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lunes, 6 de junio de 2016

Una casa sin ventanas

(Notas sobre el artículo de Germán Cano ¿Construyendo la casa por o con el tejado? Podemos y (algunos de) sus críticos, publicado en Ctxt el 1.06.2016

Un texto interesante de German Cano, pero que sigue sin plantearse la necesidad de pensar una sociedad que no sea más que una comunión de conciencias que dan significado a la realidad. Esa hipótesis del más allá de la conciencia, presupuesto de cualquier materialismo, es desechada con cierta soltura poco responsable. Una soltura y un desenfado que evitan plantear el debate filosófico subyacente y se limitan a descalificar perezosamente la posición distinta. Cabe recordar que algunos nunca hemos defendido una política basada en la verdad, sino una política capaz de movilizar la imaginación y las pasiones alegres, una política capaz de generar nociones comunes y racionalidad, pero que no toma como punto de partida ninguna racionalidad previa, como ha hecho tradicionalmente la izquierda y como persiste en hacer cierto teoricismo del discurso de raíz laclausiana. 

Este teoricismo discursivo iguala en muchos casos el dogmatismo de la peor izquierda, cuando de lo que se trata es de salir de la izquierda, de liberarse de la pesada losa de una política hecha por "los amos del discurso". Saben perfectamente Germán Cano y los demás "reponsables de discurso" de la actual mayoría de Podemos que a esa logocracia que asoló el pensamiento de la izquierda, la identifica Lacan con el "discurso de la universidad" que pone el saber en la posición del amo. Obviamente, en la teoría del discurso existe en posición de dominio un supuesto saber sobre el discurso y la hegemonía que poco tiene que envidiar al saber sobre la determinación económica de la historia y la política que presumían tener los dirigentes de la IIIa Internacional. El reduccionismo y el determinismo discursivo es un legítimo heredero de otros reduccionismos que se quieren evitar, e intentando superar un marxismo que se ha entendido mal y poco, se incurre en los peores desvaríos de sus avatares monstruosos. 

Incluso los análisis históricos basados en la hipótesis laclausiana resultan poco satisfactorios. Por tomar un ejemplo proporcionado por Cano, la vuelta al obrerismo de los mineros británicos fue ciertamente una catástrofe, pero lo fue por sus excesos ideológicos obreristas y no por su proximidad teórica, política y afectiva a la lucha de clases. La izquierda sindical y política británica dio en la huelga minera una última batalla que ya estaba perdida de antemano, pues por motivos de tradición ideológica y organizativa no logró entroncar con el giro cultural que estaba produciendo el neoliberalismo, un giro cultural que tiene que ver directamente con una nueva composición de clase del proletariado británico y europeo, la cual entronca a su vez con un rechazo del fordismo y de la disciplina de fábrica que no fue comprendido y recogido por una izquierda presa de un discurso socialista y estatalista, sino por las distintas vertientes del neoliberalismo (no solo Thatcher) que sí supieron captar un ansia de libertad más allá de la disciplina de fábrica y del Estado. Desgraciadamente, el 68, fecha clave de ese movimiento de rechazo del trabajo fordista solo pudo sobrevivir políticamente en el espacio italiano hasta ser, incluso allí, desviado y parcialmente desvirtuado por las derivas insurreccionalistas, para luego ser aplastado por la represión y el estado de emergencia antiterrorista. En otros espacios, la socialdemocracia y el estalinismo lograron enterrarlo rápidamente, de modo que pudo ser recuperado parte de su impulso por la recomposición neoliberal del mando capitalista. 

No es que entre el 68 y el afianzamiento del neoliberalismo en los 80 no se encontrara un agente político como los que se han atribuido la exclusiva del discurso en Podemos para dar una guerra cultural al margen de la lucha de clases, sino que era imposible pensar y simbolizar la lucha de clases real, la del nuevo trabajador postfordista en los marcos culturales de la izquierda británica o de las restantes izquierdas europeas, como es también imposible no solo pensarla, sino ni siquiera planteársela como problema en el marco discursivo de los hasta ahora intelectualmente solitarios hacedores de discurso de Podemos. Por último, y a modo de conclusión muy provisional, la propia incapacidad de debatir sobre las cuestiones planteadas muestra la vulnerabilidad de ese discurso oficial a las críticas de Popper: cuando no existe un exterior a la ideología y a la conciencia, es sencillamente imposible refutar ninguna proposición teórica y ninguna tesis política, pues todo se consume en la circularidad. La diferencia entre imaginación y razón, entre ideología y ciencia sigue siendo, mal que pese a algunos perfectamente pertinente, por mucho que haya que liberarse de la logocracia del "socialismo científico" y de otras logocracias que pretenden oponerse a esa tradición. Se puede construir la casa por el tejado, pero una casa sin cuerpo carece de espacio para colocar las ventanas.

martes, 31 de mayo de 2016

Por qué no soy laclausiano






(Artículo publicado en el blog Contraparte del diario Público)

"Para convertirse en el concepto de causalidad estructural, el concepto de la existencia de la causa en su efecto se debe determinar y especificar de manera definida, a fin de dar cuenta del hecho de que esa causa es una estructura (y no otra cosa) y no una ousia en el sentido aristotélico, o un subjectum matemático en el sentido leibiniziano." Louis Althusser, Conversación con el padre Breton sobre Spinoza, 16 de junio de 1967)


El artículo de Adriá Porta Caballé y Luis Jiménez titulado Discurso,política y transversalidad que publicó el 18 de mayo Ctxt, tiene varias virtudes : en primer lugar su tono es mesurado y hasta amable, en segundo lugar pretende iniciar un debate teórico sobre cuestiones decisivas de la política y la filosofía. Contrasta por consiguiente con una práctica común de los ideólogos -hasta hace bien poco oficiales- de Podemos consistente en responder a las críticas teóricas o políticas de sus planteamientos con el silencio o con argumentos ad hominem. Afortunadamente, el silencio al menos se ha roto y alegra comprobar que existe una capacidad moral e intelectual de respuesta a las críticas. Esto es un gran paso adelante, sin duda. Mayor aún lo sería si la respuesta a intervenciones críticas se centrase en el contenido de las críticas formuladas sin necesidad de repetir los fundamentos de una doctrina laclausiana cuyos textos muchos habíamos leído años antes de que existiese Podemos. Si algunos rechazamos algunas tesis fundamentales de Laclau no es porque las ignoremos y conociéndolas por fin gracias a las explicaciones de los discípulos fuéramos a aceptarlas como una verdad evidente e indiscutible. Se observa a lo largo del artículo así como en otros textos e intervenciones de la misma escuela cierta fascinación con las tesis de Laclau, una fascinación que tiene que ver con la idea implícita de que « El laclausismo es invencible porque con él se cosechan votos ». Se hace así una interpretación del fenómeno Podemos en los términos de la encarnación de una verdad : si para los comunistas de la Tercera Internacional, el marxismo se había encarnado en la URSS, para nuestros autores el verbo laclausiano se habría hecho carne en Podemos y en su rápido ascenso electoral. Por este motivo también, identifican las críticas a sus planteamientos teóricos y estratégicos no como críticas a una posición teórica y estratégica dentro de Podemos, sino como « críticas a Podemos », ignorando así la diversidad interna de una organización, que solo pudo parecer ideológicamente monolítica por la sistemática exclusión de todo debate público.

La « otra historia » de Podemos

El éxito de Podemos se convierte así en criterio de verdad, lo cual nos obliga a cuestionar dos cosas : el alcance de ese famoso « éxito » y la relación entre la doctrina laclausiana-errejoniana con ese éxito. Muy probablemente sea necesario redimensionar estos dos aspectos, pues el éxito de Podemos solo se ha manifestado hasta ahora en espacios de confluencia plural como el de las elecciones municipales o las elecciones legislativas de diciembre. Obviamente, Podemos por sí solo no tiene fuerza suficiente para impulsar ningún proceso real de transformación sin contar con las diversas fuerzas que determinaron hace un año el éxito en las municipales de las candidaturas « del cambio ». Por lo demás, ni esas candidaturas, ni el propio Podemos habrían sido ni tan siquiera posibles sin un acontecimiento tan ajeno a la gramática del populismo laclausiano como fue el 15M, fenómeno caracterizado por la falta de liderazgos, el rechazo explícito de la representación, la enorme pluralidad interna y la relativa indefinición discursiva. Nada que ver con una « máquina de guerra electoral » ni con la repetición de consignas elaboradas por un equipo de comunicación ni con la ausencia de debates públicos. El 15M, por mucho que ciertos « responsables de discurso » de Podemos se empeñen en verlo así, no fue tanto una expresión de dolores como, sobre todo, una gran expresión de alegría, un gran momento de cooperación libre de mucha gente que resultó bastante bien organizada y produjo enormes efectos de desestabilización del régimen español.

No es que el 15M se baste a sí mismo, ni que Podemos no haya sido necesario. Podemos vino a posibilitar una indispensable intervención en el ámbito de la representación política de ese mismo sector que, en el 15M rechazaba la representación. Sin Podemos, el 15M, cuyo papel de creación de redes de cooperación es fundamental, no habría tenido ninguna posibilidad seria de propulsar un cambio político. Significa esto que el 15M no era una realidad política de pleno derecho y que solo Podemos ha venido a « dar sentido » a los « dolores » allí expresados ? No parece plausible. Una operación de comunicación política como la de Podemos no podría haber funcionado sin la televisión y demás medios, pero Podemos solo pudo llegar a los medios a partir de un tejido de redes ya elaboradas en la práctica el 15M, la PAH o las mareas. Este dispositivo, plenamente político en cuanto se oponía a actos del poder y se manifestaba como resistencia autoorganizada a la crisis y como propuesta programática, no esperó a que un aparato de comunicación política lo creara mediante la supuesta taumaturgia del discurso. Estaba ya allí y se integró con otros elementos, bastante diversos, para generar ese fenómeno complejo y fuertemente aleatorio que se denomina Podemos.

El discurso y su exterior

Nadie niega pues la importancia decisiva del discurso en la práctica de Podemos, ni en general en el conjunto de las prácticas del animal que habla y muy singularmente en la práctica política. Se agradece la pedagogía de los autores del artículo recordando que el discurso no son unas notas destinadas a una alocución pública, ni, en general, meras « palabras ». Muy cierto : el discurso, sin embargo, no deja de ser lenguaje, pero en palabras de Émile Benveniste « lenguaje puesto en acción ». El discurso implica la producción en y por el lenguaje de un sujeto de la enunciación expresado por los pronombres personales « yo » y « tú ». El sujeto es inicialmente el que habla en un determinado enunciado en la medida en que este mismo enunciado da cuenta de él. No hay lenguaje sin sujeto, ni sujeto sin acción, tanto en la enunciación lingüística como en el conjunto de prácticas extralingüísticas relacionadas con la enunciación. Si, como muy correctamente afirman nuestros amigos laclausianos, el discurso no son meras palabras es porque : 1) el discurso integra palabras en el marco de un lenguaje que marca y constituye los sujetos a través de los pronombres personales, 2) el lenguaje se hace discurso cuando los sujetos de la enunciación se especifican como sujetos de distintas prácticas no lingüísticas. No existe así un discurso único, sino una multiplicidad de discursos relacionados con otras tantas prácticas : existen así un discurso y un sujeto del lenguaje, de la ciencia, de la política, de las distintas ideologías, etc.

Es arriesgado ir demasiado lejos en la afirmación de las posibilidades productivas del discurso como tal. Si retomamos el ejemplo de Laclau que nos brindan nuestros interlocutores en el que un albañil pasaba a otro ladrillos, una paleta u otros utensilios a medida que el segundo los nombraba, resulta para un laclausiano que no hay manera de distinguir las palabras de la acción, ni de la relación de poder que media entre los dos individuos. Esto es olvidar que la misma secuencia de palabras y de réplicas puede tener lugar en una representación teatral (un procedimiento, por cierto, frecuente en Samuel Beckett, no para desvelar un significado, sino para poner de relieve un absurdo), en un relato de la escena, o...en el propio texto de Laclau sin que en ninguno de estos casos tenga sentido decir que las palabras y el acto de construir sean indistinguibles. Y es que no existe discurso sin una dimensión extralingüística, por mucho que toda acción humana vaya asociada al discurso que le da significado. Ahora bien, ese significado no es unívoco y no es lo mismo un significado científico y uno ideológico. Un significado científico está asociado a una práctica científica y el discurso de la ciencia solo es posible mediante dispositivos discursivos precisos en los que es decisivo y nunca indiferente que una determinada proposición sea verdadera o falsa, es decir que guarde o no relación con la realidad extralingüística. Ciertamente, en el universo de la ideología, en el que discurren la inmensa mayoría de nuestras prácticas, las cosas no son así ; en ese universo valen las tesis de Laclau, pues de lo que se trata en la política o en otras prácticas como la religión es de generar realidades inmanentes al discurso. Sin embargo, no todo es ideología, ni toda la realidad discurre en la conciencia de los hombres ni en el discurso con el que esta « da significado » a la distintas realidades.

Sin lo que Althusser denomina « el Gran Descubrimiento de Marx », el del Continente Historia, podría seguirse manteniendo el discurso político en un terreno de rigurosa inmanencia al discurso de una u otra ideología. Sabemos desde la Ideología Alemana que lo propio de la ideología es ese cierre que confunde la realidad con « gigantomaquias ideales », lo cual no solo se aplica a Feuerbach, Strauss, Stirner y demás jóvenes hegelianos que vapulean alebremente Marx y Engels, sino, como señala Althusser, a cualquier sujeto humano. Todo sujeto humano tiene un mundo vivido o vivencial (Lebenswelt lo llama Husserl) que no es una « falsa conciencia » sino sencillamente su conciencia. La conciencia es el resultado de la interacción de nuestro cuerpo y el mundo exterior, una interacción generalmente pasiva que no me permite tener un conocimiento adecuado de las relaciones que constituyen mi individualidad ni de las relaciones de esta con los objetos exteriores. Todo en la conciencia, como en el yo cartesiano después recuperado por Husserl, se presenta como inmanente a ella. La conciencia es así, un cierre y el examen de sus contenidos implica siempre una puesta entre paréntesis del mundo exterior, que el fenomenólogo realiza metódicamente, pero que todos, en la ideología efectuamos « espontáneamente », esto es de manera pasiva. Afirmaba Spinoza en el Apéndice de Ética I tras describir el mundo de la conciencia como un universo finalista en el que toda la realidad gira en torno al sujeto, que, si la matemática «que versa no sobre los fines, sino sólo sobre las esencias y propiedades de las figuras, no hubiese mostrado a los hombres otra norma de verdad » permaneceríamos por siempre en el delirio del discurso finalista que la conciencia genera « espontáneamente ». Además de la matemática existen « otras causas », entre las cuales, sin duda está esa ciencia de la historia y de la política que el filósofo de Amsterdam contribuyó a fundar en clave materialista siguiendo los pasos de Maquiavelo, esa misma ciencia que, en Marx, se desplegará como ciencia del Continente Historia. La historia materialista tendrá sobre la ideología efectos perfectamente análogos a los que Spinoza atribuía a la matemática : se trata de posibilitar una salida de la pasividad y del cierre que representa la conciencia con sus categorías espontáneas de sujeto, finalidad, sustancia finita, etc.

Totalidad y sobredeterminación

Lo que aporta el materialismo histórico a esta tarea de liberación racional es la perspectiva de un universo social múltiple y relacional, pensado a partir de una tópica, esto es de un modelo formal estratificado que presenta el todo social, no como el resultado de la acción intencional de un sujeto que le da « significación », sino como la resultante de la interacción de una pluralidad de prácticas sociales (instancias) que interactúan y se determinan entre sí, bajo la determinación « en última instancia » de la esfera de la producción material. Sostienen nuestros detractores que la determinación múltiple y recíproca (sobredeterminación) de las diversas instancias de la sociedad y la « determinación en última instancia » por la producción material constituyen « dos proposiciones contradictorias ». Suponen que la sobredeterminación, para serlo, debe evitar esa asimetría, que escondería una determinación unívoca del conjunto de las instancias de la sociedad por la esfera económica y que si se afirma esta última se está negando la realidad de la primera, reducida en el mejor de los casos a mera apariencia. Por esta razón, Laclau critica un supuesto « esencialismo » en el marxismo althusseriano, pues una esencia, la de lo económico determinaría en realidad el conjunto de la realidad sin dejar margen alguno para la política, esto es para la acción de los sujetos en la coyuntura. Esta crítica, perfectamente correcta si se dirige al marxismo estaliniano, constituye un hondo malentendido referida a Althusser. Althusser no piensa la determinación en última instancia por la producción material como el despliegue de una esencia, sino como la acción de una causa estructural o inmamente. La producción material es también una instancia sobredeterminada, en la medida en que no puede existir ni, lo que es lo mismo, reproducir sus condiciones de existencia sin la acción de las demás instancias del todo social. Por ello mismo, en palabras del Althusser de Leer El Capital, « la hora solitaria de la determinación en última instancia nunca llega a sonar ». Esto significa que lejos de que exista « la economía » como esfera autónoma, solo existe la sociedad en toda su complejidad, pero una sociedad determinada por el hecho señalado por Marx de que toda sociedad humana es un todo en relación metabólica permanente con la naturaleza, en otros términos, un todo productivo. La producción material es la existencia misma de la sociedad, su condición necesaria, de ahí que determine y delimite la eficacia de las demás instancias que constituyen en su totalidad sus condiciones suficientes. La concepción althusseriana de la totalidad social no define nunca a esta como la expresión en múltiples instancias de una esencia simple, sino la articulación variable de una multiplicadad de instancias o estructuras sobredeterminadas bajo la determinación en última instancia de un todo que es una « estructura de estructuras », no menos sobredeterminada.


Que los discursos que operan en cada una de las instancias de la totalidad social se vean determinados por prácticas extralingüísticas como la producción material no quiere decir que no tengan ninguna entidad ni materialidad, sino que un discurso solo existe en el marco de una relación de relaciones, de un todo que los incluye y que no es « otra cosa » que sus registros concretos de realidad o de eficacia. La eficacia del registro político es así un aspecto de un todo que necesariamente mantiene una relación con la naturaleza material, relación no plenamente determinable por el discurso ni por la conciencia, pero en la que intervienen el discurso y la conciencia como en cualquier otra práctica social humana. La causalidad estructural marxiana permite pensar, más allá de la significación que otorgan a la realidad un discurso o una conciencia, la pluralidad de instancias de la práctica social, una pluralidad no sincrónica en la cual es posible una política informada por un análisis de la coyuntura de las luchas de clases en las diversas instancias. Esto permite que la significación discursiva de la realidad social resulte siempre antagónica y nunca plenamente suturada por un significante vacío o un discurso hegemónico. Como recuerda Jacques Lacan a los estudiantes maoistas que lo interpelan en el 68, « nada es todo » : ningún discurso efectúa una sutura del campo del discurso, porque ningún discurso se sostiene por sí mismo pues todos se sostienen en una realidad materialmente escindida. No es la menor ventaja de esa perspectiva « no total » que desde ella resulte imposible afirmar que una organización democrática radical como Podemos ttenga « algo que ver » con el Frente Nacional de Marine Le Pen. Aún reconociendo la eficacia parcial del discurso laclausiano, la evitación de este tipo de aproximaciones posibilitadas por una concepción abstracta del discurso es razón más que suficiente para no ser laclausiano.

martes, 12 de enero de 2016

Las brechas de la máquina de guerra electoral







(Este artículo, publicado el 12 de enero de 2015 en Público en el marco del blog Contraparte, responde al texto de Íñigo Errejón titulado Abriendo brecha: apuntes estratégicos tras las elecciones generales publicado el mismo día en el mismo diario)
Público.es

Álvaro Oleart y Juan Domingo Sánchez Estop
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Hacía tiempo que se esperaba un análisis de los resultados electorales y de la coyuntura política que estos han determinado por parte de la dirección de Podemos. Tal vez ese análisis ha tardado casi un mes porque los resultados no cuadraban con las expectativas de quienes dirigen Podemos. En estas elecciones, ni la coalición formada en torno a Podemos ni los métodos de sus distintos componentes —en todos los casos muy distintos de los de la vertical y centralista “máquina de guerra electoral” diseñada para “asaltar los cielos”— han correspondido a las expectativas de Iglesias-Errejón y su equipo. A pesar de las renuncias democráticas impuestas a los militantes de Podemos, de la ingrata disciplina de empresa de comunicación carente de pluralismo real y del mando centralizado —que todo lo decide sin ningún tipo de consulta que no esté estrictamente controlado—, los objetivos de la dirección solo se han cumplido a medias. Además, si la coalición alrededor de Podemos consiguió resultados decorosos, ello se debe en buena parte a la movilización de elementos municipalistas enteramente ajenos a la estrategia “populista-electoral” de la dirección del partido.
El artículo de Íñigo Errejón titulado “Abriendo brecha: apuntes estratégicos tras las elecciones generales” publicado en Público ayer mismo, muestra que el objetivo previsto no se ha realizado: ciertamente se ha abierto brecha en el sistema político del régimen, pero se está lejos de haberlo derribado. Si se lee con atención, el análisis de Errejón asume como horizonte la idea de autonomía de lo político. Para él la política es un juego autónomo, con su propio espacio y sus propias reglas: unos partidos desplazan a otros en la medida en que son portadores e incluso generadores de sentidos de la realidad, no en cuanto encarnan intereses y fuerzas sociales. Se refiere Errejón a la excepcionalidad de las legislativas del 20 de diciembre en los siguientes términos: “El hecho mismo de que nadie discutiese que el 20D no era una competición electoral ordinaria, constituye ya una victoria de quienes trabajan para el cambio político y la soberanía popular por cuanto no era “necesario” por ninguna acumulación de circunstancias sino el resultado de una disputa por el sentido.” La política es para el secretario político de Podemos disputa por el sentido, no lucha social entre distintos actores.
Naturalmente, en el mundo de Errejón no se habla de la crisis, no existen clases ni conflictos que no se den en una esfera rigurosamente simbólica. La consecuencia de esto es que cada actor de la escena política —cada partido y dentro de cada partido cada dirección— se ve a sí mismo como el productor de un sentido que, posteriormente, inspira movimientos sociales y antagonismos. La objetividad tozuda de la crisis, la precarización general del trabajo que afecta a las propias clases medias no existen aquí. La crisis política española no tiene que ver en este marco de análisis con la imposibilidad de representar una crisis y unas resistencias que existían mucho antes de Podemos, sino con el juego entre sentidos abstractos como “lo nuevo”, “lo viejo”, “los privilegiados”, “las fuerzas de alternancia”, “las fuerzas del cambio”…
Asistimos así a un combate de abstracciones en el que la dirección de Podemos genera su propio sentido e intenta hacerlo compartir a las mayorías sociales. Sin duda, el método de análisis centrado en la pugna por el sentido es útil para preparar una campaña electoral, pero claramente insuficiencia para una comprensión de las fuerzas reales en presencia. El populismo es un estilo discursivo. Es una forma, no un contenido. Por eso, el populismo, en tanto discurso, no está necesariamente ligado a ninguna ideología o proyecto político ni a ningún interés social definido. En este sentido es un método óptimo para el recambio de élites, pero resulta insuficiente para una estrategia de cambio social efectivo. Quizás no haga falta insistir en que se requiere mucho más que una estrategia discursiva para derribar al régimen, al menos si esto es realmente lo que se desea.

La hipótesis populista errejoniana no permite entender la acción de realidades sociales ajenas a ella. Por ese motivo, para Errejón, la brutal bajada de la intención de voto de Podemos en los sondeos posteriores a enero de 2015, responde exclusivamente a las campañas de desprestigio lanzadas contra Podemos por los medios, no a la incapacidad de esta organización —tras su cierre verticalista de Vistalegre— de seguir echando raíces en la sociedad real, asumiendo su complejidad y pluralidad efectivas. Toda posibilidad de autocrítica queda así cerrada. No existe un exterior en que apoyarse para formularla. Como en todo discurso ideológico, si una hipótesis falla total o parcialmente, la causa de este fallo es siempre exterior. O como los viejos teólogos, “Dios no puede ser el autor del mal”.
No menos interesante es el modo en que a través de este discurso ideológico se reelabora la realidad. Si a pesar del declive del núcleo central de Podemos, este partido y las candidaturas a él asociadas han tenido un éxito relativo, ello se debe a la importación de pluralismo a partir del exterior, en concreto de los procesos municipalistas (En Común, En Marea), infinitamente más participativos y horizontales que el partido de Iglesias. Obviamente Errejón no puede reconocer esto sin arruinar su propia hipótesis y tiene que traducirlo a términos compatibles con su estrategia, aunque para ello tenga que valerse de una dialéctica algo descabellada. Así la estrategia nacional-popular, basada en “un discurso patriótico de nuevo tipo” tiene que reconocer el hecho tozudo de la plurinacionalidad, pero también el hecho de que vivimos en una sociedad capitalista europea del siglo XXI y de que en ella existe “una composición social individualizada en la que la relación con lo público se establece a menudo más como ‘ciudadano’ que como ‘pueblo'”. En efecto, es difícil hacer de un conjunto plurinacional una nación, pero no lo es menos hacer de una multitud de individuos que desean participar activamente en la vida política un “pueblo”. Como en un juego de prestidigitación, la hipótesis populista choca con la realidad y se fractura, pero su fracaso teórico y político se reinterpreta como éxito. Se pasa así por alto la especificidad de los procesos participativos y democráticos que permitieron la victoria de las candidaturas de unidad popular en muchas ciudades y que salvaron a Podemos en las legislativas de unos resultados mediocres, o lo que es lo mismo, de una previsible marginalidad.
El proceso de construcción de un “pueblo plurinacional”, objetivo explícito de la cúpula de Podemos, conlleva además el riesgo de un soberanismo que olvide completamente la cuestión europea y global. Ni siquiera un Podemos con mayoría absoluta en España podría cambiar gran cosa para bien. Las élites son europeas y globales. En consecuencia, un movimiento contra-hegemónico debe incluir necesariamente una dimensión global. La correlación de fuerzas inmediata se juega a nivel europeo.
En definitiva, la lógica de la producción de sentido acaparada por una dirección es un límite obvio para la conquista de la hegemonía. Para constituir una potencia común deben multiplicarse las producciones de sentido y entretejerse. El sentido que los animales políticos damos a nuestra acción es inseparable de otras producciones que no son de mero sentido, sino de nueva realidad: el trabajo, las luchas, el amor, la inteligencia siempre colectiva, mientras que la idiotez es solitaria. La producción de sentido es necesariamente colectiva, lo cual implica que hace falta una articulación social más allá de la unilateralidad de los medios de comunicación. En ningún modo, puede llegar a triunfar por medios y con efectos democráticos una estrategia que prive a la gente común de su papel en esta producción. El monopolio de la producción de sentido por parte de la “máquina de guerra electoral” va ligada directamente a la lógica de la representación. El famoso “No nos representan” del 15-M ha sido rápidamente olvidado en favor del núcleo irradiador. El cierre sobre este núcleo como productor exclusivo de sentido genera una impotencia rayana en el delirio, obscurantismo y lenguaje de papagayo, impide hacer frente a la realidad y a lo común de los seres humanos, imposibilita la autocrítica, impide luchar con eficacia y establecer las alianzas necesarias. Impide vencer.

jueves, 24 de diciembre de 2015

La clase media como paradoja

{\text{Let }}R=\{x\mid x\not \in x\}{\text{, then }}R\in R\iff R\not \in R
(Paradoja de las clases -o de los conjuntos- denominada paradoja de Russell. R es la clases de las clases que no se contienen a sí mismas. Si R pertenece a R, ello implica que R no pertenece a R, y viceversa...). 


Dado que la clase media se ha convertido en el centro de las distintas estrategias electorales, es conveniente pararse a reflexionar sobre el sentido de este término, tan habitual, que parece darnos a entender algo cuando en realidad es un concepto vago y problemático. La clase media es una realidad paradójica, pues, tratándose de una clase particular, las ideologías políticas mayoritarias en las democracias liberales pretenden hacer de ella la clase universal que termine incluyendo a todas las clases. Con cierto humor podría decirse que su propio concepto genera muy precisamente una variante de la paradoja de Russell, la de "la clase de todas las clases que no se contienen a sí mismas", pues la clase media es solo universal a condición de contenerse a sí misma y a las demás clases, con lo cual abole las clases conservándolas.

En su vocación universal, la clase media es así heredera de la burocracia de Hegel o del proletariado de Marx, pero su función de superación de las clases no sigue la vía de la racionalidad como la burocracia, ni la de la pobreza como el proletariado. En cierto modo, la clase media es un antiproletariado. Si el proletariado era para Marx la clase universal por carecer de propiedad, por ser la clase expropiada, la clase media se convierte en clase universal por lo contrario, por su acceso a la propiedad. Los teóricos del ordoliberalismo alemán y sus discípulos españoles, los del desarrollismo franquista, quisieron poner término a la lucha de clases que dio lugar a lo que consideraban el “peligro comunista” y, para ello, diseñaron políticas dirigidas a la "desproletarización" de los trabajadores, a que, en otros términos, no existiese ninguna categoría social que no tuviera nada que perder. La generalización de la propiedad de la vivienda, y en segundo lugar la del automóvil, fueron así los medios por los cuales el antiguo proletariado -junto a la inmensa mayoría de la sociedad- pudo verse a sí mismo como “clase media”. Este acceso a la propiedad corrió paralelo en toda la Europa occidental a la conquista de importantes derechos sociales y a la institucionalización de la negociación colectiva, con lo cual, bajo la protección del Estado, los trabajadores consiguieron alejarse en buena medida de la suerte precaria de la clase obrera del siglo XIX y principios del XX.

Estos logros sociales fueron resultado de una política de desproletarización “desde arriba” combinada a una sólida representación política y sindical de los trabajadores, que a la vez articulaba e institucionalizaba socialmente la resistencia de estos a la explotación. Paradójicamente, la constitución de importantes partidos y sindicatos de clase en Europa occidental fue uno de los principales factores del triunfo y la extensión de las clases medias. La clase media se convirtió en un modo de vida (a way of life) marcado por la seguridad material, la existencia de derechos civiles y sociales y un nivel importante de consumo. La idea democrática y socialista de una sociedad sin clases parecía así realizarse en la Europa de los años 70 en los principales países desarrollados mediante un agente inesperado: la clase media. Esta fue además la base material de un nuevo orden democrático basado en la negociación de los diversos intereses sociales que garantizó importantes conquistas en materia de derechos civiles para los trabajadores, las mujeres y otros sectores que no estaban tradicionalmente incluidos en el orden tradicional de la sociedad política burguesa. La democracia, que giraba en torno a la clase media, se convirtió así en una mesocracia, un gobierno basado en las capas medias de la sociedad.

Con todo, la apariencia de una sociedad sin clases era inseparable de otra realidad: la de una situación muy desigual en lo referente al control de los medios de producción y de los recursos financieros. La sociedad de clase media, que Galbraith describió como “la sociedad del consentimiento” en la que todos se identificaban a sí mismos como propietarios, no dejaba de estar basada en una desigualdad estructural irreducible: unos poseían los medios de producción y otros carecían de ellos. Esto es precisamente, lo que define la existencia de clases y no solo las diferencias de riqueza. Al nivel de las relaciones de producción, como afirmó Marx, el Edén de la libertad, la igualdad y la fraternidad queda sustituido por otra realidad en la que unos mandan y otros obedecen, en la que existe, más allá del poder político democrático y representativo, en los espacios mismos de la producción, un tipo de dominio invisible basado en el hecho de que unos poseen los medios de producción y otros no. Esta división fundamental en una sociedad capitalista no desaparece en las sociedades basadas en las “clases medias”, aunque, ciertamente, se hace en ellas casi invisible.

La sociedad de clase media es en cierto modo el apoteosis del capitalismo, en cuanto sistema social, pues la característica fundamental del orden social de una sociedad capitalista, el rasgo que la diferencia de cualquier otra sociedad de clases, como la esclavista o la feudal, es el hecho de que la dominación social y política aparecen como separadas de la explotación. Por un lado, la dominación política resulta invisibilizada mediante una legitimación del poder político basada en la ficción del contrato y de la representación. Un ciudadano de una democracia liberal solo obedece las órdenes -basadas en las leyes- de unas autoridades que él mismo ha elegido, con lo cual, estrictamente, puede decirse que no está sometido a ningún tipo de dominación social y solo a una dominación política libremente consentida y que actúa por medios legales. Por otra parte, la explotación queda también invisibilizada por otro contrato, el que vincula al trabajador con su empleador. En este contrato, como en todos los demás, son esenciales la libertad de las partes, su igualdad y su propiedad. Cada una de ellas debe tener algo que intercambiar, aunque se trate de cosas tan abstractas como el dinero o  la capacidad de trabajar, que Marx denomina "fuerza de trabajo". De este modo, el hecho social que funda las clases, la expropiación de los trabajadores, resulta perfectamente invisible, del mismo modo que queda invisibilizada bajo las formas jurídicas que lo perpetúan la dominación social de los dueños de los medios de producción y de los recursos financieros. La clase media es así la base de una paradójica sociedad sin clases dentro de una estructura social basada en la expropiación de las mayorías y, por consiguiente....en la lucha de clases.

Las hipótesis populistas que se vienen experimentando a uno y otro lado del Atlántico, en América Latina y, en una fase menos avanzada en la Europa del Sur, se basan en estrategias de redistribución de la riqueza destinadas a salvaguardar -o en algunos casos, como en América Latina- a crear las clases medias. Estas que, o bien han existido a penas, como en Bolivia o Venezuela o se han visto en peligro por la crisis financiera y económica como ocurre hoy en el sur de Europa, buscan ante todo afirmarse o afinzarse en el marco de redistribución de riqueza y creación de derechos al que nos hemos referido. En ningún caso tienen por objetivo las hipótesis populistas en curso atentar contra las relaciones de producción vigentes, esto es cuestionar la expropiación de las mayorías sociales por los poderes económicos y financieros. Por consiguiente, por mucho que se recubran de oropeles “revolucionarios”, los distintos populismos representan un intento de hacer de la clase media la “clase universal” mediante la constitución de nuevas élites políticas capaces de mediar con los distintos intereses sociales y económicos en favor de las mayorías sociales.

Estas políticas han contribuido de manera importante al afianzamiento de las bases sociales de la democracia liberal, pero en ningún momento han afectado en lo más mínimo al orden social existente. De ahí su límite interno consistente paradójicamente en que el éxito de sus políticas determine no la perpetuación sino el fin de los gobiernos populistas. La clase media fuera de peligro o nuevamente constituida abandona sistemáticamente a los gobernantes populistas y busca formas de gobierno supuestamente conservadoras que protejan sus intereses, que ven alejados de los de los trabajadores y los precarios. De este modo, los bloques históricos configurados en torno a la hipótesis populista tienen un carácter inestable y se integran en ciclos de articulación y descomposición característicos como aquel a cuyo fin estamos asistiendo hoy en América Latina.


Con todo, parece que el futuro de lo que se llamó izquierda está condenado a girar en esta rueda de la fortuna. Solo podrá salirse de ella cuando se hayan constituido en la propia sociedad nuevas relaciones de producción centradas en la apropiación de los comunes. La economía en red, la inteligencia colectiva como fuerza productiva, las distintas formas de cooperación directa que hoy funcionan en el marco del capitalismo, son sin duda las bases materiales de un cambio de relaciones de producción y de una nueva democracia, las bases de un cambio estructural que ningún gobierno podrá nunca crear. El capitalismo no surgió de la decisión de ningún gobierno, ni de ninguna necesidad histórica conocida por una vanguardia, sino del encuentro y articulación aleatorios de distintos actores sociales en el marco de la descomposición del régimen feudal. Tal vez un cambio real de nuestras estructuras sociales solo sea posible cuando se logre diseñar tras un encuentro imprevisible de distintos sectores sociales, un gobierno adecuado a la transformación, cuando se descubra esa “técnica de gobierno socialista” de la que nos decía Foucault que aún no existe, pues el socialismo -en sentido amplio- solo ha reproducido hasta ahora, con resultados que van del éxito relativo a la catástrofe, los dispositivos gubernamentales del capitalismo, que giran en torno al Estado representativo y al mercado. De momento, solo queda a quienes critican el orden neoliberal cosechar éxitos relativos. El resultado de las últimas elecciones en España es el comienzo de un proceso que tal vez conduzca a uno de esos éxitos relativos.