lunes, 10 de julio de 2017

Ignorantia non est argumentum. Sobre Muñoz Molina y Althusser

(Estas breves observaciones constituyen una reacción al artículo de Muñoz Molina titulado Liturgia del gurú publicado, naturalmente, en El País.)

Ignorantia non est argumentum. La ignorancia no es un argumento. Tal vez sea esta una de las escasas frases de Spinoza que Marx repite en su obra y correspondencia. No se trata en modo alguno de despreciar al ignorante, sino de negar que un argumento basado en la ignorancia tenga valor alguno. La ignorancia como tal no es ningún mal, sino la suerte común a unos seres finitos como los humanos: podemos conocer muchas cosas, pero también ignoramos otras muchas...inevitablemente. Lo único grave es hacer pasar una ignorancia por un saber. Louis Althusser fue un spinozista coherente que se rigió siempre por este principio. Muñoz Molina no parece ser sensible a ese argumento y centra su crónica sentimental de la conferencia de Althusser en Granada en su perfecta ignorancia del contenido de esta y en el desprecio hacia los oyentes. No hay mención en su artículo de ninguno de los argumentos de Althusser en esa, por lo demás, interesantísima conferencia sobre el estatuto de la filosofía en el marxismo, solo comentarios subjetivos de la "vivencia" en que se tradujo para él el acontecimiento de la conferencia del filósofo materialista francés.

La filosofía requiere tomar distancia respecto del sentido común, o lo que es lo mismo, de la ideología. No se trata de reconocerse en un discurso comúnmente aceptado (la oscuridad de la filosofía) y de partir de ese reconocimiento inmediato, de esa ilusión de transparencia que es pura ignorancia, para juzgar un discurso filosófico. La filosofía no parte de la ignorancia sino que la desvela en nombre de la posibilidad de una producción rigurosa de verdades a través de la práctica teórica de las ciencias. No existe así la "verdad" que todos reconocemos -y que la escolástica declara una propiedad "trascendental" del ser por encima de sus distintas categorías- sino solo "verdades" producidas y contrastadas experimentalmente en el marco de dispositivos científicos. Frente al claro espejo de la ideología, el proceso de producción exigente de la práctica científica.

He consultado personalmente en el archivo Althusser del IMEC conservado en la Abadía de Ardenne los ejemplares del Capital que pertenecieron a Althusser, en francés y en alemán. Se observa una desproporción en las anotaciones entre el libro I y los libros II y III, pero, evidentemente, Althusser había leído el Capital en el momento del seminario "Leer el Capital". Probablemente no hubiera procedido antes del mencionado seminario a una lectura detenida del texto y se hubiera conformado con un conocimiento manualístico, pero tanto sus intervenciones en el seminario recogidas en Lire le Capital como textos sucesivos muestran que Althusser era un excelente lector filosófico de Marx, un lector al que debemos la posibilidad de leer hoy a Marx y de pensar con Marx, más allá de la oscura teología del marxismo realmente existente. En cierto modo, Althusser rescató a Marx para la posteridad repitiendo el modo de lectura a contrapelo de todo reconocimiento ideológico que el propio Marx aprendió del Tratado teológico-político de Spinoza. Nunca se trató para Althusser de reconocer un sentido al texto de Marx, sino de producir el conocimiento de este texto reconstruyendo a partir de sus significantes las tesis filosóficas que lo atraviesan y lo sostienen.

Obviamente, este ejercicio debe parecer asombroso, inútil y oscuro a un publicista como Muñoz Molina cuya labor fundamental es la de asentar e ilustrar el sentido común del régimen actual, esto es de producir una ilusión de conocimiento al envolver su ignorancia en palabras en las que todos podemos reconocernos. No todo el mundo debe dedicarse a la filosofía (aunque, como nos recuerdan Epicuro y Gramsci, todo el mundo puede hacerlo), pero sería bueno que quienes no lo hacen reconocieran con modestia su propia ignorancia en lugar de eructarla como supuesto argumento.

domingo, 18 de junio de 2017

El compañero Pedro Sánchez: ¿héroe o embaucador?






El retorno de Pedro Sánchez a la secretaría general del PSOE tiene mucho de teatral. De hecho, desde su propia elección con el apoyo del aparato del partido, Pedro Sánchez había sido modelado para el espectáculo. El PSOE necesitaba responder a la irrupción de Podemos y carecía entre los viejos exponentes de la dirección de un personaje capaz de dar una imagen mediática medianamente aceptable para los jóvenes. Les costó encontrarlo, pero dieron con él. Susana Díaz, la lideresa andaluza del PSOE dijo de él  con crueldad de burócrata sin escrúpulos : « Pedro no vale, pero nos vale ». Nadie confiaba en la capacidad política del personaje : ni su altura intelectual, ni su experiencia política de burócrata de partido sin relación alguna con los movimientos sociales hacían de él nada excepcional. Juventud, mediocridad : un muñeco al que algunos malvados llamaron « Ken », como el novio de la muñeca Barbie. Un muñeco que podía utilizarse en la escena mediática para frenar a Podemos, como desde la derecha se utilizaba a Rivera, el joven líder de Ciudadanos, para cubrir el flanco centrista de Podemos.

Pedro Sánchez tuvo que ocultar en su nuevo recorrido de líder algunas cosillas del pasado, como su paso por Bankia o su voto en el consejo de administración de Bankia en favor de las acciones « preferentes » con las que el banco estafó a miles de ancianos convirtiendo sus ahorros en acciones rápidamente desvalorizadas. Pedro Sánchez nunca fue un Sanders o un Corbyn, un renovador radical de la socialdemocracia : solo era él como icono, con su lenguaje vacío y su chaqueta con camisa, pero sin corbata. Con su campaña de publicidad digna del Corte Inglés. Sánchez tuvo que disfrazarse de « populista » para incidir en la nueva coyuntura y arrebatarle votos a Podemos, impidiendo que Podemos llegase a ser la segunda fuerza política del país después del PP.  Algún éxito tuvo, pues los resultados de Podemos en las dos últimas elecciones legislativas fueron bastante más mediocres de los esperado por unos..o lo temido por otros. En ello tuvo cierta influencia la nueva imagen de mercado del PSOE representada por Sánchez, pero también la incapacidad de la dirección de Podemos de captar en su favor el apoyo de unos movimientos sociales en los que asienta su legitimidad. Un Podemos burocratizado y normalizado, convertido en partido-empresa dedicado a constantes campañas de imagen difícilmente podría competir con un viejo, poderoso y adinerado aparato político como el del PSOE. De hecho, su bjetivo que fue inicialmente provocar una insurrección electoral que desencadenara un proceso constituyente se redujo a superar al PSOE (el « sorpasso ») y, más modestamente, a echar al PP apoyando un gobierno del PSOE.

Las propuestas de Podemos fueron desoidas por Sánchez, quien no se podía permitir hacer entrar a Podemos en su gobierno y dio prioridad a un pacto con Ciudadanos respecto a cualquier acuerdo con Podemos. En las últimas elecciones generales, se mantuvo la situación de callejón sin salida que motivó la nueva convocatoria electoral : no era posible un gobierno del PSOE que no incluyera a Podemos y contar con el apoyo de Ciudadanos y de los principales enemigos de estos : los indpendentistas catalanes y vascos. Ante el callejón sin salida provocado por un Pedro Sánchez que no podía permitir que gobernase el PP si quería ser fiel a su compromiso electoral y tampoco podía aliarse con Podemos, la dirección histórica del PSOE, los viejos barones del partido miembros de todos los consejos de administración, dio un golpe de Estado mediante una interpretación abusiva de los estatutos del PSOE y echó a Pedro Sánchez. Poco después, la gestora del PSOE decidió que los diputados del PSOE permitieran en aras de la « gobernabilidad » y de la « reponsabilidad de Estado » que gobernase el PP y formase gobierno el incombustible Mariano Rajoy. Esto marcó el comienzo de la travesía del desierto de Pedro Sánchez, quien abandonó su escaño de diputado y dedicó su tiempo durante un año a tomar contacto con las bases del partido socialista, buena parte de las cuales no aceptaba que el PSOE hubiera permitido un nuevo gobierno de la derecha.

Las últimas elecciones internas del PSOE pemitieron a Pedro Sánchez regresar al poder tras haber derrotado a la candidata del aparato, Susana Díaz y a un candidato menor. Sánchez utilizó para ello un discurso algo más de izquierda y se rodeó de un equipo más claramente socialdemócrata que social-liberal. Tras esta travesía del desierto, hay quien hoy lo saluda como un nuevo Corbyn que ha sido capaz de derrotar a la derecha del partido. A pesar de los puños en alto y del canto de la Internacional antes la sede madrileña del partido durante la celebración de la victoria, Sánchez no se compromete a gran cosa, ni siquiera a echar a Rajoy. De momento, anuncia claramente que no apoyará la moción de censura presentada por Podemos, con el muy cínico argumento de que Podemos, al no apoyar un gobierno PSOE-Ciudadanos era el responsable de que hoy gobierne Mariano Rajoy.

La peripecia que ha protagonizado Sánchez resulta teatral. Recuerda claramente la historia narrada por Indro Montanelli y llevada al cine por Rossellini del General della Rovere. La historia de un traidor infiltrado en las filas de la resistencia italiana por el ocupante nazi que acaba cambiando de bando y haciéndose un héroe de la resistencia. En efecto, Sánchez era una figura destinada a infiltrarse en los medios más moderados de los que fue el 15M, hasta que su choque con el aparato que lo había designado y pretendía utilizarlo lo convirtiera en un nuevo indignado. Tal vez falso y teatral, pero es difícil en el ser humano discernir lo que es mera dramatización y los que es realidad de los afectos y las creencias. Por un lado, Sánchez ha logrado poner en crisis al aparato del PSOE que lo expulsó y dio lugar a este retorno y, tal vez a esta transformación. Sin embargo, Sánchez no es en modo alguno un militante social y político como Sanders o Corbyn sino un hombre de los estratos medios del aparato del PSOE. Lo importante en su regreso es la ola de indignación interna -el 15M del PSOE- que lo devolvió a la secretaría general, pero esa ola que, en términos de Maquiavelo podríamos considerar como equivalente a la Fortuna es difícil que encuentre del lado de este personaje la suficiente « virtù ». Tampoco parece que la anquilosada y sectaria dirección de Podemos sea muy capaz de aprovechar la coyuntura abierta.

lunes, 8 de mayo de 2017

La democracia: contra la guerra civil, por la guerra social



Si la izquierda quiere terminar de suicidarse, le basta seguir regalando el proyecto europeo a los neoliberales. A la alternativa que estos plantean a nivel nacional y europeo entre la guerra social que ellos proponen contra las clases populares a niveles nacional y europeo, y la guerra civil que nos quieren imponer los fascistas, las poblaciones europeas han respondido oponiéndose a la guerra civil. Es una reacción correcta: la democracia y la construcción europea son bastiones contra la guerra civil. Lo han hecho en sucesivas elecciones dando la victoria a opciones neoliberales tanto en Francia y Alemania ayer, como en Holanda hace un par de meses. El neoliberalismo, desde el principio, retomó del liberalismo clásico su voluntad de oponerse a una política de la violencia (el "espíritu de conquista" del que hablara Benjamin Constant), y concibió el dominio del mercado sobre la sociedad como el más eficaz recurso contra el totalitarismo. Su propuesta es clara: sustituir la guerra civil por una guerra social no declarada. Confundir neoliberalismo y fascismo y proponer para combatirlos a ambos un imposible camino de regreso a las soberanías nacionales es aceptar contra la guerra social la misma receta del fascismo: el retorno a la guerra civil. Melancolía y violencia.

Esto no quiere decir, sin embargo, que haya que tomar partido por los neoliberales en la guerra social, sino muy estrictamente lo contrario: hay que construir democráticamente el otro bando de la guerra social tanto en cada uno de los países de la UE como a nivel de la propia UE. La Unión Europea se construyó a partir de una victoria contra el fascismo que alejó la guerra civil de nuestro continente. Hoy nos corresponde seguir construyendo la Unión Europea desde la perspectiva de una transformación social radical que haga posible una democracia digna de este nombre en todo nuestro continente y favorezca los procesos democráticos en el resto del mundo. Ello implica salir de una UE dominada por los Estados y dotarse de un gobierno federal democrático en el marco de una democracia europea multiniveles. No se puede regalar la bandera de la democracia y del rechazo a la guerra civil fascista a los neoliberales.

La guerra civil destruye la sociedad humana, liquida las potencias de la cooperación, crea miseria y opresión. La guerra social, en cambio, se inscribe en el marco de una resistencia social que edifica regímenes de libertad y promueve un marco de paz civil y de democracia a los distintos niveles de la vida política. Oponerse a la guerra civil a todos los niveles: subestatal, estatal, europeo y mundial implica aceptar el desafío de los neoliberales en lugar de rehuirlo. El neoliberalismo en su fase inicial sirvió para hurtar a las clases populares su victoria contra el fascismo, en su fase madura para desviar la potencia revlucionaria del 68 mundial hacia una reconstitución del orden capitalista. En ambos casos aprovechó legítimas aspiraciones de libertad de las clases populares para ponerlas al servicio del mando del capital. Hoy, hemos de saber dar a esas aspiraciones una expresión institucional autónoma, más allá de los Estados, del mercado y del mando capitalista. Sin ello, continuará la alternancia entre neoliberalismo y fascismo que está destruyendo nuestra existencia política y pervirtiendo el nombre mismo de "libertad".

miércoles, 3 de mayo de 2017

Las peligrosas metonimias de Le Pen




(Texto publicado en el blog Contraparte del diario Público)


Si Marine Le Pen hubiera podido elegir su rival para la segunda vuelta de las presidenciales francesas, habría elegido sin duda a Emmanuel Macron. Nadie como Macron encarna en efecto el objeto de odio preferido de una buena parte de la población francesa golpeada por la crisis inacabable. Es, para empezar, un antiguo empleado del banco Rothschild, lo cual satisface los bajos instintos del antisemitismo francés y europeo más clásico, para el cual el judío se identifica con la finanza sin patria. Esta identificación opera solo para una franja limitada del electorado, la más próxima a los planteamientos racistas originarios del Frente Nacional, esa organización procedente de la convergencia de todas las extremas derecha francesas, de Vichy a los partidarios de la Argelia francesa al neonazismo de Ordre Nouveau. Sin embargo, a partir de esta identificación se abre un peligroso campo de metonimias que hacen discurrir el odio de un objeto a otro: de la finanza internacional a la «globalización neoliberal», de esta a la Unión Europea y a toda forma de transnacionalismo y cosmopolitismo, del cosmopolitismo a los inmigrantes y los refugiados. Macron sintetiza los objetos de odio de los nacionalistas identitarios y los antisemitas, pero también el de los detractores de la globalización como origen de todos los males, entre los cuales se encuentra bien situada la derecha soberanista nostálgica de la Francia imperial y colonial, pero también la izquierda soberanista que sueña con espacios de preferencia nacional capaces de «proteger» a los trabajadores franceses. Sin contar a los nuevos racistas antiislamistas, pues la globalización se ve como el hueco por el cual el Islam se ha introducido en Francia y en Europa como fermento de descomposición de la civilización europea, e incluso como vector de una amenaza «terrorista».

De este modo, el discurso de Marine Le Pen ha podido, según los cánones de los «lenguajes totalitarios» descritos por Jean-Pierre Faye, instalarse en la ambivalencia más absoluta: laico frente a los musulmanes, católico y tradicionalista de cara a los identitarios, liberal y desregulador en materia fiscal y de derechos sociales, y proteccionista de cara a la industria nacional, así como «protector» frente a los trabajadores franceses. El inconsciente, dice Freud, no conoce la negación, ni la contradicción. La señora Le Pen encarna la idea de una comunidad nacional reconciliada frente a un enemigo cosmopolita cuya identidad puede variar, identificándose con el judío (la banca Rothschild), el financiero, el inmigrante, el terrorista o, simplemente, el intelectual alejado de la vida real de la población. Típicamente, el antagonismo social interno al capitalismo se desplaza hacia un antagonismo entre la nación y lo que pretende disolverla. Todo lo «disolvente», todo lo que da miedo a una población cuyas clases medias se encogen como resultado de las políticas de austeridad, queda así asociado con Emmanuel Macron. Macron, como antiguo ministro de finanzas de Hollande, asociado a la odiada ley El Khomry (que sirvió de detonador a la Nuit Debout), representa incluso, aun no siendo miembro del PS, la traición de la izquierda socialdemócrata protagonizada por Hollande.

Cada día que pasa entre la primera y la segunda vuelta de la campaña electoral francesa, Marine Le Pen utiliza este arsenal discursivo, evitando sus aspectos más brutales como el antisemitismo o el catolicismo identitario que sirven solo de fondo implícito pero eficaz a las series de identificaciones posteriores. Esto hace que el discurso de la Sra Le Pen sea difícil de distinguir en muchos de sus aspectos del de una izquierda que juega, como el Frente Nacional, en el terreno del soberanismo y de la identidad nacional. Esta izquierda que exhibe la bandera francesa y canta una Marsellesa cuyo espíritu revolucionario se desvaneció hace mucho (hace ya muchos años que el propio Frente Nacional, que antes la rechazara por ser un himno revolucionario, la hizo suya como himno nacional) tiene como única estrategia de lucha contra el capitalismo neoliberal el repliegue en políticas proteccionistas y la denuncia de la globalización y de la Unión Europea. Asumiendo como un hecho el argumento falso y cínico de que las políticas de austeridad que suponen empobrecimiento y pérdida de derechos para la mayor parte de la ciudadanía «vienen» de Bruselas, Mélenchon y su Francia Insumisa atacan la construcción europea como causa de todos los males sociales. Para hacerlo, naturalmente, olvidan el hecho, nada irrelevante, de que todas las medidas adoptadas a nivel europeo son propuestas por una Comisión nombrada por los Estados miembros y aprobadas por un Consejo integrado por…los Estados miembros.

Esperar que se reviertan las políticas neoliberales atacando el proyecto de construcción europea es considerar que el neoliberalismo no es ya hegemónico en cada uno de los Estados y acariciar el sueño de un «neoliberalismo en un solo país» como solución al neoliberalismo a escala europea o mundial. La única solución que proponen es «más Estado» y «más fronteras», como si el propio neoliberalismo no fuera ya una orgía de gasto público y de intervencionismo estatal orientado a la liquidación del Estado del bienestar y de todo resto de bienes comunes. Es imposible que un Estado «soberano» pueda poner coto por sí solo a los efectos nocivos del neoliberalismo, pues ese Estado quedaría cercado por un mercado europeo y mundial a cuyos imperativos tendría que ceder en condiciones de mayor debilidad que dentro incluso de la actual y muy insuficiente trama institucional europea. La constitución de un orden de lo común debe seguir el trazado de las redes de cooperación productiva hoy existentes, a escala europea y mundial, no confiar en el cierre de las fronteras y el repliegue soberano. Para ello, es necesario obrar en favor de una Unión Europea democrática y, por consiguiente, federal y no oponerse a ella, como lo hacen todas las oligarquías, incluso las que se declaran «europeistas».



No se puede, sin embargo, esperar a que la izquierda de Mélenchon comprenda esto, ya es demasiado tarde. Tras años de que esa izquierda tenga asumido un marco discursivo soberanista difícil de diferenciar del de la extrema derecha, Marine Le Pen puede pedir sin sonrojo el voto para el Frente Nacional a los votantes de Mélenchon, mientras este calla y evita dar una consigna de voto y el Frente sigue subiendo en los sondeos. Los argumentos en favor de ese silencio o, incluso, de una abstención en la segunda vuelta se basan en una minimización del peligro de la extrema derecha xenófoba, racista y colonial, y una demonización absoluta de Macron como símbolo de la globalización. Liberalismo y fascismo serían «lo mismo», como en los años 30 lo eran la socialdemocracia, calificada de «socialfascista», y los nazis. Esta línea disparatada se resume hoy en un argumento delirante: ¡votar hoy a Macron para evitar la victoria del Frente Nacional es preparar el terreno para una victoria de este en 2022! Esto supone que dejar a la extrema derecha la más alta magistratura del Estado francés (no olvidemos que la Quinta República francesa es un régimen presidencialista) supondría una posición más favorable para la izquierda cuando no más desfavorable para una Marine Le Pen ya en el poder. Esa hipótesis solo se puede sostener sobre dos supuestos previos: 1) o bien el Frente Nacional no es un peligro para la democracia, o bien, lo que es aún peor, 2) existe un terreno común entre la izquierda soberanista y el FN. El primer supuesto sirve de base a un muy irresponsable llamamiento a la abstención que en España ha tenido eco en un sector de Podemos y en algunos integrantes de su dirección como Pablo Echenique. El segundo supuesto ha encontrado su expresión entre los partidarios de la hipótesis populista para los cuales existen coincidencias no casuales entre la voluntad de «comunidad», de «identidad» y de «protección» de las bases de la extrema derecha y de la izquierda.

A la vez que cabe esperar que los franceses respondan a la muy real amenaza contra la democracia que supone el Frente Nacional eligiendo en la segunda vuelta el «mal menor», es preciso recordar que esa amenaza surge de la impotencia de la izquierda a la hora de combatir las políticas neoliberales. Es doloroso, desde la perspectiva de hoy, comprobar cómo la izquierda ha contribuido a desorganizar a los de abajo en lugar de ayudar a estructurar la resistencia social y una política de clase. Ahora compite con gran desventaja con la extrema derecha bajo el marco de «proteger a los trabajadores». La idea de una plebe incapaz de organizarse por sí misma y que solo puede ser representada o protegida es común a los discursos de los tribunos de la extrema derecha y de la izquierda soberanista. Tal vez las cosas fueran hoy distintas si, en lugar de ofrecer protección a cambio de fidelidad y obediencia (al mejor estilo de Hobbes o de Corleone) la izquierda hubiese impulsado la democracia efectiva y la participación y autoorganización de los trabajadores a nivel nacional, europeo y mundial.

domingo, 30 de abril de 2017

Soberania o democracia

En un momento en que Marine Le Pen defiende la "soberanía popular" apelando a un electorado de izquierda que también la defiende, es necesario hacer algunas precisiones sobre este concepto dado erróneamente por el fundamento mismo de la democracia. El "o" de la expresión "soberanía o democracia" alegremente manejada a derecha e izquierda, no puede, sin engaño, ser inclusivo ni explicativo, no es en latín ni un "vel" ni un "sive", sino un "o" exclusivo, en latín un "aut".Quien todavía sueña con la soberanía puede vivir a su despertar auténticas pesadillas, en concreto la realidad de un orden nuevo pardo al que la izquierda no pueda oponerse con un discurso propio.

Si algo nos enseña la historia de la filosofía política, es que la soberanía es el otro nombre del absolutismo. La soberanía popular no es, por consiguiente, la democracia, sino un cambio de titular de la monarquía absolutista. Soberanía y democracia son contradictorias, pues el supuesto pueblo soberano es -Rousseau da testimonio de ello- la creación del propio pueblo puesto en en lugar del soberano. Lo que este escamoteo del pueblo esconde es que lo que hace la soberanía no es el titular de la soberanía sino un dispositivo por el que se determina el lugar de la soberanía: ese lugar trascendente respecto de la multitud diversa y pluriforme que constituye la sociedad real. El lugar de la soberanía se fija a través de la representación de la multitud, esto es de su exclusión de la soberanía, dentro de un dispositivo en el que se considera que los actos del soberano representante son los de cada miembro de la multitud.
Peligrosa ficción esta que destituye de vida política y neutraliza cívicamente a los individuos y grupos, instituyendo para el soberano un monopolio de la política. Que el soberano sea el pueblo no modifica nada, pues "pueblo" se dice de dos maneras, antes y después de la representación: 1) antes es una multitud irreductible, 2) después es una voluntad única que pretende ser la "voluntad general". Si la primera forma del pueblo corresponde a la realidad, la segunda es una mera ficción legitimadora del mando. Lo único decisivo es el propio dispositivo que reparte los lugares: el de la soberanía y el de la obediencia al mando soberano. La democracia puede y debe pensarse sobre otra base que desbarata ese dispositivo de la soberanía, y sale completamente del marco absolutista. Esa otra base es lo común de la cooperación productiva, una cooperación que no solo produce bienes materiales sino que produce institucionalidad. Lo común existe en y por la cooperación que lo produce. La lengua griega antigua tenía un verbo que expresaba ese constituirse de lo común a través de una práctica colectiva de coperación: politeuein, hacer polis, hacer ciudad. La ciudad no aparece así nunca como realidad trascendente y soberana, sino como efecto de un hacer común reiterado. A través del politeuein se pudo pensar la democracia como máxima tensión a la vez incluyente y antagonista en la constitución de la ciudad por sus ciudadanos. Si hay dos lecciones de Grecia que hoy tenemos que recordar estas son: 1) que no hay soberanía democrática, 2) que no existe la democracia sin la práctica de lo común.

miércoles, 26 de abril de 2017

Fascismo histórico y populismos autoritarios

(Publicado en el número 4 de la revista El Soma)




La palabra "fascismo" tiene hoy en día escaso valor descriptivo y ha quedado relegado a la categoría de insulto. Hoy es "fascista" cualquier régimen o cualquier acto político que no sea del agrado de unos o de otros. Sin embargo, el término, acuñado por Benito Mussolini, quien le dedicó incluso un articulo publicado en la Enciclopedia Británica, se refiere a un movimiento político concreto, cuyos secuaces utilizaban el término con orgullo. Este movimiento, nacido en la Italia de los años 20 como consecuencia indirecta de la derrota de los movimientos revolucionarios de principios del siglo XX, se definía como una revolución nacional de carácter interclasista destinada a restablecer tanto a nivel interno como en el concierto europeo, la potencia y el prestigio del Estado nación italiano. Italia era, según Mussolini, una "nación proletaria", humillada por las potencias "plutocráticas" que se repartían el poder en Europa y en el mundo; el fascismo debería elevarla de nuevo al rango que -supuestamente- le correspondía..

Cuando hoy se aplica el término “fascismo” a los distintos populismos autoritarios que vemos desarrollarse en Europa, la India, Filipinas o los propios Estados Unidos, se pretende expresar mediante el uso de ese término forjado en los años 20 del siglo anterior la deriva autoritaria y nacionalista de estos regímenes. Cierto es que rasgos como el nacionalismo o el autoritarismo son comunes a ambas épocas, pero tampoco cabe minimizar las diferencias existentes entre ambas. En primer lugar, ninguno de los gobiernos autoritarios del siglo XXI cuenta con un movimiento de masas ni se plantea sustituir la democracia por otro orden político. Por otra parte, su nacionalismo no es incompatible con el neoliberalismo ni con la globalización, sino que se integra en ellos como una variante autoritaria. En lo esencial, el aspecto que más radicalmente cuestionan de los capitalismos democráticos es la democracia sobre todo cuando está va algo más allá de lo formal, no el capitalismo en su actual forma histórica, inseparable de la globalización.

Toda ilusión de que los populismos autoritarios puedan "moderar" el capitalismo y restablecer derechos sociales se verá enfrentada, incluso en las versiones "progresistas" del populismo, a la realidad material de un modo de producción que, en lo esencial, no cuestionan. Ello obedece a que el fenómeno actual del populismo autoritario opera exclusivamente en el ámbito de la representación política, evitando articular las fuerzas sociales capaces de transformar radicalmente el sistema. Sus propuestas económicas no van más allá de un keynesianismo nostálgico y su proyecto social se limita a una refundación parcial de las clases medias mermadas y debilitadas por la crisis a través de un nuevo pacto social basado en el Estado. Es fácilmente perceptible ese aspecto fundamental de “recambio” de la clase política en todas las variantes del populismo autoritario, desde la administración Trump hasta Marine Le Pen: todos ellos se oponen a clases políticas que consideran corruptas ofreciéndose como una nueva dirección capaz de "arreglar" sus países. Para ello se apoyan en todo un arco de posiciones sociales bastante diferenciadas que se ven unificadas por la nostalgia de la clase medía.

Esta nostalgia, o en algunos casos melancolía, pues se trata de la pérdida supuesta de un estatus social que nunca se tuvo, suele ir acompañada de la designación de un culpable bifronte, como el Dios Jano: por un lado, la gente poderosa que, desde la clase política, sirve a intereses foráneos, por otro, los extranjeros y los inmigrantes que se aprovechan de los mermados derechos sociales privando supuestamente de ellos a los nacionales. El populismo, como correctamente afirma Laclau, establece una frontera antagónica entre el nosotros y el ellos. Sin embargo, esta frontera no sigue el perfil de los antagonismos reales, ignora las relaciones sociales de producción y la lucha de clases, centrando lo político en un espacio imaginario y simbólico ajeno a la escisión social en que se basan nuestras sociedades. La oposición entre un nosotros sin consistencia social efectiva más allá de la nostalgia de la clase media y un ellos siempre relativamente oscuro e identificado con una trama conspirativa que une a sectores muy dispares, impne una "racialización" del adversario político. Si no existen relaciones sociales reales, el centro de atención de la política no es una relación, sino un tipo determinado de sujeto “malvado”. El antagonismo, privado de su base material en las relaciones de producción se dirige así a sujetos raciales imaginarios como los "bad hombres" latinos de Trump o  los traficantes de droga de Duterte en Filipinas, o  los islamistas de Marine Le Pen, o los inmigrantes de Wilders en Holanda. Todos ellos unidos a un "establishment" que ha favorecido la "invasión" con su política laxista. La lógica del capitalismo globalizado se hace así invisible, creándose en su lugar un teatro en el que los agentes sociales y las contradicciones de la realidad se ven sustituidos por una fantasmagoría, una pelea simplista de buenos y malos.

Esta desmaterialización de la política conduce a absurdas y paradójicas circunstancias como el uso por las extremas derechas francesa u holandesa de la retórica de los derechos de la mujer o de los gays contra las comunidades musulmanas, al mismo tiempo que estas mismas extremas derechas apoyan a un Donald Trump que combate abiertamente estos derechos. Los populismos autoritarios se pueden convertir en baluartes de la defensa de los derechos individuales que constituyen “nuestra forma de vida” cuando los oponen como una “identidad occidental” al “oscurantismo” y la “intolerancia” islámicos. Las absurdas polémicas sobre el “velo” o el “burkini” forman parte de una práctica del racismo justificada por la defensa de la ilustración y de las libertades. La novedad de esta práctica es muy relativa, ya que pertenece al más rancio bagaje colonial: en la Argelia colonizada por Francia, los colonizadores arrancaban el velo a las “indígenas” en nombre de la liberación de la mujer. Estas mismas tendencias políticas que emplean un lenguje “progresista” pueden, sin embargo, llegado el momento, oponerse a los derechos de mujeres y gays en nombre de “los valores cristianos y familiares.” Nunca ha sido muy problemática para los gobiernos autoritarios la utilización de un doble lenguaje, incluso de mensajes contradictorios. La multiplicación de discursos contradictorios acostumbra a la obediencia absoluta, la del sujeto que ya no busca razón alguna para someterse al mando. Los “bandazos” políticos han sido siempre un recurso de las tiranías.

A pesar de todas estas paradojas, lo que pretenden todos estas tendencias políticas es restablcer un mando político fuerte que imponga una salida reaccionaria de la crisis a las mayorías sociales, y reconstituir la legitimidad del Estado como centro de mando político del capital. No se trata de ningún regreso del fascismo, pues no parece que vaya a romperse la continuidad con el orden político “normal” del capitalismo democrático, pero esto no quiere decir que no pueda abrirse una larga fase de régimen de excepción en la que las libertades quedarían muy mermadas.

sábado, 15 de abril de 2017








Mi pequeña saeta materialista para la Semana Santa

"Lo que te he aconsejado continuamente, esas cosas, practícalas y medítalas, admitiendo que ellas son los elementos del buen vivir. Primeramente, estimando al dios como un viviente incorruptible y dichoso, como lo ha inscrito [en nosotros] la noción común de dios,8 no le atribuyas nada diferente a su incorruptibilidad o a la dicha; sino que todo lo que es poderoso a preservar la dicha unida a la incorruptibilidad, opínalo a su propósito. Pues, ciertamente, los dioses existen: en efecto, el conocimiento acerca de ellos es evidente. Pero no son como los estima vulgo; porque éste no
preserva tal cual lo que de ellos sabe. Y no es impío el que rechaza los dioses del vulgo, sino el que imputa a los dioses las opiniones del vulgo. Pues las afirmaciones del vulgo sobre los dioses no son prenociones, sino suposiciones falsas."
Epicuro, Carta a Meneceo


Vuelvo de una Semana Santa andaluza. Lo que es obvio es que las procesiones son un fenómeno de masas con una amplia participación popular. Para mí no tienen nada que ver con otra cosa que con la cultura popular de nuestro país que es católica, como la de Marruecos es musulmana o la de Suecia luterana. Ignorar ese hecho fundamental es cegarse a la realidad de países como España, Italia, e incluso Francia o Bélgica.

Esto no quiere decir que los que no somos católicos tengamos que serlo para ser españoles, pero sí que nuestra identidad cultural, incluso nuestra eventual identidad filosófica como materialistas debe atravesar estas capas ideológicas y no otras. Yo no soy contrario a esta tradición católica ni a sus ritos ni a sus tradiciones, pues expresa una fuerte necesidad de comunidad, de rechazo de la muerte en medio de una cultura profundamente tanática, de esa monstruosidad más opresiva que el fascismo que es el capitalismo convertido en forma general de la vida. Una tradición literalmente "sostenida" por las espaldas del pueblo que se niega a verla desaparecer, por mucho que no crea ya demasiado en el dogma católico, tiene algo de grandeza.

Quienes participan en una comunidad y en sus ritos no tienen una certeza dogmática, sino una creencia, al menos la fe en que el otro cree. Esto queda ilustrado en una anécdota del físico Niels Bohr: este había invitado a unos amigos a su casa de campo. A la entrada de la casa había una herradura. Al verla, los invitados le dijeron: "profesor Bohr, nos sorprende que usted crea en estas cosas". A lo que respondió: "yo no lo creo, pero les puedo asgurar que funciona, incluso si no se cree en ello." La fe es tal vez siempre y solo la fe del otro: eso es lo que la hace eficaz, como la magia según De Martino. Yo nunca opondré el racionalismo a esa fe: no puedo oponerme a la apertura de esa fe -que es la del otro y que en ella se sostiene- en nombre de la ciencia que es de todos y siempre es cuestionable e inacabada. La ciencia y la creencia (tanto religiosa como de cualquier otro tipo) son aspectos de la finitud y de la grandeza humana: géneros de conocimiento las denominaba Spinoza.

En el caso español es un grave error por parte de la izquierda oponerse a la religiosidad popular afirmando que está controlada por el poder, y ello por dos razones: 1) el propio poder solo se sostiene en los hombros de la gente y es una creación de esta, 2) todo lo grande que se ha hecho en este mundo, los más bellos e ingeniosos monumentos, las mayores obras de arte, es directa o indirectamente fruto de la potencia productiva de la multitud: la única que existe y que es parte de esa potencia de la naturaleza que algunos llamamos Dios. En la izquierda italiana, la tradición gramsciana, pero también la muy real y efectiva tradición popular y obrera católica hacen casi imposibles las actitudes sectarias ante las tradiciones populares religiosas. Como decía Andreotti, comparando la política española con la italiana, en España "manca finezza", y mucho más aún en una izquierda cuya continuidad histórica y cultural fue cercenada por ese régimen mil veces más terrible que el fascismo italiano que fue el exterminismo colonial franquista.

La grandeza de un Dios que muere y resucita se sostiene en los hombros de mucha gente que todavía solo intuye vagamente que todo lo que es ese Dios somos los hombres mismos y el resto de la naturaleza. La resurrección del Dios hecho hombre es una imagen de la eternidad de Dios, esto es de la potencia infinita en la que los hombre surgimos como realidades finitas, como olas de un inmenso océano. El ondular de los costaleros llevando al Hijo de Dios afirma y supera a la vez esa finitud.