(Rembrandt, Cristo y la adúltera) |
"Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas"
Jesucristo, Sermón de la montaña
El mensaje de Joseph Ratzinger y sus secuaces es muy otro. El mesianismo queda enteramente olvidado. El tema central de la pastoral del papa actual como de la de sus antecesores desde los años 60 es algo tan ajeno al mensaje evangélico como la moral sexual. No hablan casi de ninguna otra cosa. Jesucristo, que anuncia la inminencia del fin de los tiempos, la renovación del mundo, no se ocupa, sin embargo, de esta cuestión. Es algo enteramente mundano. Por ello se perdona a la prostituta y a la adúltera. La Iglesia actual centra, sin embargo, su poder en este tema. Es cierto que, desde que la Iglesia se convirtió en institución, dedicó mucho empeño a desarrollar un discurso sobre la disciplina del cuerpo y el sexo destinado a los miembros de las órdenes monásticas, que fueron, como muestra Michel Foucault, un auténtico laboratorio del poder sobre los cuerpos y una auténtica fábrica del discurso de la sexualidad. Sin embargo, fuera del mundo monástico, las cuestiones de moral sexual no eran centrales. Empezaron a cobrar importancia cuando el Estado moderno, al convertirse en gestor de poblaciones, asumió una competencia biopolítica de Estado pastor. Con todo, hasta el siglo XX, e incluso hasta su segunda mitad, el discurso de la sexualidad no será central en la pastoral de la Iglesia. A principios del siglo XX, la Iglesia llegó incluso a desarrollar una "doctrina social" bastante crítica con el orden capitalista y que hoy parece enteramente olvidada por las jerarquías. También se permitía hasta mediados del soglo XX cultivar cierta dimensión sobrenatural dando gran notoriedad a supuestos milagros y apariciones de las que, hoy, prácticamente no se habla. La Iglesia actual habla del sexo y de la vida, se inscribe abiertamente en un discurso biopolítico.
Punto dogmático central de la actual doctrina de la Iglesia es la obligatoriedad de la vida en nombre de la cual, con la mayor de las coherencias biopolíticas -y sin ninguna referencia a la doctrina mesiánica del Evangelio- se prohiben a la vez el aborto y la eutanasia. No sólo se prohiben a los fieles, sino que la misma doctrina se intenta aplicar al conjunto de la sociedad influyendo sobre el Estado y sus leyes. El objetivo es que la vida, don de Dios según estas modernas doctrinas, se multiplique al máximo y se preserve. No tiene que perderse ni un solo embrión, ni tiene que permitirse a ningún enfermo terminal abreviar su sufrimiento. Como buen pastor, el poder eclesiástico procura que la "moral sexual" se traduzca en técnicas intensivas de cría de ganado humano. Para ello operan una amalgama entre la vida y la personalidad humana. Ciertamente, un embrión está vivo, pero es absurdo decir que cualquier entidad que, como esa masa de células no tiene acceso a la palabra ni a la nominación tenga una personalidad humana. Tampoco puede considerarse que la decisión de no seguir en vida de un enfermo terminal que se considere a sí mismo un cadáver viviente pueda invalidarse en nombre de una "dignidad de la vida" determinada por otro. Bien conocido es en los manuales de tortura que utilizan democracias "de nuestro entorno como la norteamericana" el nivel de sufrimiento que se alcanza en los estados cercanos a la muerte. Prolongarlo, por el sadismo de los torturadores o por el humanitarismo de la Iglesia contra la voluntad de quien prefiere morir, es un acto de inequívoca crueldad. Nacer de una madre que no desea tener un hijo o vivir a la fuerza cuando ya apenas se es una persona humana, tal y como prtende la Iglesia católica es algo que nos acerca a la vida desnuda y nos aleja de la humanidad. Frente a esa monstruosidad, es posible otra ética. Cuando Freud, enfermo de cáncer de mandíbula vió que sólo le quedaba una perspectiva de sufrimiento, de muerte en vida sin el uso de la palabra, optó por morir de una sobredosis de opio. Existe un momento en que el ser humano experimenta la inminencia de un estado que Spinoza designaba "muerte sin cadáver", propios de la enfermedad terminal o de algunas formas de locura. En tales momentos, optar por no seguir viviendo puede ser el último acto de potencia.
Por los mismos criterios de rentabilidad de la ganadería humana que preconizan, los poderes de la Iglesia condenan la homosexualidad y toda práctica sexual que no conduzca a la reproducción. La dignidad humana se expresa en términos cuantitativos, como productividad de los actos. La dimensión simbólica, la mediación lingüística que siempre acompaña a la sexualidad humana, haciendo de ella algo siempre "antinatural" son enteramente ignoradas por el poder biopolítico eclesial. Paradójicamente, las formas de sexualidad que nos alejan del animal son las que la Iglesia fomenta en nombre de la espiritualidad, al tiempo que condena las formas -como demuestra Freud siempre perversas- que adquiere la sexualidad en el animal hablante. El papa y su Iglesia se hacen así portadores de un ideal, un ideal de comunión animal en el sexo, de relación sexual natural, más allá de las dificultosas mediaciones simbólicas e imaginarias de la sexualidad humana, más allá de la inexistencia de la relación sexual que caracteriza al animal que habla. El cristianismo biopolítico mantiene así la promesa naturalista de una sexualidad animalesca como principal horizonte moral de su doctrina. Tal vez sea esa promesa su último atractivo.
Otra cuestión que ocupa el interés del papa es la del materialismo y el consumismo propios de nuestra civilización. Uno tendría la tentación de seguirle al menos en eso, hasta que, al levantarse del suelo los bajos de su alba, vemos aparecer unos zapatos rojos de Prada y no podemos evitar pensar en el título de una famosa película. El derroche absurdo de medios que representa la vista del papa a Madrid, los desfiles de moda eclesiástica dignos de Fellini que son cada una de sus misas, la manifiesta preferencia del pontífice por los poderosos y su carencia de críticas al desastre material y moral del capitalismo muestran a todas luces que la Iglesia no es la sucesora del perroflauta palestino cuya imagen crucificada exhiben por doquier. Jesucristo no frecuentaba a los reyes y a los banqueros, ni siquiera a las autoridades religiosas. Jesucristo fue despreciado por fariseos y sayones del mismo modo que los poderosos desprecian a los perroflautas de hoy, pero como decía una oportunísima pancarta exhibida en la puesta del Sol reconquistada por el pueblo del 15M: "Más vale ser un perro flauta que un pastor alemán."