Castigar antes de probar el delito era el métoto penal típico del antiguo régimen: primero se encerraba y torturaba al sospechoso, siendo la administración o fabricación de la prueba parte de la pena. La base de este método es bien simple: "el que la hace la paga" (en latín: "nullum crimen sine poena"). Para que no se escape nunca un posible culpable es necesario que la mera sospecha sea ya un grado de culpa punible.
La aplicación decisionista del principio de analogía en derecho penal tiene una genealogía histórica identificable, que en nuestro país remonta a las prácticas de la Suprema (Inquisición) de España así como una lógica sin grietas parecida a la de la paranoia.
Las sociedades democráticas han sustituido ese método por el garantismo penal, que exige que una prueba del delito preceda a la pena y que el propio delito esté precisamente definido en los códigos, prohibiéndose toda analogía en la interpretación de la norma. La máxima que inspira este derecho penal ilustrado es "nullum crimen, nulla poena, sine lege" (Ningún crimen, ninuna pena, sin ley).
La necesidad de construir un enemigo interior es intrínseca al régimen español actual desde sus comienzos africanistas. La violencia genocida de tipo colonial ejercida contra las clases populares españolas conceptuó a estas como un enemigo interno, calificándolas como "los Moros del Norte" (Gustau Nerín) o, como la Antiespaña. El crimen fundacional persiguió al régimen durante toda su existencia. En cierto modo lo sigue persiguiendo. Cuentan los historiadores que Franco quedó muy sorprendido e inquieto cuando conoció las ridículas proporciones de la violencia del otro bando en comparación con los centenares de miles de muertos que los suyos causaron. La duración de la guerra y la larguísima duración de la dictadura se explican en gran medida por el temor de sus dirigentes a perder el poder y tener que hacer frente a sus responsabilidades en la matanza.
La transición sin ruptura que puso fin al régimen se anunciaba a pesar de que mediaran ya dos generaciones entre el crimen originario y la propia transición, como problemática. Las dificultades de la operación en cuanto a memoria y reconciliación se refiere se salvaron "olvidando" los crímenes del sector del otro bando a cambio de que este aceptase olvidar los del franquismo. Todo muy precario y moralmente muy oportunista. El nuevo régimen tenía, a pesar de todo, que recuperar un enemigo interno para dar estabilidad a la joven democracia arraigada en el Estado que se fundó en las cunetas. ETA vino a solucionar el problema, sobre todo cuando en su huída hacia adelante empezó a asesinar a civiles inocentes. El régimen dejó de ser identificado con la violencia y el tiro en la nuca, porque unos descerebrados habían asumido esa sombría función, a escala mucho menor, pero en el presente inmediato.
Dentro de la economía simbólica del régimen se podía volver a construir una Antiespaña contra la cual era posible y necesario crear o mantener todo un arsenal de leyes de excepción. La joven democracia antiterrorista pudo continuar así en muchos de sus elementos la tradición autoritaria y el decisionismo judicial del régimen de Franco. El régimen de la transición se presentaba como enfrentado a un terrorismo despiadado; la nueva España democrática (aunque reconciliada en falso, sobre un olvido negociado) aparecía como un polo positivo opuesto a una banda de oscuros asesinos.
De este modo, el trauma fundacional del régimen logró desplazarse de tal modo que el partido de la violencia y la crueldad contra los civiles fuese otro, nacionalista periférico y de izquierdas. La desaparición de ETA volvió a poner en dificultad a un régimen al que esta siniestra organización prestara tan buenos y leales servicios. Sin embargo, la construcción del nuevo enemigo catalán no tardó en suceder al alto el fuego definitivo del grupo armado vasco. Es difícil no ver una estrategia de provocación permanente, a la que los catalanistas respondieron dócilmente en la medida en que les reportaba beneficios electorales y ocultaba temas desagradables como la corrupción, una estrategia que sigue un camino coherente desde el rechazo del Estatut por el Tribunal Constitucional a instancias del PP, hasta los últimos acontecimientos marcados por las diversas escenificaciones de ruptura vividas en el parlamento catalán y en la calle. El constante rechazo por parte del gobierno español de cualquier negociación con el nacionalismo catalán creció al independentismo dándole artificialmente la talla actual.
Falta para construir la necesaria figura de la Antiespaña sucesora de ETA la violencia armada, el terrorismo. Parece que los catalanes no se lo han puesto fácil al régimen con sus estrategias pacifistas. Sin embargo, la definición de la violencia nunca es objetiva: siempre depende de la decisión del régimen. Es violento o terrorista quien decida el soberano, no aquel cuya conducta reúna una serie de rasgos objetivos que puedan considerarse violentos. Vivimos hoy la reproducción en un nuevo contexto de un rasgo esencial del régimen español, hoy democrático, pero inevitablemente heredero de una forma particular de totalitarismo con características propias como la inhumana violencia colonial que le sirvió de fundamento. Una violencia mortífera contra amplios sectores de la población que no exisitió por ejemplo en regímenes como el fascismo italiano y que asemeja al régimen franquista a realidades marcadas por un megacidio o un genocidio inaugural como el estalinismo.
No será fácil salir de esta trampa que instala en el corazón de la democracia española un estado de excepción permanente y legitima supuestamente el rechazo de todo diálogo con el adversario político y el recorte sistemático de derechos y libertades. A pesar de la dificultad evidente que presentan estos restos del pasado para el despliegue de una democracia en España, es necesario y útil no pasarla por alto e intentar perfilar los grandes resortes de su mecanismo, si queremos llegar a desmontarla y fundar una democracia libre del "enemigo interior", una España que no tenga como otro necesario una Antiespaña.
La ignorancia es condición necesaria de todo saber. Quien cree no ser ignorante es aquel que pretende tener un saber inquebrantable que nada puede cuestionar. El que, a fuerza de afirmar que todos los cisnes son blancos, no puede ver los cisnes negros. Reconocer la propia ignorancia es mucho más útil que señalarla en los demás. Quien ve un objeto que no conoce cruzando el cielo y afirma que no sabe qué es hace un buen uso de su ignorancia, pues podrá indagar después de qué se trataba. Quien afirma con soltura y cierta soberbia que es "un OVNI", rodea su ignorancia de un halo de misterio, pero no por no reconocerla la ha superado. Quien ignora el modo en que se produce un fenómeno en la naturaleza puede elegir entre afirmar su ignorancia o decir que es un milagro, obra de la insondable voluntad de Dios o cualquier otra cosa que le permita encubrir su ignorancia. Y ello aun a costa de bloquear cualquier investigación racional de los fenómenos mediante un agujero de ignorancia elevado a la dignidad de "causa".
Si uno se atiene al sentido de las siglas, un ovni es algo que vuela y cuya naturaleza ignoramos, pero ese sentido hace tiempo que ha desaparecido tras un velo de mistificación creado por los que "saben" de esas cosas, los que poseen un saber oculto sobre los Ovnis, algunos de los cuales afirman que les ha sido revelado por los extraterrestres. Quien habla de ovnis no está refiriéndose a su propia ignorancia, como cualquiera puede hacerlo reconociendo simplemente que hay una infinidad de cosas en la tierra como en los cielos de las que no tiene ni idea. Una auténtica y genuina ignorancia sobre los ovnis o sobre cualquier objeto no identificado no supone nunca la revelación de un misterio, sino un simple reconocimiento de la opacidad del fenómeno. El saber sobre los ovnis, en cambio, solo puede tener la estructura de una revelación, como todo saber sobre lo que se presenta como de suyo oscuro.
La dialéctica, hija de la teología y la teodicea ha prestado importantes servicios a este bloqueo epistemológico siempre acompañado de bloqueos éticos y políticos. Quien habla desde la dialéctica -incluida, naturalmente la teoría de la construcción hegemónica, que es uno de los subproductos de la dialéctica- puede, como quien lo hace desde la voluntad de Dios, decir cualquier cosa, pues sus afirmaciones no suelen admitir falsación de ningún tipo. De ahí que alguien se crea muy sabio afirmando que "lo más revolucionario hoy en día es poner orden", enunciado que no tiene ningún sentido, pero encubre bien la ignorancia de quien la enuncia respecto del modo en que es posible transformar las actuales relaciones sociales. Es difícil conocerlo y confieso que yo mismo lo ignoro: lo único que está claro es que esto no se conseguirá a fuerza de mantener el orden, o de "poner orden", pues no todos los órdenes son iguales. Solo podrá hacerse investigando, no satisfaciéndose con palabras, pero esa investigación no deberá ser solo la de uno autoproclamado sabio, sino de muchos, de la multitud que algunos de lo alto de su ignorancia convertida en saber oscuro y de lo oscuro pretenden someter a los designios de un torvo Dios, interpretados por sus vates tristes. Quizá lo que defina de manera a la vez sencilla y eficaz al materialismo sea el reconocimiento por el materialista de su propia ignorancia, el rechazo de un saber organizado sobre la elevación de la ignorancia a la dignidad de causa. Un materialista no habla de OVNIS, ni de la voluntad de Dios, ni de los duendes, ni de las leyes de la dialéctica o las leyes históricas. Reconoce que un conocimiento nunca es una revelación, sino una producción, casi siempre laboriosa. Hay personas religiosas que son materialistas en este sentido y ateos profundamente supersticiosos.
Los manteros son la otra cara del neoliberalismo, el neoliberalismo "desde abajo", una economía popular "barroca" (Verónica Gago) con conexiones mundiales que permite vivir a mucha gente. Destruir la empresarialidad y la cooperación en que se basa esta otra cara del neoliberalismo es tan imposible para el régimen como admitirla.
El racismo es el dispositivo discursivo e institucional que gestiona, entre otras cosas, esta doble imposibilidad. El racismo no es, como suele pensarse, un prejuicio desfavorable basado en la raza. El racismo no tiene que ver con unos rasgos físicos determinados, sino con la selección de una parte de la población como exterminable. Lo primero es esa selección, la determinación de los rasgos viene después, y estos rasgos pueden ser físicos, pero no solo. Puede bastar un supuesto origen étnico o una confesión religiosa o incluso una afiliación política. En resumen, el racismo no es cuestión de razas preexistentes al propio racismo, sino que la raza es un producto del discurso y de la práctica racistas.
En régimen neoliberal, el racismo permite, delimitar los ilegalismos autorizando aquellos con los que se enriquecen los más ricos y tolerando represivamente (permitiendo o prohibiendo según las coyunturas) los ilegalismos que permiten vivir a los más pobres. El racismo no es cuestión de razas, sino una estrategia de mantenimiento de las vidas de diversos grupos de población (los más pobres, los inmigrantes, etc.) en condiciones de permanente precariedad. Esto representa para esos grupos un riesgo permanente para su subsistencia material e incluso un peligro real para sus propias vidas.
Con todo, la línea divisoria entre los dos grupos mencionados no es fija como afirma el discurso racista, sino móvil y porosa. Estamos todos sometidos a la misma evaluación minuciosa, cruel y constante como súbditos de un régimen generalizado de la deuda. La línea racial que separa el grupo de los que han de vivir de los que sobran y a los que se puede dejar morir o incluso matar impunemente se desplaza sin cesar. Nadie está a salvo.
El presente comentario se basa en el vídeo que acompaña al artículo del País titulado La intimidad de Felipe VI.
"La puissance des rois est fondée sur la raison et sur la folie du peuple, et bien plus sur la folie. La plus grande et importante chose du monde a pour fondement la faiblesse. Et ce fondement‑là est admirablement sûr, car il n’y a rien de plus [sûr] que cela que le peuple sera faible. Ce qui est fondé sur la saine raison est bien mal fondé, comme l’estime de la sagesse." Blaise Pascal
[El poder de los reyes está basado en la razón y en la locura del pueblo. La cosa más grande e importante del mundo tiene por fundamento la debilidad. Y este fundamento es admirablemente seguro, pues nada hay más seguro que la debilidad del pueblo. Lo que se funda en la sana razón está muy mal fundado, como lo está la estima de la sabiduría.]
Un vídeo que no tiene desperdicio. Toda una lección sobre el funcionamiento de la ideología y sobre la (re)producción artificial de ideología a través de la propaganda. Obsérvese que en la comida familiar la comida aparece en la mesa como por encanto. Nadie la sirve y, sin embargo, la comida aparece ante los comensales como en el cuento ruso del Mantel mágico. Sin embargo, la propaganda, al revés de los cuentos que intentan producir asombro, lo que intenta es producir un efecto de normalidad en condiciones excepcionales. Si apareciera alguien sirviendo, el efecto de normalidad que se quiere producir quedaría dañado: ya no estaríamos ante una familia que aparenta ser de clase media, sino ante una familia de la oligarquía que tiene servicio en la mesa familiar. También es interesante la conversación, perfectamente banal, en la que la función del jefe del Estado y de su esposa se presentan como un "trabajo" normal y las niñas aparecen como chicas "normales". Gente sencilla y campechana, cuando todos sabemos que se trata de personas con una función excepcional en la política y la sociedad. Sin duda, "vulgo" como todo el mundo según nos enseñan el sentido común y Maquiavelo, pero vulgo elevado por las relaciones sociales y políticas a una condición muy distinta de la de los demás ciudadanos
La utilidad de esta propaganda monárquica consiste en que permite unir dos momentos de legitimación de la institución: 1) el momento soberano en el que el alto cargo del padre pone a los personajes de esta singular familia en un rango supuestamente superior, incluso en una posición de trascendencia respecto del resto de la sociedad, y 2) el momento populista que nos presenta a estos mismos personajes como gente normal, gente como uno, sin que por ello pierdan los atributos de la soberanía. Ambos momentos se alimentan recíprocamente, oscilando en la calificación de estos personajes como "excepcionalmente sencillos" o como "sencillamente extraordinarios". De ahí la importancia de que estén a la vez presentes, aunque ocultos los detalles que delatan el estatuto especial de estas personas: el servicio en la mesa, como ya hemos visto, pero también el dispositivo de seguridad durante el trayecto en coche. Todo está destinado a naturalizar la doble cualidad soberana y humana de los personajes, poniendo entre paréntesis los dispositivos de producción y reproducción de su situación excepcional. Esta puesta entre paréntesis se realiza a medio y largo plazo omitiendo el origen histórico de la institución y su función política, pero también en lo cotidiano, invisibilizando las condiciones materiales que hacen posible su modo de vida.
La ideología se basa en la imaginación. Esta nos presenta la realidad como una serie de cosas aisladas separadas de sus condiciones de existencia. Las cosas que imaginamos nos aparecen como algo que es en sí, que tiene la consistencia de una sustancia y que puede considerarse al margen de las relaciones de causalidad que las hacen existir y actuar de una u otra manera. Este conocimiento que nos "presenta" las cosas bloqueando la posibilidad de conocerlas por sus causas y en sus condiciones de existencia es producido espontáneamente por la imaginación, reproducido socialmente por la ideología y "fabricado" artificialmente por la propaganda.
Este texto plantea un problema que es, por cierto, el que arrastra desde el principio la propia problemática filosófica del autor y de quienes se enmarcan en esta línea de una política basada en el Estado de derecho. El problema consiste en que, como siempre hizo la teoría del Estado y del derecho burguesa, para pensar el derecho los ecuaces de esta tendencia eliminan "todos los hechos" históricos, sociales, económicos, etc. Esto es muy útil para sostener la ficción de que el derecho se funda a sí mismo, cuya principal expresión -hay otras- es la idea del contrato social por la que un acto jurídico (un contrato) sirve de fundamento al derecho. Sabemos que, para Kant el derecho era el fin moral de la humanidad y que por ello mismo, había que ocultar cualquier origen "patológico" (esto es basado en las pasiones humanas históricas, sociales o de otro tipo) del orden jurídico plasmado en el Estado. Es preciso según Kant desterrrar y considerar ajeno a la humanidad a quien procure investigar el origen no jurídico del derecho.
Es mucho lo que está aquí en juego, en efecto, pues la mostración del origen violento, patológico, no jurídico del derecho, relativiza al propio derecho y cuestiona la legitimidad del soberano que ejerce su poder en nombre del derecho. Esto, en el caso del capitalismo, destruiría el efecto de invisibilización de la explotación, de la dominación política -y de la relación entre dominación y explotación- que producen el derecho y la autonomía de la esfera política. Estos últimos elementos resultan esenciales al orden capitalista, pues este solo funciona a partir de una ficción de igualdad jurídica que sirve de fundamento al mercado, ficción que la más mínima atención a los hechos destruye. Otros órdenes sociales y políticos pudieron afirmar la unidad de la explotación y de la dominación política, incluso pudieron justificar la primera por la segunda por considerar que el derecho a vivir del trabajo ajeno se basa en la superioridad de quien ejerce el mando. Esta lógica abiertamente clasista frecuente en la Antigüedad y la Edad Media así como en los resquicios feudales y caciquiles de nuestras sociedades, es incompatible con el funcionamiento de una economía basada en el mercado generalizado, esto es en el intercambio entre iguales. En una sociedad capitalista la dominación social y política está asociada a la explotación -existen claese y lucha de clases- pero este vínculo de dominación y explotación que no deja de ser fundamental, no tiene que resultar visible. Lo mismo ocurre con oros elementos de violencia como la dominación de género o el racismo o la dominación de un grupo nacional sobre otro.
El caso catalán es difícil de resolver en un marco exclusivamente jurídico, pues la delimitación del demos que tiene la capacidad de decisión es precisamente el objeto del litigio entre las partes. El problema no es el derecho a decidir, sino el sujeto que tiene que decidir: ¿el pueblo español o el catalán? Lo que lleva a decir a muchos cuñados -todo cuñado es un positivista jurídico que se ignora- que "yo también tengo derecho a decidir sobre lo que pase con Cataluña". El problema es que eso es precisamente lo que hay que demostrar, y aquí la demostración no es lógica ni jurídica, no se obtiene por simple subsunción de una norma bajo otra de rango superior, sino enteramente práctica y política.
Una democracia, como cualquier Estado no tiene su origen ni su fundamento en el derecho, sino en hechos históricos y sociales que no se expresan en el ámbito del derecho. En el caso presente, tenemos un conflicto de derechos como bien señala Carlos Fernandez Liria, pero un conflicto de derechos, según la tradición del pensamiento político es un regreso al estado de naturaleza, no de uno de los actores -como pretende Rajoy- sino de todos ellos. Si no reconozco una ley común a mí y a otros sujetos, sencillamente estoy en estado de guerra con ellos. Esta situación tiene difícil acomodo en un marco teórico que no reconoce un origen extrajurídico al derecho, pues habría que pensar un imposible: ¿cómo hacer nacer el derecho del estado de naturaleza, de las simples correlaciones de fuerzas? Dice el autor del artículo que hay que "inventar" un marco jurídico que permita cambiar el marco jurídico actual, pero olvida que ese marco jurídico ya no puede derivarse del actual y está en conflicto con él, con lo cual la ley no se cambia mediante la ley y, como recordaba Marx en uno de sus momentos maquiavelianos: "a derecho igual decide la fuerza". La fuerza no quiere decir solo la violencia, aunque no la descarte: lo que aquí se excluye es que esta decisión pueda derivar de un ordenamiento jurídico que se fundamenta en la ignorancia deliberada de este tipo de cuestiones históricas, sociales y políticas.