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jueves, 11 de febrero de 2010

Sobre profecías económicas y oráculos neoliberales (recordando un texto de Marx)



La única parte de la llamada riqueza nacional que realmente entra en la posesión colectiva de los pueblos modernos es... su deuda pública . (Karl Marx)
"En cuanto a los que hacen falsas predicciones, por mucho que las hayan hecho en nombre de Dios, o los que hayan predicado falsos dioses, auque hayan hecho auténticos milagros, Moisés declara que son falsos profetas y merecen la muerte." (Spinoza, Tratado teológico-político, XV)

Creo que, después de la actual tragicomedia, a la socialdemocracia de Papandreu o de Zapatero sólo les queda el descrédito o la impotencia. Tal vez los dos. El margen de maniobra que permitía a la socialdemocracia arbitrar en el reparto de la renta y valorizar pasivamente la fuerza de trabajo se ha acabado. Con él también se ha acabado la posibilidad de una democracia con algún contenido, pues las democracias europea y norteamericana jugaban precisamente con ese margen (mediante políticas sociales o burbujas de deuda neoliberales). Ese margen hoy no existe: los mercados lo han invadido. Cuando un poder extralegal dice al supuesto soberano lo que debe hacer, éste poder es el auténtico soberano. En nuestra tragicomedia este poder habla por boca de los mercados y de sus oráculos (los economistas). No importa que los oráculos mientan con descaro: su mentira es la verdad que expresa el inconsciente del régimen, lo que el propio régimen "no sabe que sabe". De hecho, como en el 1984 de Orwell siempre pueden cambiar retrospectivamente las previsiones del plan. Así, durante más de un año han estado anunciando el surgimiento de "brotes verdes" anunciadores del fin de la crisis, para afirmar ahora que la única salida de la crisis -ahora agravada- consiste en la adopción de un paquete de medidas antisociales que, por añadidura, sólo pueden originar una recesión aún mayor, si no una auténtica depresión de la economía.

Hubo primero que salvar los bancos provocando un endeudamiento gigantesco de las haciendas públicas. Ahora que los bancos están a salvo, ellos mismos, junto con los demás agentes financieros, apuestan a la bancarrota fiscal de los Estados que se endeudaron para salvarlos, provocando un brutal aumento de los tipos de interés de la deuda pública de los países ya más endeudados. Los representantes políticos países del euro o de la UE hoy amenazados por esta nueva ofensiva han decidido, para salir del atolladero liquidar sus políticas sociales y, ya que no pueden devaluar su moneda, devaluar la fuerza de trabajo. De este modo, tienen la seguridad de reducir sus gastos públicos a corto plazo y de poder arrojar carnaza a los tiburones de la finanza. Pero esta solución no es ni siquiera viable. Las declaraciones "patrióticas" de necios como José Bono, que afirma que ""Es un momento de sangre, sudor y lágrimas para el pueblo español" o que "Es la hora de que gane España, aunque perdamos las elecciones" no engañan más que a quien quiera engañarse.

En la actualidad, el capital financiero como expresión directamente política de la relación capital en un régimen de acumulación donde el propio capital ha dejado de ser productivo, es el medio por excelencia de la expropiación de los comunes. La liquidación de las políticas sociales y la privatización programada de los servicios públicos constituyen una aplicación de métodos coloniales de expropiación en las propias metrópolis capitalistas. Como ya no existen nuevas colonias por conquistar y las que se intentan dominar por la fuerza -Iraq, Afganistán- parecen resistirse a la esclavitud, el capital tiene que buscar nuevas fuentes de beneficio en sus propias metrópolis: se trata de los bienes comunes representados por el Estado social y los servicios públicos, el recurso productivo común que es la inteligencia colectiva, que se pretende someter a las patentes, la propia vida y los estilos de vida de los individuos y grupos que son hoy objeto de una brutal apropiación mercantil.

Hasta hace unos meses se hablaba de una refundación del capitalismo. Se trataba de poner a este régimen límites éticos y sociales para evitar su autodestrucción. Esa refundación tenía que ver con la que se conoció en los años 30 y que teorizó Polanyi en La gran transformación. En aquel momento, se trataba de evitar la implosión de un sistema de capitalismo desregulado que ya había provocado una guerra mundial, seguida de la Revolución rusa y de la crisis del 29. Las políticas keynesianas y fordistas -y sus variantes fascista y nacionalsocialista- evitaron el hundimiento y permitieron contener la ola revolucionaria que amenazaba expandirse desde Rusia.

Hoy no se intenta ni siquiera aplicar seriamente estas medidas, no porque el capitalismo no desee salvarse, sino porque ya no puede hacerlo así. Cuando la producción material está dejando de ser la fuente principal de beneficio para el capital, cuando esta misma producción, incluso bajo formas jurídicas capitalistas, tiene que recurrir a la cooperación directa de los trabajadores y a formas difusas de trabajo social remunerado o no remunerado, el beneficio capitalista ha dejado de proceder de la producción. Inicialmente el capitalismo se distinguía del feudalismo y de los regímenes sociales de producción anteriores por el hecho de que la extracción de plusvalía, que se realizaba en los anteriores regímenes desde el exterior del proceso productivo (tributos, diezmos etc.), tenía lugar ahora dentro del propio proceso de producción, como extracción de plusvalía.

Hoy, a pesar del mantenimiento - a veces mediante formas brutales: guerra, leyes de excepción etc.- de las formas jurídicas correspondientes a las fases iniciales del capitalismo, la realidad de la producción ha cambiado. Hoy, al igual que en otras fases de acumulación originaria, los mecanismos de la deuda pública y de la renta financiera son dominantes. El capitalismo, en cierto modo, se ha feudalizado: ya no extrae fundamentalmente plusvalía a través de la producción, sino mediante los circuitos financieros. Aquí, ya sólo se puede dejar la palabra a Marx, quien pudo con su enorme lucidez describir lo que estamos viviendo hoy refiriéndose no a la fase -ojalá terminal- del capital que hoy vivimos, sino a sus oscuros comienzos en los que deuda pública, la explotación colonial, la expropiación y proleterización consiguiente de los trabajadores de las metrópolis y el desarrollo de los circuitos e instrumentos financieros consiguieron que el dinero generase más dinero sin pasar por un proceso de producción controlado por el capital. En el capítulo sobre la acumulación originaria del libro primero del Capital, afirma, pues, Marx lo siguiente:

"Los diversos factores de la acumulación originaria se distribuyen ahora, en una secuencia más o menos cronológica, principalmente entre España, Portugal, Holanda, Francia e Inglaterra. En Inglaterra, a fines del siglo XVII, se combinan sistemáticamente en el sistema colonial, en el de la deuda pública, en el moderno sistema impositivo y el sistema proteccionista. Estos métodos, como por ejemplo el sistema colonial, se fundan en parte sobre la violencia más brutal. Pero todos ellos recurren al poder del estado, a la violencia organizada y concentrada de la sociedad, para fomentar como en un invernadero el proceso de transformación del modo de producción feudal en modo de producción capitalista y para abreviar las transiciones. La violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva. Ella misma es una potencia económica."

y prosigue:

"El sistema del crédito público, esto es, de la deuda del estado, cuyos orígenes los descubrimos en Génova y Venecia ya en la Edad Media, tomó posesión de toda Europa durante el período manufacturero. El sistema colonial, con su comercio marítimo y sus guerras comerciales, le sirvió de invernadero. Así, echó raíces por primera vez en Holanda. La deuda pública o, en otros términos, la enajenación del estado sea éste despótico, constitucional o republicano deja su impronta en la era capitalista. La única parte de la llamada riqueza nacional que realmente entra en la posesión colectiva de los pueblos modernos es... su deuda pública . De ahí que sea cabalmente coherente la doctrina moderna según la cual un pueblo es tanto más rico cuanto más se endeuda. El crédito público se convierte en el credo del capital. Y al surgir el endeudamiento del estado, el pecado contra el Espíritu Santo, para el que no hay perdón alguno, deja su lugar a la falta de confianza en la deuda pública.

"La deuda pública se convierte en una de las palancas más efectivas de la acumulación originaria. Como con un toque de varita mágica, infunde virtud generadora al dinero improductivo y lo transforma en capital, sin que para ello el mismo tenga que exponerse necesariamente a las molestias y riesgos inseparables de la inversión industrial e incluso de la usuraria. En realidad, los acreedores del estado no dan nada, pues la suma prestada se convierte en títulos de deuda, fácilmente transferibles, que en sus manos continúan funcionando como si fueran la misma suma de dinero en efectivo. Pero aun prescindiendo de la clase de rentistas ociosos así creada y de la riqueza improvisada de los financistas que desempeñan el papel de intermediarios entre el gobierno y la nación como también de la súbita fortuna de arrendadores de contribuciones, comerciantes y fabricantes privados para los cuales una buena tajada de todo empréstito estatal les sirve como un capital llovido del cielo , la deuda pública ha dado impulso a las sociedades por acciones, al comercio de toda suerte de papeles negociables, al agio, en una palabra, al juego de la bolsa y a la moderna bancocracia.

"Desde su origen, los grandes bancos, engalanados con rótulos nacionales, no eran otra cosa que sociedades de especuladores privados que se establecían a la vera de los gobiernos y estaban en condiciones, gracias a los privilegios obtenidos, de prestarles dinero. Por eso la acumulación de la deuda pública no tiene indicador más infalible que el alza sucesiva de las acciones de estos bancos, cuyo desenvolvimiento pleno data de la fundación del Banco de Inglaterra (1694). El Banco de Inglaterra comenzó por prestar su dinero al gobierno a un 8 % de interés, al propio tiempo, el parlamento lo autorizó a acuñar dinero con el mismo capital, volviendo a prestarlo al público bajo la forma de billetes de banco. Con estos billetes podía descontar letras, hacer préstamos sobre mercancías y adquirir metales preciosos. No pasó mucho tiempo antes que este dinero de crédito, fabricado por el propio banco, se convirtiera en la moneda con que el Banco de Inglaterra efectuaba empréstitos al estado y pagaba, por cuenta de éste, los intereses de la deuda pública. No bastaba que diera con una mano para recibir más con la otra; el banco, mientras recibía, seguía siendo acreedor perpetuo de la nación hasta el último penique entregado. Paulatiamente fue convirtiéndose en el receptáculo insustituible de los tesoros metálicos del país y en el centro de gravitación de todo el crédito comercial. Por la misma época en que Inglaterra dejó de quemar brujas, comenzó a colgar a los falsificadores de billetes de banco. En las obras de esa época, por ejemplo en las de Bolingbroke, puede apreciarse claramente el efecto que produjo en los contemporáneos la aparición súbita de esa laya de bancócratas, financistas, rentistas, corredores, stock-jobbers [bolsistas] y tiburones de la bolsa [...]

William Cobbett observa que en Inglaterra a todas las instituciones públicas se las denomina "reales", pero que, a modo de compensación, existe la deuda "nacional" (national debt)."

Marx no llegó a escribir el volumen sobre el Estado que figuraba en el plan incial del Capital. Sin embargo, vemos en un texto como este qué tipo de relación guarda el Estado moderno con la acumulación de capital y en otros pasajes de la misma obra podemos comprobar la función de reproducción que desempeña el Estado respecto de la relaciones capitalistas. Cualquier intento de recurrir al Estado como medio para poner freno al Capital podrá, en el mejor de los casos tener efectos limitados, cuando no francamente reaccionarios. Estado y poder financiero se encuentran íntimamente unidos en su principio mismo por su carácter representativo. Como sostiene el jurista francés Marcel Hauriou (de quien afirmaba Pasukanis que era uno de los pocos teóricos burgueses del derecho que no decía tonterías):

"Existe entre el régimen de Estado y el régimen de la finanza la caraterística común de que ambos reposan sobre elementos representativos más que reales, el Estado sobre la concepción de la cosa pública, la finanza sobre el crédito.
Estas afinidades no son meras aproximaciones de ideas. Hemos visto que el Estado es un equilibrio móvil, muy delicado, en constante progreso; hace falta que haya en él una organización económica flexible y móvil como la de la roiqueza mobiliaria. Por otra parte, por mucho que sean móviles, las estabilidades que garantiza el Estado tienen un valor de creencia máxima y son las que desarrollan el crédito necesario al régimen capitalista."

Finanza y Estado se encuentran hoy de nuevo mano a mano como los dos polos principales del capitalismo, una vez que este ya no es capaz de organizar la producción. El Estado reposa en las "predicciones" de los nuevos augures de la finanza y estos mantienen al Estado como instrumento de garantía de sus rentas. Ambos viven del crédito: de la representación política, basada en la creencia en u todo nacional que hoy ilustran con pasión los tribunos de la izquierda, del centro y de la derecha del a derecha, y de la "confianza de los mercados". Ambos son falsos profetas, tramposos, pues determinan ellos mismos las condiciones de cumplimiento de sus propias profecías. La única solución a este problema de los falsos profetas la encontraron los antiguos judíos, quienes, para acreditar la profecía condenaban sistemáticamente a muerte a los falsos profetas. Esto hacía, mediante un método espistemológicamente mucho más fiable, que la profecía fuese siempre auténtica. Unos popperianos algo sanguinarios con criterios de "falsation" eficaces y radicales. No sólo se descarta la proposición que resulta falsa, sino que se "falsa" a su propio autor. Tal vez hubiera que aprender de los antiguos hebreos.


miércoles, 15 de octubre de 2008

El mito del capitalismo productivo y de la rapiña financiera

John Brown

http://iohannesmaurus.blogspot.com/






"Was ist der Einbruch in eine Bank gegen die Gründung einer Bank?"(¿Qué es asaltar un banco en comparación con fundar un banco?")

Bertolt Brecht, Die Dreigroschenoper/La ópera de perra gorda)



La crisis financiera actual ha logrado crear extraños consensos entre la derecha y la izquierda; consensos que revelan más que otra cosa la incapacidad por parte de la izquierda mayoritaria de vislumbrar una salida del capitalismo. Era realmente asombroso ver un día cómo IU llamaba a nacionalizar la banca y ver al otro día a Bush y Sarkozy nacionalizarla al menos en parte. Los ministros del Eurogrupo (grupo de países de la zona euro) llamaban también a la toma pública de participaciones en el capital de los grandes bancos y, con algo más de timidez, a lanzar inversiones en infraestructuras de interés público. Se trata con la máxima urgencia de evitar lo peor y para ello se espera que el sacrificio de grandes cantidades de dinero público en los agujeros negros de la finanza permita restablecer la confianza y el crédito. El capitalismo y la economía son cuestión de fe.

Dentro de esta vorágine está despuntando de nuevo uno de los viejos tópicos comunes a los populismos de izquierda y de derecha: la idea de una economía -capitalista- real opuesta a una esfera financiera enteramente virtual. A esta distinción se añade una valoración: la economía real sería virtuosa, pues estaría basada en el esfuerzo y respondería a necesidades reales, mientras que la economía financiera sería una Sodoma de vicio y corrupción. Este moralismo se vé reflejado en la prensa que se escandaliza de los 440.000 dólares que se gastaron en una fiesta los directivos de AIG, empresa de seguros recientemente intervenida por el Estado norteamericano, o los de Fortis, el banco franco-belga, que tras una buena inyección de dinero público que lo salvó de la quiebra, celebraron el salvamento en un hotel de Mónaco gastando en ello unos cuantos centenares de miles de euros. A esto se añade también el escándalo que producen los elevados sueldos de los directivos de entidades financieras o los paracaídas que se han autoasignado en caso de quiebra. Ciertamente son casos de abuso, al menos desde un punto de vista moral, pero hay que tener cuidado cuando del capitalismo se trata con moralizar demasiado. Lo recordaba hace unos 70 años Mackie Messer, Mackie "Navaja", el gángster y rey de los mendigos de la Ópera de perra gorda de Brecht que exclamaba indignado ante quien le reprochara sus crímenes: "¡Qué es asaltar un banco en comparación con fundar un banco!"

El problema del capitalismo no es la transgresión de sus propias normas morales o jurídicas -transgresión que es perfectamente posible e incluso frecuente- sino el funcionamiento normal de un sistema basado en la expropiación y la explotación del trabajador individual y colectivo. La rapiña normal respetuosa de las leyes, del Estado de derecho y aun de los derechos humanos es un fenómeno mucho menos llamativo que los excesos de los sátrapas de la finanza, pero es infinitamente más grave. Por eso pretenden que desvíemos la mirada de ella para atender a la prédica moral de todos aquellos que hasta anteayer contribuyeron a desdibujar los límites entre capitalismo legal y delincuencia organizada. Y es que la gravedad de la situación "normal" estriba en el hecho de que el capitalismo obligatorio, impuesto no por el mercado, sino poir el Estado, impide a los presuntos "ciudadanos" de nuestras democracias decidir democráticamente qué y cuánto producen nuestras sociedades y cómo lo hacen. Tampoco, por mucho que Friedman y Hayek hablen del mercado como la más excelsa democracia -tan excelsa que es compatible con el régimen del general Pinochet- puede el libre ciudadano de nuestros regímenes decidir qué consume, limitado como está a elegir dentro de la gigantesca y repetitiva oferta de unos mercados tan tóxicos como los activos financieros con qué se va a envenenar hoy o qué inútil artefacto comprará para sobrevivir a la soledad y el aburrimiento. Todo bajo el influjo de una propaganda constante y más omnipresente aún que en los más acreditados totalitarismos. Y es que los famosos totalitarismos no son sino desarrollos caricaturales de esta "normalidad": Goebbels, como sabemos, fue un admirador y discípulo de Bernays, el padre de la propaganda moderna.

La explotación, la sumisión de la fuerza de trabajo, de la capacidad física, intelectual y afectiva de los seres humanos a un mando ajeno que se apropia la riqueza producida aparece también como algo normal. Las palabras y las instituciones jurídicas y morales encubren la realidad; una realidad, la del trabajo libre y dependiente que los clásicos del pensamiento jurídico de los albores del capitalismo y el Estado moderno como Hugo Grocio consideraban una esclavitud temporal. Tras siglos de manipulación, moralismo y propaganda, lo que aparecía a todas luces como un sistema despótico se nos ha presentado como el paradigma de la libertad.

La explotación es la esencia del capitalismo: en él no hay producción de valor sin extracción de plusvalor. La producción capitalista se presenta a sí misma como el proceso en que el riesgo de los personajes austeros que han acumulado riqueza, se combina con el noble sudor de los seres más sencillos que no lo han podido hacer, dando como fruto mercancías que se destinan a satisfacer las necesidades de todos. Nada más idílico que el "capital productivo": basta para entrar en este paraíso cerrar los ojos a la expropiación y la explotación de los trabajadores.

El capital financiero tiene, frente al productivo, bastante mala fama. En su momento fue el objetivo soñado del "socialismo de los imbéciles", cuya máxima expresión es, según nos enseña Bebel, el antisemitismo. La idea de que todo el mal del capitalismo está en la finanza o en sus vectores judíos o gentiles ha sido sumamente popular entre la izquierda -Marx incluso llegó a coquetear con ella en La cuestión judía- y entre la extrema derecha procedente de la izquierda (Boulanger, Drumont etc.).

La crítica del capital financiero corre pareja con el enaltecimiento del trabajo como valor, como valor moral en el sentido en que, jugando con las palabras de Marx, habla Sarkozy de "retorno al valor trabajo". La exaltación del trabajo como valor es obrerismo y populismo. Obrerismo y crítica de la finanza desvían la atención de la explotación para centrarla en los "abusos" del capital financiero. Son así importantes baluartes del sistema en tiempos de crisis, pues el obrerismo y el populismo hacen que el trabajador explotado persevere en su esencia de explotado creando al mismo tiempo la ilusión de un "sujeto revolucionario" sociológica u antropológicamente determinado mientras, por otro lado, también se genera la imagen no menos ilusoria de un capitalismo financiero inmoral e improductivo gestionado por parásitos que también son objeto de identificaciones sociológicas u antropológicas como la históricamente operada con "el judío" por los famosos "imbéciles" del socialismo.


No es que el capital financiero sea tampoco bondadoso, lo que no es es separable de la relación social denominada "capital." Relación que se expresa según Marx en dos fórmulas: una fórmula productiva en la que el dinero se intercambia por mercancías y estas por más dinero (D-M-D') y una fórmula financiera en la que el dinero se intercambia en determinadas circunstacias por más dinero y que no es sino la abreviación de la primera, pasando por alto la fase de producción de mercancías. Naturalmente, la segunda no existe sin la primera, pues el valor sólo se genera en la producción. Pero tampoco existe la primera sin la segunda, a partir de cierto grado de división social del trabajo: el dinero y el crédito son tanto el motor como el resultado de la división social del trabajo.

Lo que hace el capital financiero es liberar al capital de las limitaciones de tiempo y de espacio, ya se concrete en un préstamo de caja a una PYME o en un contrato de futuros. La fase actual del capitalismo, el neoliberalismo, que tal vez esté llegando a su fin, se caracteriza por la hegemonía del capital financiero, motor y resultado de la globalización. Este capital financiero es el que ha convertido al Asia oriental y sobre todo a China en la nueva fábrica del mundo, el que ha extendido internet por todo el planeta. Ha contribuido así a mantener en Occidente, con salarios prácticamente congelados -en valor constante- desde los años 70, unos niveles de consumo elevados gracias a las importaciones de la periferia industrializada y a las deslocalizaciones totales o parciales de la producción.





Lo que ha hecho el capital financiero es darle alas a la explotación para poder así mejor mantenerla en Europa y Estados Unidos. Si a esa explotación, dentro del capitalismo, se le cortan las alas, no por ello desaparecerá la explotación capitalista en ningún lugar. Quien piense por lo demás que lo que están haciendo hoy los gobiernos de norteamérica y de los países europeos tiene que ver con un auténtico control democrático del capital financiero se equivoca. Más se equivoca aún quien considere que estamos ante el fin del capitalismo. Con una izquierda incapaz de atacar el corazón del sistema y que sólo persigue fantasmas generados por el régimen del capital como el del "capitalismo financiero despiadado" y el del especulador ávido y corrupto, el fin del capitalismo está aún lejos de nosotros. Para acabar con la bestia es necesario abrirle las entrañas donde descubriremos que lo que la hace vivir es la posibilidad de que exista, en nombre de la libertad, expropiación y compraventa de la fuerza de trabajo. Sostenían Marx y Engels que el comunismo, además de presuponer la dictadura del proletariado, esto es la "conquista de la democracia", implicaba la "supresión del trabajo" (Die Beseitigung der Arbeit). Dado que "trabajo" es para Marx utilización de la mercancía fuerza de trabajo en el proceso de producción, supresión del trabajo no quiere decir fin de la producción, sino de la existencia de la fuerza de trabajo como mercancía. Como vemos, es algo que va mucho más allá de sumarse al coro de los que claman contra la inmoralidad de la finanza, pues implica elevarse también contra la moralidad de la explotación.