaliza indiscriminadamente la violencia de quienes resisten a una dominación impuesta por la violencia destruye con ello la política, la libertad y la potencia común. ¡Cuán lejos estamos hoy de esa libertad y esa frescura!
Juan Domingo Sánchez Estop
Bruselas, febrero de 2012