lunes, 10 de julio de 2017

Ignorantia non est argumentum. Sobre Muñoz Molina y Althusser

(Estas breves observaciones constituyen una reacción al artículo de Muñoz Molina titulado Liturgia del gurú publicado, naturalmente, en El País.)

Ignorantia non est argumentum. La ignorancia no es un argumento. Tal vez sea esta una de las escasas frases de Spinoza que Marx repite en su obra y correspondencia. No se trata en modo alguno de despreciar al ignorante, sino de negar que un argumento basado en la ignorancia tenga valor alguno. La ignorancia como tal no es ningún mal, sino la suerte común a unos seres finitos como los humanos: podemos conocer muchas cosas, pero también ignoramos otras muchas...inevitablemente. Lo único grave es hacer pasar una ignorancia por un saber. Louis Althusser fue un spinozista coherente que se rigió siempre por este principio. Muñoz Molina no parece ser sensible a ese argumento y centra su crónica sentimental de la conferencia de Althusser en Granada en su perfecta ignorancia del contenido de esta y en el desprecio hacia los oyentes. No hay mención en su artículo de ninguno de los argumentos de Althusser en esa, por lo demás, interesantísima conferencia sobre el estatuto de la filosofía en el marxismo, solo comentarios subjetivos de la "vivencia" en que se tradujo para él el acontecimiento de la conferencia del filósofo materialista francés.

La filosofía requiere tomar distancia respecto del sentido común, o lo que es lo mismo, de la ideología. No se trata de reconocerse en un discurso comúnmente aceptado (la oscuridad de la filosofía) y de partir de ese reconocimiento inmediato, de esa ilusión de transparencia que es pura ignorancia, para juzgar un discurso filosófico. La filosofía no parte de la ignorancia sino que la desvela en nombre de la posibilidad de una producción rigurosa de verdades a través de la práctica teórica de las ciencias. No existe así la "verdad" que todos reconocemos -y que la escolástica declara una propiedad "trascendental" del ser por encima de sus distintas categorías- sino solo "verdades" producidas y contrastadas experimentalmente en el marco de dispositivos científicos. Frente al claro espejo de la ideología, el proceso de producción exigente de la práctica científica.

He consultado personalmente en el archivo Althusser del IMEC conservado en la Abadía de Ardenne los ejemplares del Capital que pertenecieron a Althusser, en francés y en alemán. Se observa una desproporción en las anotaciones entre el libro I y los libros II y III, pero, evidentemente, Althusser había leído el Capital en el momento del seminario "Leer el Capital". Probablemente no hubiera procedido antes del mencionado seminario a una lectura detenida del texto y se hubiera conformado con un conocimiento manualístico, pero tanto sus intervenciones en el seminario recogidas en Lire le Capital como textos sucesivos muestran que Althusser era un excelente lector filosófico de Marx, un lector al que debemos la posibilidad de leer hoy a Marx y de pensar con Marx, más allá de la oscura teología del marxismo realmente existente. En cierto modo, Althusser rescató a Marx para la posteridad repitiendo el modo de lectura a contrapelo de todo reconocimiento ideológico que el propio Marx aprendió del Tratado teológico-político de Spinoza. Nunca se trató para Althusser de reconocer un sentido al texto de Marx, sino de producir el conocimiento de este texto reconstruyendo a partir de sus significantes las tesis filosóficas que lo atraviesan y lo sostienen.

Obviamente, este ejercicio debe parecer asombroso, inútil y oscuro a un publicista como Muñoz Molina cuya labor fundamental es la de asentar e ilustrar el sentido común del régimen actual, esto es de producir una ilusión de conocimiento al envolver su ignorancia en palabras en las que todos podemos reconocernos. No todo el mundo debe dedicarse a la filosofía (aunque, como nos recuerdan Epicuro y Gramsci, todo el mundo puede hacerlo), pero sería bueno que quienes no lo hacen reconocieran con modestia su propia ignorancia en lugar de eructarla como supuesto argumento.

domingo, 18 de junio de 2017

El compañero Pedro Sánchez: ¿héroe o embaucador?






El retorno de Pedro Sánchez a la secretaría general del PSOE tiene mucho de teatral. De hecho, desde su propia elección con el apoyo del aparato del partido, Pedro Sánchez había sido modelado para el espectáculo. El PSOE necesitaba responder a la irrupción de Podemos y carecía entre los viejos exponentes de la dirección de un personaje capaz de dar una imagen mediática medianamente aceptable para los jóvenes. Les costó encontrarlo, pero dieron con él. Susana Díaz, la lideresa andaluza del PSOE dijo de él  con crueldad de burócrata sin escrúpulos : « Pedro no vale, pero nos vale ». Nadie confiaba en la capacidad política del personaje : ni su altura intelectual, ni su experiencia política de burócrata de partido sin relación alguna con los movimientos sociales hacían de él nada excepcional. Juventud, mediocridad : un muñeco al que algunos malvados llamaron « Ken », como el novio de la muñeca Barbie. Un muñeco que podía utilizarse en la escena mediática para frenar a Podemos, como desde la derecha se utilizaba a Rivera, el joven líder de Ciudadanos, para cubrir el flanco centrista de Podemos.

Pedro Sánchez tuvo que ocultar en su nuevo recorrido de líder algunas cosillas del pasado, como su paso por Bankia o su voto en el consejo de administración de Bankia en favor de las acciones « preferentes » con las que el banco estafó a miles de ancianos convirtiendo sus ahorros en acciones rápidamente desvalorizadas. Pedro Sánchez nunca fue un Sanders o un Corbyn, un renovador radical de la socialdemocracia : solo era él como icono, con su lenguaje vacío y su chaqueta con camisa, pero sin corbata. Con su campaña de publicidad digna del Corte Inglés. Sánchez tuvo que disfrazarse de « populista » para incidir en la nueva coyuntura y arrebatarle votos a Podemos, impidiendo que Podemos llegase a ser la segunda fuerza política del país después del PP.  Algún éxito tuvo, pues los resultados de Podemos en las dos últimas elecciones legislativas fueron bastante más mediocres de los esperado por unos..o lo temido por otros. En ello tuvo cierta influencia la nueva imagen de mercado del PSOE representada por Sánchez, pero también la incapacidad de la dirección de Podemos de captar en su favor el apoyo de unos movimientos sociales en los que asienta su legitimidad. Un Podemos burocratizado y normalizado, convertido en partido-empresa dedicado a constantes campañas de imagen difícilmente podría competir con un viejo, poderoso y adinerado aparato político como el del PSOE. De hecho, su bjetivo que fue inicialmente provocar una insurrección electoral que desencadenara un proceso constituyente se redujo a superar al PSOE (el « sorpasso ») y, más modestamente, a echar al PP apoyando un gobierno del PSOE.

Las propuestas de Podemos fueron desoidas por Sánchez, quien no se podía permitir hacer entrar a Podemos en su gobierno y dio prioridad a un pacto con Ciudadanos respecto a cualquier acuerdo con Podemos. En las últimas elecciones generales, se mantuvo la situación de callejón sin salida que motivó la nueva convocatoria electoral : no era posible un gobierno del PSOE que no incluyera a Podemos y contar con el apoyo de Ciudadanos y de los principales enemigos de estos : los indpendentistas catalanes y vascos. Ante el callejón sin salida provocado por un Pedro Sánchez que no podía permitir que gobernase el PP si quería ser fiel a su compromiso electoral y tampoco podía aliarse con Podemos, la dirección histórica del PSOE, los viejos barones del partido miembros de todos los consejos de administración, dio un golpe de Estado mediante una interpretación abusiva de los estatutos del PSOE y echó a Pedro Sánchez. Poco después, la gestora del PSOE decidió que los diputados del PSOE permitieran en aras de la « gobernabilidad » y de la « reponsabilidad de Estado » que gobernase el PP y formase gobierno el incombustible Mariano Rajoy. Esto marcó el comienzo de la travesía del desierto de Pedro Sánchez, quien abandonó su escaño de diputado y dedicó su tiempo durante un año a tomar contacto con las bases del partido socialista, buena parte de las cuales no aceptaba que el PSOE hubiera permitido un nuevo gobierno de la derecha.

Las últimas elecciones internas del PSOE pemitieron a Pedro Sánchez regresar al poder tras haber derrotado a la candidata del aparato, Susana Díaz y a un candidato menor. Sánchez utilizó para ello un discurso algo más de izquierda y se rodeó de un equipo más claramente socialdemócrata que social-liberal. Tras esta travesía del desierto, hay quien hoy lo saluda como un nuevo Corbyn que ha sido capaz de derrotar a la derecha del partido. A pesar de los puños en alto y del canto de la Internacional antes la sede madrileña del partido durante la celebración de la victoria, Sánchez no se compromete a gran cosa, ni siquiera a echar a Rajoy. De momento, anuncia claramente que no apoyará la moción de censura presentada por Podemos, con el muy cínico argumento de que Podemos, al no apoyar un gobierno PSOE-Ciudadanos era el responsable de que hoy gobierne Mariano Rajoy.

La peripecia que ha protagonizado Sánchez resulta teatral. Recuerda claramente la historia narrada por Indro Montanelli y llevada al cine por Rossellini del General della Rovere. La historia de un traidor infiltrado en las filas de la resistencia italiana por el ocupante nazi que acaba cambiando de bando y haciéndose un héroe de la resistencia. En efecto, Sánchez era una figura destinada a infiltrarse en los medios más moderados de los que fue el 15M, hasta que su choque con el aparato que lo había designado y pretendía utilizarlo lo convirtiera en un nuevo indignado. Tal vez falso y teatral, pero es difícil en el ser humano discernir lo que es mera dramatización y los que es realidad de los afectos y las creencias. Por un lado, Sánchez ha logrado poner en crisis al aparato del PSOE que lo expulsó y dio lugar a este retorno y, tal vez a esta transformación. Sin embargo, Sánchez no es en modo alguno un militante social y político como Sanders o Corbyn sino un hombre de los estratos medios del aparato del PSOE. Lo importante en su regreso es la ola de indignación interna -el 15M del PSOE- que lo devolvió a la secretaría general, pero esa ola que, en términos de Maquiavelo podríamos considerar como equivalente a la Fortuna es difícil que encuentre del lado de este personaje la suficiente « virtù ». Tampoco parece que la anquilosada y sectaria dirección de Podemos sea muy capaz de aprovechar la coyuntura abierta.

lunes, 8 de mayo de 2017

La democracia: contra la guerra civil, por la guerra social



Si la izquierda quiere terminar de suicidarse, le basta seguir regalando el proyecto europeo a los neoliberales. A la alternativa que estos plantean a nivel nacional y europeo entre la guerra social que ellos proponen contra las clases populares a niveles nacional y europeo, y la guerra civil que nos quieren imponer los fascistas, las poblaciones europeas han respondido oponiéndose a la guerra civil. Es una reacción correcta: la democracia y la construcción europea son bastiones contra la guerra civil. Lo han hecho en sucesivas elecciones dando la victoria a opciones neoliberales tanto en Francia y Alemania ayer, como en Holanda hace un par de meses. El neoliberalismo, desde el principio, retomó del liberalismo clásico su voluntad de oponerse a una política de la violencia (el "espíritu de conquista" del que hablara Benjamin Constant), y concibió el dominio del mercado sobre la sociedad como el más eficaz recurso contra el totalitarismo. Su propuesta es clara: sustituir la guerra civil por una guerra social no declarada. Confundir neoliberalismo y fascismo y proponer para combatirlos a ambos un imposible camino de regreso a las soberanías nacionales es aceptar contra la guerra social la misma receta del fascismo: el retorno a la guerra civil. Melancolía y violencia.

Esto no quiere decir, sin embargo, que haya que tomar partido por los neoliberales en la guerra social, sino muy estrictamente lo contrario: hay que construir democráticamente el otro bando de la guerra social tanto en cada uno de los países de la UE como a nivel de la propia UE. La Unión Europea se construyó a partir de una victoria contra el fascismo que alejó la guerra civil de nuestro continente. Hoy nos corresponde seguir construyendo la Unión Europea desde la perspectiva de una transformación social radical que haga posible una democracia digna de este nombre en todo nuestro continente y favorezca los procesos democráticos en el resto del mundo. Ello implica salir de una UE dominada por los Estados y dotarse de un gobierno federal democrático en el marco de una democracia europea multiniveles. No se puede regalar la bandera de la democracia y del rechazo a la guerra civil fascista a los neoliberales.

La guerra civil destruye la sociedad humana, liquida las potencias de la cooperación, crea miseria y opresión. La guerra social, en cambio, se inscribe en el marco de una resistencia social que edifica regímenes de libertad y promueve un marco de paz civil y de democracia a los distintos niveles de la vida política. Oponerse a la guerra civil a todos los niveles: subestatal, estatal, europeo y mundial implica aceptar el desafío de los neoliberales en lugar de rehuirlo. El neoliberalismo en su fase inicial sirvió para hurtar a las clases populares su victoria contra el fascismo, en su fase madura para desviar la potencia revlucionaria del 68 mundial hacia una reconstitución del orden capitalista. En ambos casos aprovechó legítimas aspiraciones de libertad de las clases populares para ponerlas al servicio del mando del capital. Hoy, hemos de saber dar a esas aspiraciones una expresión institucional autónoma, más allá de los Estados, del mercado y del mando capitalista. Sin ello, continuará la alternancia entre neoliberalismo y fascismo que está destruyendo nuestra existencia política y pervirtiendo el nombre mismo de "libertad".

miércoles, 3 de mayo de 2017

Las peligrosas metonimias de Le Pen




(Texto publicado en el blog Contraparte del diario Público)


Si Marine Le Pen hubiera podido elegir su rival para la segunda vuelta de las presidenciales francesas, habría elegido sin duda a Emmanuel Macron. Nadie como Macron encarna en efecto el objeto de odio preferido de una buena parte de la población francesa golpeada por la crisis inacabable. Es, para empezar, un antiguo empleado del banco Rothschild, lo cual satisface los bajos instintos del antisemitismo francés y europeo más clásico, para el cual el judío se identifica con la finanza sin patria. Esta identificación opera solo para una franja limitada del electorado, la más próxima a los planteamientos racistas originarios del Frente Nacional, esa organización procedente de la convergencia de todas las extremas derecha francesas, de Vichy a los partidarios de la Argelia francesa al neonazismo de Ordre Nouveau. Sin embargo, a partir de esta identificación se abre un peligroso campo de metonimias que hacen discurrir el odio de un objeto a otro: de la finanza internacional a la «globalización neoliberal», de esta a la Unión Europea y a toda forma de transnacionalismo y cosmopolitismo, del cosmopolitismo a los inmigrantes y los refugiados. Macron sintetiza los objetos de odio de los nacionalistas identitarios y los antisemitas, pero también el de los detractores de la globalización como origen de todos los males, entre los cuales se encuentra bien situada la derecha soberanista nostálgica de la Francia imperial y colonial, pero también la izquierda soberanista que sueña con espacios de preferencia nacional capaces de «proteger» a los trabajadores franceses. Sin contar a los nuevos racistas antiislamistas, pues la globalización se ve como el hueco por el cual el Islam se ha introducido en Francia y en Europa como fermento de descomposición de la civilización europea, e incluso como vector de una amenaza «terrorista».

De este modo, el discurso de Marine Le Pen ha podido, según los cánones de los «lenguajes totalitarios» descritos por Jean-Pierre Faye, instalarse en la ambivalencia más absoluta: laico frente a los musulmanes, católico y tradicionalista de cara a los identitarios, liberal y desregulador en materia fiscal y de derechos sociales, y proteccionista de cara a la industria nacional, así como «protector» frente a los trabajadores franceses. El inconsciente, dice Freud, no conoce la negación, ni la contradicción. La señora Le Pen encarna la idea de una comunidad nacional reconciliada frente a un enemigo cosmopolita cuya identidad puede variar, identificándose con el judío (la banca Rothschild), el financiero, el inmigrante, el terrorista o, simplemente, el intelectual alejado de la vida real de la población. Típicamente, el antagonismo social interno al capitalismo se desplaza hacia un antagonismo entre la nación y lo que pretende disolverla. Todo lo «disolvente», todo lo que da miedo a una población cuyas clases medias se encogen como resultado de las políticas de austeridad, queda así asociado con Emmanuel Macron. Macron, como antiguo ministro de finanzas de Hollande, asociado a la odiada ley El Khomry (que sirvió de detonador a la Nuit Debout), representa incluso, aun no siendo miembro del PS, la traición de la izquierda socialdemócrata protagonizada por Hollande.

Cada día que pasa entre la primera y la segunda vuelta de la campaña electoral francesa, Marine Le Pen utiliza este arsenal discursivo, evitando sus aspectos más brutales como el antisemitismo o el catolicismo identitario que sirven solo de fondo implícito pero eficaz a las series de identificaciones posteriores. Esto hace que el discurso de la Sra Le Pen sea difícil de distinguir en muchos de sus aspectos del de una izquierda que juega, como el Frente Nacional, en el terreno del soberanismo y de la identidad nacional. Esta izquierda que exhibe la bandera francesa y canta una Marsellesa cuyo espíritu revolucionario se desvaneció hace mucho (hace ya muchos años que el propio Frente Nacional, que antes la rechazara por ser un himno revolucionario, la hizo suya como himno nacional) tiene como única estrategia de lucha contra el capitalismo neoliberal el repliegue en políticas proteccionistas y la denuncia de la globalización y de la Unión Europea. Asumiendo como un hecho el argumento falso y cínico de que las políticas de austeridad que suponen empobrecimiento y pérdida de derechos para la mayor parte de la ciudadanía «vienen» de Bruselas, Mélenchon y su Francia Insumisa atacan la construcción europea como causa de todos los males sociales. Para hacerlo, naturalmente, olvidan el hecho, nada irrelevante, de que todas las medidas adoptadas a nivel europeo son propuestas por una Comisión nombrada por los Estados miembros y aprobadas por un Consejo integrado por…los Estados miembros.

Esperar que se reviertan las políticas neoliberales atacando el proyecto de construcción europea es considerar que el neoliberalismo no es ya hegemónico en cada uno de los Estados y acariciar el sueño de un «neoliberalismo en un solo país» como solución al neoliberalismo a escala europea o mundial. La única solución que proponen es «más Estado» y «más fronteras», como si el propio neoliberalismo no fuera ya una orgía de gasto público y de intervencionismo estatal orientado a la liquidación del Estado del bienestar y de todo resto de bienes comunes. Es imposible que un Estado «soberano» pueda poner coto por sí solo a los efectos nocivos del neoliberalismo, pues ese Estado quedaría cercado por un mercado europeo y mundial a cuyos imperativos tendría que ceder en condiciones de mayor debilidad que dentro incluso de la actual y muy insuficiente trama institucional europea. La constitución de un orden de lo común debe seguir el trazado de las redes de cooperación productiva hoy existentes, a escala europea y mundial, no confiar en el cierre de las fronteras y el repliegue soberano. Para ello, es necesario obrar en favor de una Unión Europea democrática y, por consiguiente, federal y no oponerse a ella, como lo hacen todas las oligarquías, incluso las que se declaran «europeistas».



No se puede, sin embargo, esperar a que la izquierda de Mélenchon comprenda esto, ya es demasiado tarde. Tras años de que esa izquierda tenga asumido un marco discursivo soberanista difícil de diferenciar del de la extrema derecha, Marine Le Pen puede pedir sin sonrojo el voto para el Frente Nacional a los votantes de Mélenchon, mientras este calla y evita dar una consigna de voto y el Frente sigue subiendo en los sondeos. Los argumentos en favor de ese silencio o, incluso, de una abstención en la segunda vuelta se basan en una minimización del peligro de la extrema derecha xenófoba, racista y colonial, y una demonización absoluta de Macron como símbolo de la globalización. Liberalismo y fascismo serían «lo mismo», como en los años 30 lo eran la socialdemocracia, calificada de «socialfascista», y los nazis. Esta línea disparatada se resume hoy en un argumento delirante: ¡votar hoy a Macron para evitar la victoria del Frente Nacional es preparar el terreno para una victoria de este en 2022! Esto supone que dejar a la extrema derecha la más alta magistratura del Estado francés (no olvidemos que la Quinta República francesa es un régimen presidencialista) supondría una posición más favorable para la izquierda cuando no más desfavorable para una Marine Le Pen ya en el poder. Esa hipótesis solo se puede sostener sobre dos supuestos previos: 1) o bien el Frente Nacional no es un peligro para la democracia, o bien, lo que es aún peor, 2) existe un terreno común entre la izquierda soberanista y el FN. El primer supuesto sirve de base a un muy irresponsable llamamiento a la abstención que en España ha tenido eco en un sector de Podemos y en algunos integrantes de su dirección como Pablo Echenique. El segundo supuesto ha encontrado su expresión entre los partidarios de la hipótesis populista para los cuales existen coincidencias no casuales entre la voluntad de «comunidad», de «identidad» y de «protección» de las bases de la extrema derecha y de la izquierda.

A la vez que cabe esperar que los franceses respondan a la muy real amenaza contra la democracia que supone el Frente Nacional eligiendo en la segunda vuelta el «mal menor», es preciso recordar que esa amenaza surge de la impotencia de la izquierda a la hora de combatir las políticas neoliberales. Es doloroso, desde la perspectiva de hoy, comprobar cómo la izquierda ha contribuido a desorganizar a los de abajo en lugar de ayudar a estructurar la resistencia social y una política de clase. Ahora compite con gran desventaja con la extrema derecha bajo el marco de «proteger a los trabajadores». La idea de una plebe incapaz de organizarse por sí misma y que solo puede ser representada o protegida es común a los discursos de los tribunos de la extrema derecha y de la izquierda soberanista. Tal vez las cosas fueran hoy distintas si, en lugar de ofrecer protección a cambio de fidelidad y obediencia (al mejor estilo de Hobbes o de Corleone) la izquierda hubiese impulsado la democracia efectiva y la participación y autoorganización de los trabajadores a nivel nacional, europeo y mundial.

domingo, 30 de abril de 2017

Soberania o democracia

En un momento en que Marine Le Pen defiende la "soberanía popular" apelando a un electorado de izquierda que también la defiende, es necesario hacer algunas precisiones sobre este concepto dado erróneamente por el fundamento mismo de la democracia. El "o" de la expresión "soberanía o democracia" alegremente manejada a derecha e izquierda, no puede, sin engaño, ser inclusivo ni explicativo, no es en latín ni un "vel" ni un "sive", sino un "o" exclusivo, en latín un "aut".Quien todavía sueña con la soberanía puede vivir a su despertar auténticas pesadillas, en concreto la realidad de un orden nuevo pardo al que la izquierda no pueda oponerse con un discurso propio.

Si algo nos enseña la historia de la filosofía política, es que la soberanía es el otro nombre del absolutismo. La soberanía popular no es, por consiguiente, la democracia, sino un cambio de titular de la monarquía absolutista. Soberanía y democracia son contradictorias, pues el supuesto pueblo soberano es -Rousseau da testimonio de ello- la creación del propio pueblo puesto en en lugar del soberano. Lo que este escamoteo del pueblo esconde es que lo que hace la soberanía no es el titular de la soberanía sino un dispositivo por el que se determina el lugar de la soberanía: ese lugar trascendente respecto de la multitud diversa y pluriforme que constituye la sociedad real. El lugar de la soberanía se fija a través de la representación de la multitud, esto es de su exclusión de la soberanía, dentro de un dispositivo en el que se considera que los actos del soberano representante son los de cada miembro de la multitud.
Peligrosa ficción esta que destituye de vida política y neutraliza cívicamente a los individuos y grupos, instituyendo para el soberano un monopolio de la política. Que el soberano sea el pueblo no modifica nada, pues "pueblo" se dice de dos maneras, antes y después de la representación: 1) antes es una multitud irreductible, 2) después es una voluntad única que pretende ser la "voluntad general". Si la primera forma del pueblo corresponde a la realidad, la segunda es una mera ficción legitimadora del mando. Lo único decisivo es el propio dispositivo que reparte los lugares: el de la soberanía y el de la obediencia al mando soberano. La democracia puede y debe pensarse sobre otra base que desbarata ese dispositivo de la soberanía, y sale completamente del marco absolutista. Esa otra base es lo común de la cooperación productiva, una cooperación que no solo produce bienes materiales sino que produce institucionalidad. Lo común existe en y por la cooperación que lo produce. La lengua griega antigua tenía un verbo que expresaba ese constituirse de lo común a través de una práctica colectiva de coperación: politeuein, hacer polis, hacer ciudad. La ciudad no aparece así nunca como realidad trascendente y soberana, sino como efecto de un hacer común reiterado. A través del politeuein se pudo pensar la democracia como máxima tensión a la vez incluyente y antagonista en la constitución de la ciudad por sus ciudadanos. Si hay dos lecciones de Grecia que hoy tenemos que recordar estas son: 1) que no hay soberanía democrática, 2) que no existe la democracia sin la práctica de lo común.

miércoles, 26 de abril de 2017

Fascismo histórico y populismos autoritarios

(Publicado en el número 4 de la revista El Soma)




La palabra "fascismo" tiene hoy en día escaso valor descriptivo y ha quedado relegado a la categoría de insulto. Hoy es "fascista" cualquier régimen o cualquier acto político que no sea del agrado de unos o de otros. Sin embargo, el término, acuñado por Benito Mussolini, quien le dedicó incluso un articulo publicado en la Enciclopedia Británica, se refiere a un movimiento político concreto, cuyos secuaces utilizaban el término con orgullo. Este movimiento, nacido en la Italia de los años 20 como consecuencia indirecta de la derrota de los movimientos revolucionarios de principios del siglo XX, se definía como una revolución nacional de carácter interclasista destinada a restablecer tanto a nivel interno como en el concierto europeo, la potencia y el prestigio del Estado nación italiano. Italia era, según Mussolini, una "nación proletaria", humillada por las potencias "plutocráticas" que se repartían el poder en Europa y en el mundo; el fascismo debería elevarla de nuevo al rango que -supuestamente- le correspondía..

Cuando hoy se aplica el término “fascismo” a los distintos populismos autoritarios que vemos desarrollarse en Europa, la India, Filipinas o los propios Estados Unidos, se pretende expresar mediante el uso de ese término forjado en los años 20 del siglo anterior la deriva autoritaria y nacionalista de estos regímenes. Cierto es que rasgos como el nacionalismo o el autoritarismo son comunes a ambas épocas, pero tampoco cabe minimizar las diferencias existentes entre ambas. En primer lugar, ninguno de los gobiernos autoritarios del siglo XXI cuenta con un movimiento de masas ni se plantea sustituir la democracia por otro orden político. Por otra parte, su nacionalismo no es incompatible con el neoliberalismo ni con la globalización, sino que se integra en ellos como una variante autoritaria. En lo esencial, el aspecto que más radicalmente cuestionan de los capitalismos democráticos es la democracia sobre todo cuando está va algo más allá de lo formal, no el capitalismo en su actual forma histórica, inseparable de la globalización.

Toda ilusión de que los populismos autoritarios puedan "moderar" el capitalismo y restablecer derechos sociales se verá enfrentada, incluso en las versiones "progresistas" del populismo, a la realidad material de un modo de producción que, en lo esencial, no cuestionan. Ello obedece a que el fenómeno actual del populismo autoritario opera exclusivamente en el ámbito de la representación política, evitando articular las fuerzas sociales capaces de transformar radicalmente el sistema. Sus propuestas económicas no van más allá de un keynesianismo nostálgico y su proyecto social se limita a una refundación parcial de las clases medias mermadas y debilitadas por la crisis a través de un nuevo pacto social basado en el Estado. Es fácilmente perceptible ese aspecto fundamental de “recambio” de la clase política en todas las variantes del populismo autoritario, desde la administración Trump hasta Marine Le Pen: todos ellos se oponen a clases políticas que consideran corruptas ofreciéndose como una nueva dirección capaz de "arreglar" sus países. Para ello se apoyan en todo un arco de posiciones sociales bastante diferenciadas que se ven unificadas por la nostalgia de la clase medía.

Esta nostalgia, o en algunos casos melancolía, pues se trata de la pérdida supuesta de un estatus social que nunca se tuvo, suele ir acompañada de la designación de un culpable bifronte, como el Dios Jano: por un lado, la gente poderosa que, desde la clase política, sirve a intereses foráneos, por otro, los extranjeros y los inmigrantes que se aprovechan de los mermados derechos sociales privando supuestamente de ellos a los nacionales. El populismo, como correctamente afirma Laclau, establece una frontera antagónica entre el nosotros y el ellos. Sin embargo, esta frontera no sigue el perfil de los antagonismos reales, ignora las relaciones sociales de producción y la lucha de clases, centrando lo político en un espacio imaginario y simbólico ajeno a la escisión social en que se basan nuestras sociedades. La oposición entre un nosotros sin consistencia social efectiva más allá de la nostalgia de la clase media y un ellos siempre relativamente oscuro e identificado con una trama conspirativa que une a sectores muy dispares, impne una "racialización" del adversario político. Si no existen relaciones sociales reales, el centro de atención de la política no es una relación, sino un tipo determinado de sujeto “malvado”. El antagonismo, privado de su base material en las relaciones de producción se dirige así a sujetos raciales imaginarios como los "bad hombres" latinos de Trump o  los traficantes de droga de Duterte en Filipinas, o  los islamistas de Marine Le Pen, o los inmigrantes de Wilders en Holanda. Todos ellos unidos a un "establishment" que ha favorecido la "invasión" con su política laxista. La lógica del capitalismo globalizado se hace así invisible, creándose en su lugar un teatro en el que los agentes sociales y las contradicciones de la realidad se ven sustituidos por una fantasmagoría, una pelea simplista de buenos y malos.

Esta desmaterialización de la política conduce a absurdas y paradójicas circunstancias como el uso por las extremas derechas francesa u holandesa de la retórica de los derechos de la mujer o de los gays contra las comunidades musulmanas, al mismo tiempo que estas mismas extremas derechas apoyan a un Donald Trump que combate abiertamente estos derechos. Los populismos autoritarios se pueden convertir en baluartes de la defensa de los derechos individuales que constituyen “nuestra forma de vida” cuando los oponen como una “identidad occidental” al “oscurantismo” y la “intolerancia” islámicos. Las absurdas polémicas sobre el “velo” o el “burkini” forman parte de una práctica del racismo justificada por la defensa de la ilustración y de las libertades. La novedad de esta práctica es muy relativa, ya que pertenece al más rancio bagaje colonial: en la Argelia colonizada por Francia, los colonizadores arrancaban el velo a las “indígenas” en nombre de la liberación de la mujer. Estas mismas tendencias políticas que emplean un lenguje “progresista” pueden, sin embargo, llegado el momento, oponerse a los derechos de mujeres y gays en nombre de “los valores cristianos y familiares.” Nunca ha sido muy problemática para los gobiernos autoritarios la utilización de un doble lenguaje, incluso de mensajes contradictorios. La multiplicación de discursos contradictorios acostumbra a la obediencia absoluta, la del sujeto que ya no busca razón alguna para someterse al mando. Los “bandazos” políticos han sido siempre un recurso de las tiranías.

A pesar de todas estas paradojas, lo que pretenden todos estas tendencias políticas es restablcer un mando político fuerte que imponga una salida reaccionaria de la crisis a las mayorías sociales, y reconstituir la legitimidad del Estado como centro de mando político del capital. No se trata de ningún regreso del fascismo, pues no parece que vaya a romperse la continuidad con el orden político “normal” del capitalismo democrático, pero esto no quiere decir que no pueda abrirse una larga fase de régimen de excepción en la que las libertades quedarían muy mermadas.

sábado, 15 de abril de 2017








Mi pequeña saeta materialista para la Semana Santa

"Lo que te he aconsejado continuamente, esas cosas, practícalas y medítalas, admitiendo que ellas son los elementos del buen vivir. Primeramente, estimando al dios como un viviente incorruptible y dichoso, como lo ha inscrito [en nosotros] la noción común de dios,8 no le atribuyas nada diferente a su incorruptibilidad o a la dicha; sino que todo lo que es poderoso a preservar la dicha unida a la incorruptibilidad, opínalo a su propósito. Pues, ciertamente, los dioses existen: en efecto, el conocimiento acerca de ellos es evidente. Pero no son como los estima vulgo; porque éste no
preserva tal cual lo que de ellos sabe. Y no es impío el que rechaza los dioses del vulgo, sino el que imputa a los dioses las opiniones del vulgo. Pues las afirmaciones del vulgo sobre los dioses no son prenociones, sino suposiciones falsas."
Epicuro, Carta a Meneceo


Vuelvo de una Semana Santa andaluza. Lo que es obvio es que las procesiones son un fenómeno de masas con una amplia participación popular. Para mí no tienen nada que ver con otra cosa que con la cultura popular de nuestro país que es católica, como la de Marruecos es musulmana o la de Suecia luterana. Ignorar ese hecho fundamental es cegarse a la realidad de países como España, Italia, e incluso Francia o Bélgica.

Esto no quiere decir que los que no somos católicos tengamos que serlo para ser españoles, pero sí que nuestra identidad cultural, incluso nuestra eventual identidad filosófica como materialistas debe atravesar estas capas ideológicas y no otras. Yo no soy contrario a esta tradición católica ni a sus ritos ni a sus tradiciones, pues expresa una fuerte necesidad de comunidad, de rechazo de la muerte en medio de una cultura profundamente tanática, de esa monstruosidad más opresiva que el fascismo que es el capitalismo convertido en forma general de la vida. Una tradición literalmente "sostenida" por las espaldas del pueblo que se niega a verla desaparecer, por mucho que no crea ya demasiado en el dogma católico, tiene algo de grandeza.

Quienes participan en una comunidad y en sus ritos no tienen una certeza dogmática, sino una creencia, al menos la fe en que el otro cree. Esto queda ilustrado en una anécdota del físico Niels Bohr: este había invitado a unos amigos a su casa de campo. A la entrada de la casa había una herradura. Al verla, los invitados le dijeron: "profesor Bohr, nos sorprende que usted crea en estas cosas". A lo que respondió: "yo no lo creo, pero les puedo asgurar que funciona, incluso si no se cree en ello." La fe es tal vez siempre y solo la fe del otro: eso es lo que la hace eficaz, como la magia según De Martino. Yo nunca opondré el racionalismo a esa fe: no puedo oponerme a la apertura de esa fe -que es la del otro y que en ella se sostiene- en nombre de la ciencia que es de todos y siempre es cuestionable e inacabada. La ciencia y la creencia (tanto religiosa como de cualquier otro tipo) son aspectos de la finitud y de la grandeza humana: géneros de conocimiento las denominaba Spinoza.

En el caso español es un grave error por parte de la izquierda oponerse a la religiosidad popular afirmando que está controlada por el poder, y ello por dos razones: 1) el propio poder solo se sostiene en los hombros de la gente y es una creación de esta, 2) todo lo grande que se ha hecho en este mundo, los más bellos e ingeniosos monumentos, las mayores obras de arte, es directa o indirectamente fruto de la potencia productiva de la multitud: la única que existe y que es parte de esa potencia de la naturaleza que algunos llamamos Dios. En la izquierda italiana, la tradición gramsciana, pero también la muy real y efectiva tradición popular y obrera católica hacen casi imposibles las actitudes sectarias ante las tradiciones populares religiosas. Como decía Andreotti, comparando la política española con la italiana, en España "manca finezza", y mucho más aún en una izquierda cuya continuidad histórica y cultural fue cercenada por ese régimen mil veces más terrible que el fascismo italiano que fue el exterminismo colonial franquista.

La grandeza de un Dios que muere y resucita se sostiene en los hombros de mucha gente que todavía solo intuye vagamente que todo lo que es ese Dios somos los hombres mismos y el resto de la naturaleza. La resurrección del Dios hecho hombre es una imagen de la eternidad de Dios, esto es de la potencia infinita en la que los hombre surgimos como realidades finitas, como olas de un inmenso océano. El ondular de los costaleros llevando al Hijo de Dios afirma y supera a la vez esa finitud.

viernes, 24 de marzo de 2017

Notas para una conversación sobre la eternidad spinozista


1. La doctrina de la eternidad, en Spinoza no es separable de sus tesis ontológicas, en concreto de la bipartición orden sustancial-orden modal. De ahí la extraña y aristotélicamente incorrecta definición de la eternidad en el De Deo, como el modo de de existencia propio de una cosa eterna, que se sigue de su definición como tal. Este error formal aparente solo cobra sentido cuando se entiende en el contexto de la bipartición, que reconoce dos modos de existencia: la existencia en y por sí y la existencia en y por otra cosa, la existencia necesaria de la sustancia y la existencia (en sí) contingente del modo.

2. Desde el escolio 2 de la p VII del De Deo, Spinoza repetirá que las mayores dificultades para entender su doctrina sobre Dios proceden de que no se ha distinguido como se debe entre sustancia y modos. De hecho, la importancia estratégica de esta distinción queda subrayada por el hecho de que la primera proposición de la Ética sea el enunciado mismo de este principio: "Una substancia es anterior, por naturaleza, a sus afecciones."

3. En la Carta XII se reitera la necesidad de respetar escrupulosamente este mismo principio a la hora de distinguir entre eternidad, duración y tiempo. Lo que está claro es que la eternidad se opone a la duración como la existencia por sí a la existencia por otra cosa (una existencia "en sí" contingente, aunque no según el orden de la naturaleza, en el cual es necesaria). El tiempo, que sirve para medir, y establece para ello una abstracta relación de equivalencia entre procesos singulares inconmensurables de suyo, no se aplica a la existencia real sea esta necesaria o contingente (en sí). El tiempo es un equivalente universal, como el dinero: es el dinero de la existencia, pero como buen dinero ha perdido, para adquirir su universalidad, cualquier tipo de realidad. Quedan por lo tanto una existencia necesaria, en sí y por sí, y una existencia que denomino "contingente en sí" aunque no absolutamente, que es la de los modos, la de nuestra mente y la de nuestro cuerpo, entre otros.

4. Cuerpo y mente son respectivamente modos de la Extensión y del Pensamiento. Son esencialmente la misma cosa expresada en dos atributos, pero lo importante es que los atributos expresan esencias distintas que constituyen la esencia infinita de Dios. No son la expresión de una esencia divina preexistente que se expresa a través de los distintos atributos. De ahí la diferencia entre el comportamiento de los cuerpos y el de las mentes. Ambos son individuos compuestos, pero sus leyes de composición difieren tanto como las esencias de sus atributos.

5. De la diferencia entre los atributos se debe inferir la posible eternidad de la mente y la imposible eternidad del cuerpo. En los atributos, las dinámicas internas son muy diferentes. Conocemos los modos de individuación específicos del cuerpo y de la mente. El cuerpo se constituye a partir de un entorno preindividual por el encuentro de otros cuerpos y su ligazón en una relación de movimiento y reposo compleja capaz de perpetuarse, de reproducirse. Los cuerpos que intervienen en esa fórmula que determina la esencia del cuerpo no dejan de estar sometidos a la ley de impenetrabilidad de los sólidos: en la Extensión, los cuerpos no se confunden, no forman una esencia que pueda perdurar más allá de la existencia de su fórmula de unión. Un cuerpo no se deduce de otro. La sintaxis de los cuerpos no es la de las ideas.

De los cuerpos quedan los "corpora simplissima" de EII,13, que no son átomos. Epicuro y Lucrecio son herederos de la ousiologia aristotélica y hacen del átomo una forma de la sustancia finita. Para Spinoza, el corpus simplicissimum, como todo cuerpo, es una relación, por simple que esta sea, nunca una sustancia. Los corpora simplicissima de Spinoza se parecerían más a las atomai ideai de Demócrito que a los átomos.

6. La mente funciona de otro modo. Es un individuo complejo también, pero está compuesto de ideas. Ahora bien, esas ideas sí que tienen relaciones lógicas entre sí, desde el momento en que no son ideas imaginarias sino adecuadas y expresan lo común. Las ideas adecuadas, la parte de la idea que soy que es idea adecuada, expesan una esencia eterna y no contingente. La parte de las ideas adecuadas que tengo en cuanto soy una idea compleja es mi parte de etermidad. Eternidad perfectamente singular, pues, aún siendo parte de mi mente, esas ideas conectadas lógicamente entre sí (como partes intra partes, según insiste Matheron), no dejan de ser yo mismo. No hay ningún tipo de inmortalidad, pero sí que hay eternidad, en la medida exacta en que mis ideas adecuadas son expresión necesaria de la potencia infinita y eterna de pensar.

7. Spinoza atribuye una posible eternidad parcial a la "mens humana" porque esta es la única capaz de lo común, precisamente porque es: 1) la de un animal con un cuerpo capaz de afectar y ser afectado de mnera muy variada, y 2) es la mente de una animal social capaz de multiplicar, pero también de socializar sus afecciones. Solo el animal capaz, a la vez de producir su entorno y de hacerlo en el marco de una dimensión social transindividual es capaz a la vez de producir nociones comunes, de participar en las leyes que producen el universo. Estoy convencido de que a Spinoza le hubiera gustado la fórmula de Durruti: "los trabajadores hacemos el mundo". Pero lo hacemos dentro de las leyes del universo del que es parte ese mundo. No somos un "Imperium in imperio".

martes, 21 de marzo de 2017

Spinoza : le point de vue d’un Dieu athée


(Conférence du 21 mars 2017 devant le Cercle Richelieu, à Bruxelles)

Pour justifier mon titre, je me permettrai de commencer mon intervention par la lecture d’un fragment d’un poème de Voltaire qui a pour titre « Les systèmes » :

« Alors un petit Juif, au long nez, au teint blême,
Pauvre, mais satisfait, pensif et retiré,
Esprit subtil et creux, moins lu que célébré,
Caché sous le manteau de Descartes, son maître,
Marchant à pas comptés, s’approcha du grand Être :
« Pardonnez-moi, dit-il en lui parlant tout bas,
Mais je pense, entre nous, que vous n’existez pas.
Je crois l’avoir prouvé par mes mathématiques. »

1. Introduction : une philosophie matérialiste est une philosophie de la traduction

L’ironie suprême de Voltaire a bien saisi le scandale de ce philosophe insolent, « moins lu que célébré » que fut Baruch Spinoza. Baruch qui fut aussi Benedictus ou Bento, Benito ou Benoît, son prénom hébraïque se traduisant dans les langues classiques ou modernes de l’Europe. Le spinozisme est une philosophie de la traduction radicale placée sous le signe de la conjonction explicative latine « sive » : « c’est à dire ». Benedictus, sive Baruch, ou Deus sive Natura. Or, rien de moins innocent que les traductions que nous propose Spinoza, puisque, comme le montre Voltaire avec humour, l’existence de Dieu peut, par exemple, se traduire en son inexistence.

Ce geste philosophique de la traduction radicale est aussi un geste matérialiste : le refus de reconnaître une solidarité d’essence entre le mot, l’idée et la chose. Une idée d’une chose n’est pas une chose : comme Spinoza le dira dans son Traité de la réforme de l’entendement, « l’idée du cercle n’est pas circulaire » ou « l’idée du chien n’aboie pas ». Ce n’est que cette distance de la chose à son idée qui permet également de penser la distance entre le mot et la chose, qui est la condition indispensable de toute traduction. Si le mot collait à la chose, parce que l’idée que le mot exprime communierait lui-même en essence avec la réalité de la chose, les hommes vivraient leurs langues et leur cultures comme des vases clos. La philosophie de Spinoza est, entre autres choses, une pensée de l’ouvert et du traduisible, une pensée du commun des hommes.

Il s’agit bien d’un matérialisme. Ni Kant ni Fichte ne se sont trompés sur le compte de Spinoza : ils y ont reconnu l’opposé de tout idéalisme possible, un matérialisme transcendantal. Si l’idéalisme affirme que le Moi est originaire et le Non-moi est dérivé, le matérialisme sera la thèse contraire, celle qui fait du sujet, non une origine mais un effet. Spinoza est sans doute le grand penseur de référence du matérialisme moderne dans la tradition européenne. Il est à ce titre un penseur étonnant, que le philosophe marxiste Antonio Negri qualifie d’ « Anomalia selvaggia » et dont Louis Althusser, un des grands responsables du renouveau spinoziste des années 70 en France, a dit que sa philosophie était « la plus grande révolution philosophique de tous les temps ». Ce caractère extraordinaire de sa philosophie ne tient pas à la nouveauté de son vocabulaire qui est celui de la philosophie et de la théologie scolastique et cartésienne, mais à la re-signification qu’il opère sur les principaux termes de cette tradition philosophique, celui de Dieu, bien sûr, y compris. D’autre part, contrairement à la plupart des penseurs matérialistes qui sont souvent des immoralistes ou des libertins, Spinoza se pose en priorité un problème que ceux-ci délaissent : celui de la bonne vie et du salut.



2. L’anomalie Spinoza : coordonnées historiques et biographiques

Quel est donc cet étrange personnage qui a été à la fois abhorré comme un monstre et présenté comme un modèle de sagesse ? Cet « athée de système » comme l’appelle Pierre Bayle, qui est aussi un « athée vertueux » comme le reconnaît son biographe, le pasteur Colerus ? Une gravure d’époque présente son portrait avec la légende « Iudaeus et atheista », joignant ainsi l’anti-religion à une dénomination confessionnelle. Une autre gravure nous le montre sous les traits d’un révolutionnaire populaire, ce Massaniello, pécheur du port de Naples qui avait pris la tête d’ une révolte populaire contre le gouverneur espagnol. Juif il l’était de son origine, ce Baruch Spinoza ou Despinoza. Un juif qui appartenait à une communauté singulière dont il convient de dire quelques mots. Spinoza est d’abord, par son origine, un Sépharade, un Juif d’Espagne ou du Portugal, appartenant donc à cette culture juive particulière qui s’était développée dans la péninsule ibérique dès l’Antiquité, puis traversa les siècles de l’Espagne wisigothe, puis musulmane, pour arriver à cette Espagne « des trois cultures » dont les symboles sont la ville de Tolède et le roi Alphonse X de Castille. Ce judaïsme a donné à la culture juive un grand philosophe et théologien comme Maïmonide, le Saint Thomas d’Aquin de la religion israélite, ou ce grand matérialiste « aristotélicien de gauche » -selon Ernst Bloch- que fut Ibn Gabirol, Avicébron pour les Latins, ou plus tard, ce grand penseur et poète néoplatonicien de la Renaissance que fut Léon Hébreu, l’auteur des Dialogues d’amour sans parler des Kabbalistes que Spinoza appréciait peu, mais qui eurent un grand rôle dans la culture européenne. Malheureusement cette culture judéo-hispanique de très longue tradition fut brisée par la création par les Rois Catholiques d’un État moderne qui, dans un souci de contrôle des esprits, fit de la religion catholique la seule acceptée et aboutit, en 1492, l’année de la découverte de l’Amérique, à l’expulsion des Juifs du royaume d’Espagne.

Beaucoup se retrouvèrent dans l’autre rive de la Méditerranée, au Maroc ou dans d’autres régions du Maghreb, ou bien dans les domaines du Grand Turc. D’autres s’installèrent au Portugal où le roi leur accorda une tolérance intéressée, mais furent contraints postérieurement à se convertir au catholicisme par la contrainte. Beaucoup de ces nouveaux convertis, ne pouvant tolérer la violence faite a leur conscience quittèrent le Portugal pour les Pays-Bas. Ils y furent accueillis, mais non sans conditions. Un décret des autorités de Hollande, inspiré par un avis juridique (remonstratie) de Hugo Grotius admis les Juifs à condition qu’ils se constituent formellement en communauté religieuse israélite, suivant la règle générale d’une société structurée par le principe des piliers (verzuiling). Cette normalisation religieuse de la communauté juive ibérique ne fut pas tache facile. La plupart de ces Juifs avaient vécu extérieurement en chrétiens en Espagne et au Portugal et ignoraient tout du dogme israélite. Ils durent donc, très vite, se constituer en communauté religieuse, alors que l’identité de beaucoup d’entre eux était demeurée ambiguë, puisque de longues années de simulation de la foi chrétienne les avait éloignés du judaïsme sans pourtant les approcher intimement de la nouvelle foi imposée. Certaines de ces consciences déchirées virèrent même ver le libertinisme, à l’instar de ces cas célèbres qui furent celui du docteur Juan de Prado ou de ce personnage tragique que fut Uriel da Costa, contraint au suicide face au choix entre sa conscience personnelle de dissident matérialiste juif et une appartenance communautaire qui l’obligeait à embrasser le dogme rabbinique, sous peine de ne plus avoir de moyens de subsistance ni la moindre chance de se marier.

Le jeune Baruch était né dans une famille aisée de petits commerçants qui importaient agrumes et fruits secs de la péninsule. Il vivait à quelques pas de la maison de Rembrandt dans un quartier qui n’était pas uniformément juif du centre d’Amsterdam. Il reçut une formation religieuse dans l’école rabbinique et fut très apprécié de ses maîtres pour son talent dans l’interprétation de l’Écriture, mais il était, en même temps, déjà en contact avec des dissidents religieux juifs et chrétiens dont il s’était approprié certaines thèses. C’est ainsi qu’un rapport d’agents secrets de l’Inquisition venus enquêter sur les hérétiques d’Amsterdam fit état d’un « fulano de Spinoza », Untel Spinoza qui dit que « Dieu n’existe que philosophalement. » Il connut ainsi un détachement progressif de la foi religieuse représenté par l’image du jeune Spinoza affichant à la synagogue un petit sourire philosophique pendant les offices. Il faut ajouter à cela qu’il se donna une formation européenne en apprenant le latin et la philosophie cartésienne chez l’ex-jésuite Franciscus Van den Enden. Ces différents éléments de crise mûrirent pour précipiter, près la mort de son père, Miguel, l’éloignement définitif de Bento de la synagogue, qui, du côté des autorités fut marqué par son excommunication solennelle (herem), assortie de toutes les menaces et malédictions du rituel.

Expulsé de la communauté religieuse juive, Spinoza se trouvait en marge d’une société organisée sur la base des piliers (verzuiling). N’étant plus juif, il n’était pas pour autant devenu chrétien. Et pourtant, l’image de Spinoza comme un philosophe solitaire, éloigné de la société des humains est fausse. Dès le début de sa nouvelle existence hors d’Amsterdam, Spinoza fut en relation avec un cercle assez large de personnes, aux Pays-Bas et à l’étranger dans lequel on comptait le chimiste britannique Boyle, Oldenburgh, le secrétaire de la Royal Society de Londres ou, vers la fin de sa vie, Leibniz. Il était également en contact avec des personnages politiques de premier plan comme Jan de Witt, le Grand Pensionnaire républicain de Hollande ou son frère. Son cercle proche était cependant composé de dissidents, surtout des dissidents de la réforme calviniste, les arminiens ou collégiants et d’autres « chrétiens sans église » dont L. Kolakowski nous a livré l’histoire.

Spinoza connecte dès le début sa propre rupture religieuse avec d’autres ruptures dissidentes, en créant un véritable cercle qui sera un espace de liberté en rupture. Ce cercle sera un réseau de relations intellectuelles, mais aussi un cercle d’amis dont la correspondance de Spinoza nous porte témoignage. Ce penseur faussement solitaire partage sa solitude et la rend en quelque manière universelle. Sa solitude a pour contenu une recherche partagée sur une réalité qui n’a plus un sens immédiat, socialement reconnu. Le monde est à reconstruire à partir d’une solitude paradoxale, qui, comme celle de Dieu, n’est pas un isolement mais la capacité même de construire et de penser librement une trame infinie de relations. Si la solitude de Descartes avait dirigé le penseur vers Dieu comme le garant ultime de toute vérité, celle de Spinoza le portera vers le monde, vers l’univers ouvert de la science et de la philosophie, mais aussi de la politique et de l’histoire, par opposition au monde clos de la religion qui est dominé par le préjugé téléologique, l’idée que l’univers est régi par des causes finales et, en dernier ressort par la volonté d’un Dieu conçu comme un souverain. Nous essaierons ici de montrer comment Spinoza s’est efforcé de se placer à ce point de vue totalement original qui est celui de Dieu, un point de vue d’où tout est visible et connaissable sauf ce Dieu qui serait transcendant à l’univers et aux humains et leur donnerait des lois. De ce point de vue de Dieu, nous reconnaîtrons que Dieu est nécessairement athée.


3. La philosophie spontanée de la conscience : le cercle des ignorances

Dans le but que nous nous sommes donnés, il nous faudra commencer par lire une partie de l’Éthique, la grande œuvre de Spinoza qui a la réputation d’être « difficile » à cause des concepts qui s’y déploient, mais aussi en raison de l’ordre de démonstration dont Spinoza se sert : l’ordre géométrique, celui de la géométrie d’Euclide, un ordre formel strict qui démontre des propositions sur les figures et leurs propriétés en les « produisant » à partir de définitions et de notions communes ou axiomes. La première partie de l’Éthique démontre -nous reprenons le résumé de Spinoza- que « Dieu existe nécessairement, qu’il est unique ; qu’il est et agit par la seule nécessité de sa nature ; qu’il est la cause libre de toutes choses ; et en quelle manière il l’est, que tout est en Dieu et dépend de lui de telle sorte que rien ne peut ni être ni être conçu sans lui ; enfin que tout a été prédéterminé par Dieu, non certes par la liberté de la volonté, autrement par un bon plaisir absolu, mais par la nature absolue de Dieu, c’est à dire sa puissance infinie. » (Appuhn1, p.61) Voilà produite une série de thèses qui sont celles d’une philosophie de l’immanence absolue, mais des thèses formulées en faisant intervenir le grand signifiant traditionnel de la transcendance religieuse ou philosophique : Dieu. La première partie de l’Éthique sera une reformulation, une redéfinition, une nouvelle production du concept de Dieu qui va à l’encontre de toutes les évidences de la religion, des idéologies ou des philosophies courantes. Un Dieu qui est à la fois cause libre de toutes choses par sa puissance qui s’identifie à la nécessité de sa nature n’est pas quelque chose d’immédiatement compréhensible. Pour ce faire, il faut en produire le concept, mais cette production rencontre elle-même certains obstacles dans les préjugés, dans le massif de représentations idéologiques qui est le cadre général de notre vie et qui constitue notre conscience.

Spinoza s’efforcera d’exposer dans l’appendice de la Partie I de l’Ethique (De Deo, de Dieu) pourquoi les démonstrations de cette partie du livre ne sont pas évidentes malgré leur vérité. Pour cela, il ne fera pas appel à la simple ignorance, à un prétendu vide de savoir. Pour Spinoza, il n’y a pas de vide dans la nature, ni au niveau des corps, ni au niveau des idées. Ce qui fait obstacle à la production du vrai est une réalité celle d’un « monde » vécu de préjugés cohérents entre eux qui constituent à la fois notre conscience immédiate de nous-mêmes et des choses, et une relation imaginaire à nos conditions d’existence réelles. La fermeture sur elle-même que suppose la conception du monde immédiate ne pourra être dépassée que par la production d’autres concepts qui, eux, ne dérivent pas des notions imaginaires d’une conscience naïve et dont le modèle est cet appareil de production de vérités au moyen d’autres vérités que nous apporte la première science que l’humanité ait jamais découverte : la géométrie.

Laissons donc Spinoza nous exposer le principe de cet univers qui est le notre, le préjugé qui lui sert de base, qu’il énonce comme suit : « les hommes supposent communément que toutes les choses de la nature agissent, comme eux-mêmes, en vue d'une fin, et vont jusqu'à tenir pour certain que Dieu lui-même dirige tout vers une certaine fin ; ils disent, en effet, que Dieu a tout fait en vue de l'homme et qu'il a fait l'homme pour que l'homme lui rendît un culte. » (Appuhn, 61). Ce préjugé, à son tour, repose sur deux faits qu’il est aisé de constater : «  il suffira pour le moment de poser en principe ce que tous doivent reconnaître : que tous les hommes naissent sans aucune connaissance des causes des chose, et que tous ont un appétit de rechercher ce qui leur est utile, et qu’ils en ont conscience. De là suit : I° que les hommes se figurent être libres, parce qu’ils ont conscience de leurs volitions et de leur appétit et ne pensent pas, même en rêve, aux causes par lesquelles ils sont disposés à appéter et à vouloir, n'en ayant aucune connaissance. Il suit : 2° que les hommes agissent toujours en vue d'une fin, savoir l'utile qu'ils appètent. D'où résulte qu'ils s'efforcent toujours uniquement à connaître les causes finales des choses accomplies et se tiennent en repos quand ils en sont informés, n'ayant plus aucune raison d'inquiétude. » (Appuhn, 62).

Spinoza décrit ainsi le cadre d’une ontologie imaginaire de base : le sujet libre qui règles sa conduite sur des fins et des choses qui, également, se trouvent ordonnées à des fins, que ce soient celles de l’homme ou celles, plus obscures, de Dieu. Ceci s’accompagne d’une épistémologie, d’une doctrine sur la connaissance qui est entièrement axée sur la question de la finalité. Elle ne se pose donc pas la question « Qu’est-ce que c’est ? » ou « Comment cela s’est-il produit ? » qui seraient les questions de l’essence et de la cause, mais sur la seule question « À quoi ça sert ? »

Pour faire comprendre les effets de ce décalage entre notre conscience de notre propre désir et de ses objets et l’ignorance de leurs causes, Spinoza nous raconte une brève histoire qui est celle de notre conscience, mais aussi celle qui est à la base des religions et de la plupart des philosophies. Cette histoire commence par une rencontre : « Comme, en outre, ils trouvent en eux-mêmes et hors d'eux un grand nombre de moyens contribuant grandement à l'atteinte de l'utile, ainsi, par exemple, des yeux pour voir, des dents pour mâcher, des herbes et des animaux pour l'alimentation, le soleil pour s'éclairer, la mer pour nourrir des poissons, ils en viennent à considérer toutes les choses existant dans la Nature comme des moyens à leur usage. »(Appuhn, 62). Le préjugé finaliste s’inscrit en nous avec l’évidence de ce qui nous est le plus proche «des yeux pour voir, des dents pour mâcher », de notre corps même conçu comme un ensemble d’instruments disposés en vue d’une fin. De proche en proche, c’est la nature tout entière qui est vue comme ordonnée à l’utilité de l’homme.

Or, comme il se trouve que ces prétendus moyens disposés en vue des fins humaines n’ont pas été produits par les hommes, « ils ont tiré de là un motif de croire qu'il y a quelqu'un d'autre qui les a procurés pour qu'ils en fissent usage. Ils n'ont pu, en effet, après avoir considéré les choses comme des moyens, croire qu'elles se sont faites elles-mêmes, mais, tirant leur conclusion des moyens qu'ils ont accoutumé de se procurer, ils ont dû se persuader qu'il existait un ou plusieurs directeurs de la nature, doués de la liberté humaine, ayant pourvu à tous leurs besoins et tout fait pour leur usage. N'ayant jamais reçu au sujet de la complexion de ces êtres aucune information, ils ont dû aussi en juger d'après la leur propre, et ainsi ont-ils admis que les Dieux dirigent toutes choses pour l'usage des hommes afin de se les attacher et d'être tenus par eux dans le plus grand honneur ; par où il advint que tous, se référant à leur propre complexion, inventèrent divers moyens de rendre un culte à Dieu afin d'être aimés par lui par-dessus les autres, et d'obtenir qu'il dirigeât la Nature entière au profit de leur désir aveugle et de leur insatiable avidité. » (Appuhn, 62) Nous assistons donc à la projection généralisée du désir humain sur l’ensemble de la nature, mais aussi sur la cause supposée de celle-ci : les Dieux ou recteurs de la nature. Nous avons ainsi, à côté d’une ontologie naïve, une théologie naïve également fondée sur l’imagination.

Le problème de cette théologie est sa grande fragilité, le fait que bien des rencontres d’une vie humaine semblent contredire l’idée que le monde ait été créé pour l’homme : «  Parmi tant de choses utiles offertes par la Nature, ils n'ont pu manquer de trouver bon nombre de choses nuisibles, telles les tempêtes, les tremblements de terre, les maladies, etc., et ils ont admis que de telles rencontres avaient pour origine la colère de Dieu excitée par les offenses des hommes envers lui ou par les péchés commis dans son culte ; et, en dépit des protestations de l'expérience quotidienne, montrant par des exemples sans nombre que les rencontres utiles et les nuisibles échoient sans distinction aux pieux et aux impies, ils n'ont pas pour cela renoncé à ce préjugé invétéré. Ils ont trouvé plus expédient de mettre ce fait au nombre des choses inconnues dont ils ignoraient l'usage, et de demeurer dans leur état actuel et natif d'ignorance, que de renverser tout cet échafaudage et d'en inventer un autre. » (Appuhn 62)

C’est ainsi que procède cette véritable méthode circulaire de recherche qui va de l’ignorance à l’ignorance. Spinoza reprendra pour l’illustrer un exemple célèbre de la Physique d’Aristote :  « Si, par exemple, une pierre est tombée d'un toit sur la tête de quelqu'un et l'a tué, ils démontreront de la manière suivante que la pierre est tombée pour tuer cet homme. Si elle n'est pas tombée à cette fin par la volonté de Dieu, comment tant de circonstances (et en effet il y en a souvent un grand concours) ont-elles pu se trouver par chance réunies ? Peut-être direz-vous cela est arrivé parce que le vent soufflait et que l'homme passait par là. Mais, insisteront-ils, pourquoi le vent soufflait-il à ce moment ? pourquoi l'homme passait-il par là à ce même instant ? Si vous répondez alors : le vent s'est levé parce que la mer, le jour avant, par un temps encore calme, avait commencé à s'agiter ; l'homme avait été invité par un ami ; ils insisteront de nouveau, car ils n'en finissent pas de poser des questions : pourquoi la mer était-elle agitée ? pourquoi l'homme a-t-il été invité pour tel moment ? et ils continueront ainsi de vous interroger sans relâche sur les causes des événements, jusqu'à de que vous vous soyez réfugié dans la volonté de Dieu, cet asile de l'ignorance. »

Or ce théâtre de l’ignorance, qui n’est pas du tout un vide, mais un monde, celui que nous vivons d’ordinaire et, également, notre forme de vie la plus commune produit bien sûr des effets dans la pratique : d’abord, des effets de soumission aux Dieux, mais dans un deuxième moment, quand le préjugé s’organise en discours et en méthode d’argumentation par l’ignorance, la soumission aux Dieux devient soumission à des hommes, aux prêtres et aux souverains de ce monde. La superstition, cette volonté de faire de l’ignorance, non une limite naturelle de la connaissance, mais une connaissance effective, se donne un cadre social qui la reproduit avec des interprètes officiels de la volonté de Dieu et des gouvernants qui gouvernent au nom de Dieu. La principale expression politique de ce régime superstitieux est celle qui nous présente le pouvoir comme le plus éloigné de la multitude des citoyens : la monarchie. La monarchie est pour Spinoza, ce penseur républicain même en métaphysique, l’aboutissement politique de la superstition, cette véritable aliénation par laquelle le désir des individus était transféré dans une supposée volonté divine. Dans la matrice théologico-politique du pouvoir, la superstition est entretenue par le pouvoir, mais en même temps, elle en est le soutien principal. Comme le dira Spinoza dans le Traité théologico-politique : « Mais si le grand secret du régime monarchique et son intérêt majeur est de tromper les hommes et de colorer du nom de religion la crainte qui doit les maîtriser, afin qu'ils combattent pour leur servitude, comme s'il s'agissait de leur salut, et croient non pas honteux, mais honorable au plus haut point de répandre leur sang et leur vie pour satisfaire la vanité d'un seul homme, on ne peut, en revanche, rien concevoir ni tenter de plus fâcheux dans une libre république, puisqu'il est entièrement contraire à la liberté commune que le libre jugement propre soit asservi aux préjugés ou subisse aucune contrainte. »  (T.th-p, II. 7)

On comprend mieux désormais l’enjeu surtout pratique de la philosophie de Spinoza, dont l’ouvrage principal ne s’appelle pas par hasard « Ethica ». Il s’agit de sortir de ce cercle vicieux de la conscience finaliste qui ne voit dans la nature que des fins et des sujets libres, dans la mesure où s’y articulent la conscience du désir et l’ignorance des causes. Dans ce discours théologique ou théologico-politique, la connaissance par les causes est remplacée par le jugement moral ou par d’autres jugements de valeur sur la nature ou sur les hommes qui fonctionnent sur la base d’oppositions binaires : bon-mauvais, beau-laid, ordonné-désordonné. Comment sortir de ce déliré ordonné (au double sens du terme) et entrer dans le savoir des causes ?

4. La sortie du labyrinthe : la traduction de la conscience à la science

Spinoza nous donne une première et précieuse indication : « Ils ont donc admis comme certain que les jugements de Dieu passent de bien loin la compréhension des hommes : cette seule cause certes eût pu faire que le genre humain fût à jamais ignorant de la vérité, si la mathématique, occupée non des fins mais seulement des essences et des propriétés des figures, n'avait fait luire devant les hommes une autre norme de vérité ; outre la mathématique on peut assigner, d'autres causes encore (qu'il est superflu d'énumérer ici) par lesquelles il a pu arriver que les hommes aperçussent ces préjugés communs, et fussent conduits à la connaissance vraie des choses. » (Appuhn, 63)

Il existe donc un moyen de sortir de ce labyrinthe spéculaire où l’ignorance de l’homme se reflète dans une ignorance d’un ordre supérieur qui se nomme « volonté » de Dieu. Un moyen qui a déjà été pratiqué, mais que pourrait aussi être profitable hors de son domaine d’application initial. Face à un monde qui se révélerait à nous comme un ensemble de fins qui demanderait à être lu ou interprété comme un texte ; il est possible de concevoir le monde et Dieu lui-même comme quelque chose dont le concept peut être construit et dont les propriétés peuvent être démontrées, comme une réalité qui peut se comprendre par des causes.

On n’abandonne pas, cependant, ces objets dont nous parle cette première ontologie téléologique, mais on soumet leur connaissance à une rectification qui nous permettra de sortir du cercle des évidences qui ne sont que les nôtres et qui ne peuvent donc ni se traduire ni être vraiment partagées, pour fonder notre connaissance sur des notions communes qui sont toujours vraies, ne dépendant pas des rencontres que nos faisons mais de ce que nous sommes en tant que corps et esprits faisant partie d’une nature commune. Une nature qui ne s’unifie pas sous le commandement d’un Dieu extérieur, mais par la puissance commune qui s’y exprime, qui est elle-même identique à l’essence et à la puissance de Dieu. Il n’y a pas de doute méthodique ni métaphysique chez Spinoza, pas de scepticisme comme étape nécessaire à l’acquisition du vrai. Seule la puissance de l’entendement (potentia nativa intellectus) exprimée par la puissance de l’idée vraie « que nous avons » (habemus enim ideam veram) tient lieu de méthode. Cette méthode du vrai, cette progression du vrai à partir du vrai sera la seule à même de libérer l’esprit de la connaissance imaginaire et de produire un savoir vrai. Ce savoir vrai sera aussi un savoir sur son autre (verum index sui et falsi : le vrai est l’indice de soi-même et du faux) sur la connaissance imaginaire qui, à la fois empêche l’éclosion du vrai et sert à celui-ci de matière première, de sol.

La méthode de l’Éthique est donc polémique, puisqu’elle oppose des thèses et des normes de vérité différentes, mais en même temps elle investit les notions de son autre imaginaire pour leur donner un autre sens, rationnel. Le centre de la forteresse théologique et politique autour de laquelle s’organise l’espace de l’univers téléologique, du monde donc tel que nous l’imaginons ou le vivons, est le concept de Dieu. Dieu est donc le premier objet sur lequel l’Éthique va se pencher, pour ensuite aborder l’esprit humain et les passions humaines et nous offrir une perspective de salut rationnel. Dieu, dans le cadre de l’ordre géométrique n’est pas un objet qui nous est donné, l’objet d’une expérience, mais, conformément à la discipline euclidienne, l’objet d’une définition : « J'entends par Dieu un être absolument infini, c'est-à-dire une substance constituée par une infinité d'attributs dont chacun exprime une essence éternelle et infinie. » (EI, def VII)

Dieu est donc défini. Il est avant tout une substance. La substance, est, pour toute la métaphysique d’origine aristotélicienne et cartésienne, le nom de toute réalité séparée, de toute chose à laquelle nous pouvons attribuer des qualités ou de laquelle nous pouvons prédiquer des attributs. Une substance est, par exemple, une de ces réalités qui se présentent à notre conscience comme porteuses d’une finalité, comme « les dents pour mâcher ou les yeux pour voir ». D’après cette conception imaginaire de la substance, nous mêmes nous sommes des substances, puisque nous percevons notre propre existence comme séparée grâce à la conscience que nous avons de notre volonté libre. C’est la projection d’un désir ignorant de ses causes qui sert de modèle à tout un univers composé d’objets (ou de sujets) indépendants et caractérisés par une fin.

La définition de Dieu comme substance infinie viendra cependant bouleverser ce cadre téléologique commun aux métaphysiques naïves de l’imagination, aux religions et aux métaphysiques savantes. Si Dieu est une substance infinie, plus rien d’autre ne peut le limiter, surtout pas la réalité finie. Si Dieu était distinct de la réalité finie et extérieur à elle, celle-ci limiterait l’infinité divine et rendrait l’infini fini. Il ne peut donc pas exister d’infini transcendant. Par conséquent, les réalités finies sont comprises en Dieu et ne sont pas des substances. Ce sont des expressions finies de Dieu que Spinoza appelle des « modes ».

C’est dans les modes que s’exprime l’essence infinie de Dieu : l’infini s’exprimant comme une infinité de finitudes. En outre, ces modes appartiennent à Dieu en tant qu’il exprime une essence infinie. Or cette essence se décline en une infinité de registres qualitatifs de l’être irréductibles entre eux. Les réalités différentes qui se conçoivent comme infinies, telles la Pensée ou l’Étendue, conviennent à Dieu et en constituent les infinis attributs. Les attributs constituent Dieu, autrement dit, ils l’expriment sans résidu : Dieu n’est que l’infinité de ses attributs. Il n’y a donc pas de distinction réelle entre la substance et les attributs. Mais Dieu ne s’exprime que dans une infinité de modes finis correspondant aux différents attributs. Il n’y a pas de Dieu transcendant au monde fini, mais il n’y a pas de réalité finie qui ne soit l’expression de l’essence et la puissance de Dieu à un certain degré (c’est le sens originaire de modus en latin : degré ou quantité). Si la réalité finie n’est pas substantielle, elle est nécessairement en Dieu. Dieu, nous dit Spinoza : « est cause immanente mais non transitive de toutes choses. » (EI, p. 18), ce qui veut dire que, en Dieu -en Dieu, qui s’exprime en une infinité de réalités finies- chaque chose se constituera à travers des rencontres qui pourront configurer des relations complexes, stables et capables de durer, que Spinoza appelle des « individus ». Ce qui se présentait avant, dans notre ontologie naïve comme une chose, se présente comme une relation complexe, déterminée par des causes, mais capable également de produire ses propres effets. Tout ce qui existe s’affirme activement dans l’être et fait partie de l’affirmation absolue qu’est Dieu. En cela, nous, qui ne sommes pas des substances, n’avons comme substance que Dieu lui-même. Nous sommes Dieu. Spinoza dira « Deus quatenus », Dieu en tant que Pierre, Marie ou Paul ou ce chien, ce caillou, ce nuage…



Conclusion : le vertige de la liberté

Au terme de cette traduction du langage de l’imagination dans celui de l’entendement, les entités de l’univers finaliste sont vues comme des parties d’une nature infinie identique avec Dieu qui, n’étant pas des substances sont des nœuds de relations. La géométrie, la mathématique en général, ne connaissent que des entités constituées par des relations. Ces relations sont, en outre, causales, productives : elles déterminent l’existence ou l’inexistence d’un être fini. L’univers de Spinoza n’est pas soumis au bon vouloir d’un Dieu monarque, mais aux lois immanentes de la nature. Or ce déterminisme du complexe, où toute détermination est à son tour déterminée par une infinité de causes (surdétermination), est aussi l’espace d’une liberté effective. Il s’agit d’une liberté qui ne s’exprime pas dans le choix, mais dans l’action, dans l’agir qui est en chacun de nous la puissance absolue de Dieu. Ni Dieu ni l’homme ont dans ce contexte un fondement, une garantie : Dieu, à l’instar de toute réalité active où Dieu exprime son essence, sont des affirmations absolues. La théologie chrétienne dit de chacune des personnes de la Trinité qu’elle est « anarchos », sans principe, mais également sans garantie. Cette liberté anarchique et immanente aux corrélations de forces de la nature nous donne un certain vertige. Cette liberté nous situe dans le point de vue du Dieu que nous sommes, ce Dieu qui n’a pas de Dieu ni d’ordre moral au dessus de lui, ce Dieu libre et athée.

1Toutes nos références à l’Éthique sont faites à partir de la traduction de Charles Appuhn, Spinoza, Oeuvres (4 volumes), Traduction notices et notes par Ch. Appuhn, Paris, Garnier, 1965. Le volume 3 correspond à l’Éthique.