jueves, 24 de mayo de 2018

Sobre ética y moral, en el día de la sentencia de la Gürtel

La ética no es una moral: la moral subordina la práctica a los valores, mientras que la ética entiende la práctica como la afirmación de una potencia en situación. La moral se basa en el juicio, en la alabanza y el vituperio conforme a una norma, mientras que la ética es un arte estratégico del conocimiento, la creación y la elección de situaciones. Para la ética no se trata de ser bueno, sino de seleccionar acertadamente las situaciones favorables a tu deseo racional (el único libre) y evitar las que le son contrarias. Nadie más parecido a Spinoza que Sun Tzu.

La política emancipadora se basa primero en la potencia de quien se quiere emancipar y luego formula valores. Si se parte de unos valores supuestamente universales y fuera de todo contexto, lo único que haces es reproducir la situación existente. Una ética reconoce en primer lugar dos elementos: el deseo propio, en este caso la voluntad de emancipación y la situación en la que se encuentra el agente. Proyectar un valor sobre una situación no te la da a conocer ni te permite actuar sobre ella saliendo de ella, transformándola, etc. Un valor, por lo demás, es siempre secundario respecto del deseo: es la proyección de un deseo sobre la realidad, que se salda con un juicio positivo si la realidad coincide con mi deseo y uno negativo si no lo hace.

En realidad, yo nunca deseo una cosa porque la considere buena, sino que la considero buena porque la deseo. Si muchos coincidimos en desear una situación distinta, más favorable a nuestra capacidad de acción, a nuestra libertad, al despliegue de nuestro deseo, y formulamos ese deseo tendremos un valor. Los valores tienen una gran importancia a la hora de unir nuestro deseo y nuestra imaginación con los de otros, pero no hay que olvidar que todo valor tiene por raíz un deseo compartible y compartido. No hay, pues, política sin valores, pero tampoco hay valores sin deseo determinado, sin deseo en situación.

La ética describe itinerarios y dinámicas, estrategias del deseo y de la acción humana. Todo el mundo desea y todo el mundo se afirma en su ser mediante el deseo, pero no todo modo de ser humano es igual. Hay deseos que se dejan llevar por pasiones tristes: el de poder, el de obediencia, todas las formas del resentimiento. Hay otros que corresponden a pasiones alegres como el amor, la solidaridad, la esperanza, etc. Unos permiten perseverar en formas de vida tristes dominadas por el rencor y el temor a los demás, mientras que otras permiten que el deseo de cada uno se articule en cooperación y potencia colectiva. No creo que el deseo de M.Rajoy dada su ambición de poder y su falta de escrúpulos aparente a la hora de apropiarse de lo común pertenezca al segundo tipo de deseos, al inspirado por pasiones alegres. Una moral o un código jurídico pueden condenar la actitud de M. Rajoy y compinches, pero una ética se limitará a describir y comparar, permitiendo a cada uno situarse dentro de una auténtica etología diferencial de las prácticas humanas, optando por una u otra situación, por uno u otro régimen de pasiones.

A la ética uno no se atiene, porque no supone ningún imperativo sino una descripción racional de las prácticas humanas y de los modos de vida (situaciones) en que se integran. Uno se puede atener solo a aquello a lo que podría no atenerse, como un código moral o una norma jurídica, pero uno no puede no atenerse a lo que es una descripción racional de la etología humana, como tampoco puede atenerse ni no atenerse a la ley de la gravedad.

lunes, 21 de mayo de 2018

Casuística de Galapagar

"¿En qué ocasiones puede un religioso dejar el hábito sin incurrir en la excomunión? [...] Si se lo quita por una causa vergonzosa, como para hurtar secretamente o para ir de incógnito a un lupanar, con voluntad de volvérsele a vestir después.[...] ¿Y de dónde viene padre mío que a los religiosos los hayan librado de la excomunión en estas ocasiones?¿No lo comprendes? Me dijo. ¿No ves el escándalo que sería si se hallase a un religioso en ocurrencia semejante con su hábito de religión? " 

Blaise Pascal, Cartas escritas a un Provincial, Carta Sexta.


1. Dice un tratado de moral jesuítico obra de discípulos del gran casuista Vázquez, abundantemente citado por Pascal en Las Cartas a un Provincial, que un sacerdote nunca debe deshonrar su sotana, por ejemplo fornicando con ella puesta, pero que evita deshonrarla si ha tenido la precaución de quitársela para fornicar. También sostiene que un sacerdote que ha hecho voto de castidad ofende a Dios, pero solo lo hace si al fornicar busca ofender a Dios y no satisfacer su deseo, estribando el pecado siempre en la intención y nunca en el acto. En último término en buena teología moral de la intención, el único verdadero pecado, el que lleva a condenarse es el que se comete con la intención directa de condenarse.

2. Si los dirigentes de Podemos no se hubieran dedicado a predicar la austeridad de los cargos públicos y a fustigar a quienes se compraban viviendas por el valor de la suya, su decisión de compra no sería un problema para nadie sensato y no habrían incurrido en ninguna incoherencia que deshonrase sus propios valores. La dificultad surge de que, en un pasado muy próximo, hayan emitido esas críticas dentro de un repertorio de argumentos esencial para su propia identidad de líderes de una organización populista.

3. La anécdota del chalé equivale a que pillaran a un sacerdote que ha hecho voto de castidad exhibiéndose con un par de amantes, sin quitarse ni siquiera para ello la sotana. (cf. punto 1) En sí esa exhibición, en una sociedad en la que hay libertad sexual no plantearía ningún problema, pero sí que pone en entredicho la coherencia de quien defiende la castidad. Del mismo modo, una sociedad con valores y ambiciones de clase media no puede censurar la compra de un chalé, pues tal es el ideal o el "proyecto de vida" de toda clase media que se precie; llama solo la atención que lo haga quien ha hecho su carrera política poniendo en entredicho esos valores.

4. Después de eso, ni el cura católico ligón, ni Pablo Iglesias e Irene Montero tienen muchos argumentos frente a sus críticos. Un anticatólico fustigará la hipocresía de la Iglesia y un adversario político de Podemos la de los dirigentes de esa organización. Por otra parte, la opción por el modo de vida de la clase media es en sí todo un manifiesto político, bastante opuesto a la crítica de la utopía de la clase media que contenía, de manera ciertamente contradictoria, el discurso del 15M. Obviamente esa opción muestra que se acepta como programa estar "en manos de políticos y banqueros". Nada que objetar desde el punto de vista de la legalidad, pero este cambio de línea puede criticarse desde el punto de vista político, estético y moral.

5. De todos modos, no faltan aún hoy teólogos morales de la intención dentro de la Nueva Política, perfectamente dispuestos a demostrar que Pablo e Irene nunca tuvieron intención de ser incoherentes con sus propios principios, pues su intención no era quebrantarlos sino solo disfrutar de las comodidades de un chalé en la sierra. Supongo que pasaría lo mismo, hicieran lo que hicieran, pues para el fiel, como para el teólogo moral jesuítico, el dirigente siempre tiene una intención buena, aunque la apariencia de sus actos parezca reprensible. Los fieles del Mesías judío Sabbatai Tseví, en la Esmirna del siglo XVII, vieron en la conversión de este al Islam un signo de su verdadera vocación mesiánica en la que se cumplía por caminos torcidos la intención oculta de Dios. Siguen existiendo hoy los fieles de Sabbatai (los Dunmeh), convertidos ellos mismos al Islam y esperando ocultamente el regreso de su Mesías. Cada vez son menos numerosos, pero existen.

martes, 1 de mayo de 2018

Psicoanálisis de una "confusión nacional"


Psicoanálisis de una “confusión nacional”

(Sobre el libro de Ignacio Sánchez-Cuenca La confusión nacional, La Catarata, Madrid, 2018.)







El último libro de Ignacio Sánchez-Cuenca destaca en el panorama de las publicaciones dedicadas a la crisis catalana aún en curso. Lo hace por dos motivos: 1) desde el punto de vista intelectual constituye un desacostumbrado ejercicio de reflexión sobre acontecimientos de candente actualidad en el que el autor evita muchos de los efectos habituales de una escritura urgente y antepone los datos y el análisis a la mera expresión de una opinión, 2) desde el punto de vista político representa un esfuerzo real de comprensión de las posiciones enfrentadas en este conflicto, un esfuerzo sin muchos precedentes, pues la mayoría de quienes han escrito sobre la cuestión dentro y fuera de Cataluña toman posición por una de las partes desdeñando enteramente los argumentos de la otra.


Este libro urgente y meditado pretende tender puentes entre las partes, pero también mostrar muchos de los puntos débiles de la actual democracia española, y en particular su incapacidad de abordar por medios democráticos la cuestión nacional, lo que denomina el autor usando la terminología de la ciencia política “el problema del demos”. Puede afirmarse que este problema, consistente nada menos que en determinar quién queda incluido y quién excluido del ámbito de la decisión democrática, es uno de los más serios que tiene planteada toda democracia pues no es un problema accesorio sino esencial para el régimen democrático, siempre marcado por una estabilidad constitutiva. Como nos enseña Jacques Rancière, la democracia consiste en una permanente tensión entre la exclusión histórica de una parte de la sociedad y las fuerzas que pugnan por la inclusión efectiva en el demos de esa “parte sin parte” que puede ser muy variable. Históricamente, la cuestión del demos, como problema de inclusión-exclusión, se ha planteado en la práctica de las democracias alrededor de diversas pugnas por la inclusión de distintos sectores: en primer lugar la de los trabajadores, en segundo lugar la de las mujeres y, de manera permanente la de los territorios y grupos étnicos. La solución de estos problemas ha sido siempre insatisfactoria pues los tres afectan a la base misma del régimen democrático: la determinación del pueblo a quien se reconoce el derecho de decisión política en última instancia. Este pueblo, evidentemente no es el mismo si se niega u otorga el derecho de decisión a los trabajadores, a las mujeres o a un grupo étnico u otro, pero esta inclusión puede ser a su vez también problemática. La cuestión catalana afecta de manera muy específica a este tercer problema, el étnico y territorial, pero lo hace no de manera simple, sino en un marco sobredeterminado por la historia muy específica de la democracia española.


Ignacio Sánchez-Cuenca sostiene que el régimen democrático español ha mostrado importantes debilidades a la hora de hacer frente a la cuestión catalana. La primera de ellas es la incapacidad de reconocer su propio nacionalismo de Estado y considerar que nacionalismo es solo el de los agentes no estatales. Algunas desternillantes declaraciones de José María Aznar seleccionadas por Ignacio Sánchez-Cuenca ilustran a la perfección esta ceguera, compartida, sin embargo, por espacios políticos que superan con creces al de la derecha neocon aznarista, e incluyen amplias zonas del centro, del centroizquierda e incluso de la izquierda radical, con la parcial y discutible excepción de Podemos. La segunda debilidad del régimen ha sido y es su apelación a la más absoluta rigidez constitucional cuando se trata de abordar las reivindicaciones de carácter nacionalista de importantes sectores de la actual ciudadanía española.


Estas dos debilidades han cerrado toda vía de diálogo entre el gobierno y la clase política de Madrid y los sectores independentistas catalanes, lo que ha conducido al callejón aparentemente sin salida en el que hoy nos encontramos. La recíproca descaliificación entre las partes que ven respectivamente en el otro “una España heredera del franquismo” y “un nacionalismo excluyente” no responde a la realidad histórica, social y cultural del país. La democracia española es perfectamente equiparable a las democracias del entorno europeo salvo en el punto ciego de la cuestión nacional, que el libro pone frecuentemente de manifiesto. Puede añadirse a esto que el otro punto ciego correlativo al anterior es el del nacionalismo catalán que, bien siendo un nacionalismo perfectamente democrático en sus objetivos y, salvo excepciones, en sus métodos, suele negarse a reconocer el carácter democrático del régimen español. La suma de estas dos recíprocas invisibilidades, la de la democracia española para el independentismo y la del carácter democrático del nacionalismo catalán para el unitarismo español desfigura enteramente la situación y bloquea cualquier intento de negociación. El propio surgimiento del independentismo, hasta hace unos años muy minoritario, atestigua esta incomprensión recíproca y el enroque de los dos actores principales en sus miedos históricos: un nacionalismo catalán seguro del carácter democrático del régimen español hubiera intentado un acomodo federal negociado de sus reivindicaciones dentro del marco legal español, antes de emprender un camino de ruptura; un régimen español respetuoso de la realidad histórica de nuestro país habría propuesto hace tiempo ese tipo de acomodo flexibilizando su marco constitucional, o al menos la interpretación de este. Lamentablemente, tal no ha sido el caso, lo cual nos devuelve a la raíz histórica del desencuentro entre ambos nacionalismos y sus pretensiones de encarnar la democracia.


La resolución de la espinosa cuestión del demos es fundamental en cualquier democracia, pues de ella depende la determinación del sujeto que decide en última instancia de la cosa pública. En España, esta cuestión se ha visto sobredeterminada por el origen histórico de nuestra democracia en una difícil transición entre el régimen dictatorial de Franco y una monarquía democrática encabezada por el sucesor de Franco en la jefatura del Estado “a título de rey”. La continuidad jurídica en la que se planteó la profunda transformación del marco legal anterior se manifiesta hoy en la existencia de residuos importantes del régimen anterior en la democracia española. Entre ellos los restos de un poder judicial que ignoraba y aún ignora la separaciń de poderes y que tiene un papel calamitoso en la crisis catalana, la propia figura del monarca como encarnación de un poder separado de la población, el papel del ejército como garante del orden constitucional y no como mera fuerza de defensa exterior, el papel sumamente oligárquico de los partidos en la toma de decisiones política, que lastra el juego parlamentario,  y un largo etcétera. 


Con todo, no son ni tan siquiera estos elementos de continuidad los que más profundamente lastran y confieren una indeseable rigidez a las instituciones democráticas españolas a la hora de enfrentarse a la grave crisis constitucional que hoy atraviesan. Existe, como elemento determinante del “punto ciego” antes señalado un pasado cercano marcado por una de las mayores matanzas de civiles que ha conocido la historia de Europa: la perpetrada a lo largo de la guerra en las retaguardias por las tropas de Franco y las milicias fascistas de la Falange. Estas matanzas han sido ampliamente ilustradas por historiadores como Espinosa o Preston, no dudando este último en hablar de un “Holocausto español”. Ahora bien, el Holocausto español, como el nazi contra los judíos, ha tenido y tiene sus negacionistas, desde quienes niegan sin matices los hechos hasta quienes prefieren que no se hable de ellos para “no reabrir heridas”. Es muy probable que el primer negacionista fuese el propio Franco, que murió en su cargo de Jefe del Estado tras cuarenta años en el poder y se opuso a cualquier tipo de cambio democrático efectivo mientras vivió, para no tener que asumir la responsabilidad de esas matanzas que asentaron su régimen en la “cunetas”. La transición se hizo cuando dos generaciones separaban a la mayoría más joven de la población de aquellos terribles hechos, y después de cuarenta años de silencio, de negacionismo de Estado. La no resolución de la guerra civil en una reconciliación nacional es el resultado de la enormidad del hecho fundador del régimen, un hecho que pertenece a aquellos que, según Kant, hacen imposible el restablecimiento de la paz. 


Con todo, la propia transición tuvo que despachar con rapidez esta cuestión, no aclarándola, sino intercambiando el negacionismo de los crímenes franquistas por el negacionismo de los crímenes -mucho menos numerosos pero bien reales- de sectores del bando republicano entre los que se contaba algún protagonista de las negociaciones conducentes a la reforma política. Un frágil pacto de silencio cubrió uno de los mayores dramas del siglo XX. Este pacto, que constituye una reconciliación en falso, se vio reforzado por el surgimiento de un muy oportuno enemigo común de la derecha y la izquierda del nuevo régimen democrático: el terrorismo de ETA. Las acciones de esta organización, que pasaron de tener inicialmente efectos colaterales mortíferos sobre civiles a tomar como blanco a civiles desarmados, permitieron al nuevo régimen dotarse de un enemigo odioso. Un enemigo que, por un lado surgía de una de las nacionalidades históricas y aspiraba a la independencia del País Vasco, lo que lo integraba perfectamente en la “Antiespaña” separatista y por otro, permitía desplazar la cuestión de la violencia política del propio régimen a una fuerza que se identificaba como de extrema izquierda. Mediante un desplazamiento y una condensación del trauma propios del mecanismo del “trabajo del sueño” descrito por Freud, el régimen pudo abandonar a un Otro el triste galardón de ser “el partido del tiro en la nuca”. La joven democracia podía mantener así jurisdicciones y leyes de excepción heredadas de la dictadura o de nuevo cuño en nombre de su legítima lucha contra la brutalidad terrorista. Puede decirse que el régimen -y en particular su ala derecha- ha vivido de los dividendos de legitimidad que le proporcionó ETA hasta fechas muy recientes y aún sigue identificando con ETA a cualquier tipo de disidencia, desde el 15M a la PAH o al independentismo catalán. El alto el fuego definitivo de ETA puso en peligro este mecanismo de legitimación, pero, por un efecto de horror al vacío propio de los mecanismos de legitimación política, el lugar simbólico dejado por ETA no ha tardado en reconstruirse a marchas forzadas y a fuerza de propaganda sobre la base del independentismo catalán. Si se dio un desplazamiento político del trauma al hacerlo pasar de las matanzas franquistas a los crímenes de ETA, hoy se está operando un desplazamiento geográfico del desplazamiento anterior, del País Vasco a Cataluña, trasladándose asimismo el énfasis de la violencia al separatismo. 


La particularidad catalana es que ya no es necesaria una violencia efectiva para hacer funcionar el “efecto Antiespaña”, pues la tradición decisionista del poder judicial español permite a jueces políticamente sesgados decidir arbitrariamente qué es la violencia. En esto se ha llegado a máximos de absurdo cuando se califica en autos judiciales de violento al independentismo catalán, no por sus propios actos, sino por los que indujo en el ejecutivo español, quien, según se afirma podría haber causado una “masacre” y se limitó a usar una violencia “moderada” contra los votantes del 1O. Volviendo sobre el punto ciego que tan bien documenta Ignacio Sánchez-Cuenca en su libro, la aparición de la palabra “masacre” en estos autos judiciales es muestra de la latencia en el subsuelo de nuestra democracia de la memoria de otras masacres lejanas. Merecen aplauso las propuestas de solución, sensatas y democráticas, del conflicto catalán que propone el autor, pero estas solo podrán ser operativas cuando se pueda poner fin al mecanismo negacionista de desplazamiento del trauma que opera detrás del conflicto catalán como ya lo hacía detrás del vasco. Este desplazamiento es muy probablemente el que hace que la cuestión nacional y la cuestión del demos en general no puedan ni tan siquiera plantearse en el marco político de la democracia española. Solo un proceso de reconciliación basado en el restablecimiento de la verdad desactivará este mecanismo y permitirá que soluciones sensatas y democráticas al conflicto en curso puedan abrirse paso.

viernes, 20 de abril de 2018

Sobre la Causa General contra el independentismo catalán y su método


Castigar antes de probar el delito era el métoto penal típico del antiguo régimen: primero se encerraba y torturaba al sospechoso, siendo la administración o fabricación de la prueba parte de la pena. La base de este método es bien simple: "el que la hace la paga" (en latín: "nullum crimen sine poena"). Para que no se escape nunca un posible culpable es necesario que la mera sospecha sea ya un grado de culpa punible. 
La aplicación decisionista del principio de analogía en derecho penal tiene una genealogía histórica identificable, que en nuestro país remonta a las prácticas de la Suprema (Inquisición) de España así como una lógica sin grietas parecida a la de la paranoia. 
Las sociedades democráticas han sustituido ese método por el garantismo penal, que exige que una prueba del delito preceda a la pena y que el propio delito esté precisamente definido en los códigos, prohibiéndose toda analogía en la interpretación de la norma. La máxima que inspira este derecho penal ilustrado es "nullum crimen, nulla poena, sine lege" (Ningún crimen, ninuna pena, sin ley).

miércoles, 11 de abril de 2018

El régimen español y sus Antiespañas

La necesidad de construir un enemigo interior es intrínseca al régimen español actual desde sus comienzos africanistas. La violencia genocida de tipo colonial ejercida contra las clases populares españolas conceptuó a estas como un enemigo interno, calificándolas como "los Moros del Norte" (Gustau Nerín) o, como la Antiespaña. El crimen fundacional persiguió al régimen durante toda su existencia. En cierto modo lo sigue persiguiendo. Cuentan los historiadores que Franco quedó muy sorprendido e inquieto cuando conoció las ridículas proporciones de la violencia del otro bando en comparación con los centenares de miles de muertos que los suyos causaron. La duración de la guerra y la larguísima duración de la dictadura se explican en gran medida por el temor de sus dirigentes a perder el poder y tener que hacer frente a sus responsabilidades en la matanza.

La transición sin ruptura que puso fin al régimen se anunciaba a pesar de que mediaran ya dos generaciones entre el crimen originario y la propia transición, como problemática. Las dificultades de la operación en cuanto a memoria y reconciliación se refiere se salvaron "olvidando" los crímenes del sector del otro bando a cambio de que este aceptase olvidar los del franquismo. Todo muy precario y moralmente muy oportunista. El nuevo régimen tenía, a pesar de todo, que recuperar un enemigo interno para dar estabilidad a la joven democracia arraigada en el Estado que se fundó en las cunetas. ETA vino a solucionar el problema, sobre todo cuando en su huída hacia adelante empezó a asesinar a civiles inocentes. El régimen dejó de ser identificado con la violencia y el tiro en la nuca, porque unos descerebrados habían asumido esa sombría función, a escala mucho menor, pero en el presente inmediato.

Dentro de la economía simbólica del régimen se podía volver a construir una Antiespaña contra la cual era posible y necesario crear o mantener todo un arsenal de leyes de excepción. La joven democracia antiterrorista pudo continuar así en muchos de sus elementos la tradición autoritaria y el decisionismo judicial del régimen de Franco. El régimen de la transición se presentaba como enfrentado a un terrorismo despiadado; la nueva España democrática (aunque reconciliada en falso, sobre un olvido negociado) aparecía como un polo positivo opuesto a una banda de oscuros asesinos.

De este modo, el trauma fundacional del régimen logró desplazarse de tal modo que el partido de la violencia y la crueldad contra los civiles fuese otro, nacionalista periférico y de izquierdas. La desaparición de ETA volvió a poner en dificultad a un régimen al que esta siniestra organización prestara tan buenos y leales servicios. Sin embargo, la construcción del nuevo enemigo catalán no tardó en suceder al alto el fuego definitivo del grupo armado vasco. Es difícil no ver una estrategia de provocación permanente, a la que los catalanistas respondieron dócilmente en la medida en que les reportaba beneficios electorales y ocultaba temas desagradables como la corrupción, una estrategia que sigue un camino coherente desde el rechazo del Estatut por el Tribunal Constitucional a instancias del PP, hasta los últimos acontecimientos marcados por las diversas escenificaciones de ruptura vividas en el parlamento catalán y en la calle. El constante rechazo por parte del gobierno español de cualquier negociación con el nacionalismo catalán creció al independentismo dándole artificialmente la talla actual.

Falta para construir la necesaria figura de la Antiespaña sucesora de ETA la violencia armada, el terrorismo. Parece que los catalanes no se lo han puesto fácil al régimen con sus estrategias pacifistas. Sin embargo, la definición de la violencia nunca es objetiva: siempre depende de la decisión del régimen. Es violento o terrorista quien decida el soberano, no aquel cuya conducta reúna una serie de rasgos objetivos que puedan considerarse violentos. Vivimos hoy la reproducción en un nuevo contexto de un rasgo esencial del régimen español, hoy democrático, pero inevitablemente heredero de una forma particular de totalitarismo con características propias como la inhumana violencia colonial que le sirvió de fundamento. Una violencia mortífera contra amplios sectores de la población que no exisitió por ejemplo en regímenes como el fascismo italiano y que asemeja al régimen franquista a realidades marcadas por un megacidio o un genocidio inaugural como el estalinismo.

No será fácil salir de esta trampa que instala en el corazón de la democracia española un estado de excepción permanente y legitima supuestamente el rechazo de todo diálogo con el adversario político y el recorte sistemático de derechos y libertades. A pesar de la dificultad evidente que presentan estos restos del pasado para el despliegue de una democracia en España, es necesario y útil no pasarla por alto e intentar perfilar los grandes resortes de su mecanismo, si queremos llegar a desmontarla y fundar una democracia libre del "enemigo interior", una España que no tenga como otro necesario una Antiespaña.

jueves, 22 de marzo de 2018

Modestia del materialismo



La ignorancia es condición necesaria de todo saber. Quien cree no ser ignorante es aquel que pretende tener un saber inquebrantable que nada puede cuestionar. El que, a fuerza de afirmar que todos los cisnes son blancos, no puede ver los cisnes negros. Reconocer la propia ignorancia es mucho más útil que señalarla en los demás. Quien ve un objeto que no conoce cruzando el cielo y afirma que no sabe qué es hace un buen uso de su ignorancia, pues podrá indagar después de qué se trataba. Quien afirma con soltura y cierta soberbia que es "un OVNI", rodea su ignorancia de un halo de misterio, pero no por no reconocerla la ha superado. Quien ignora el modo en que se produce un fenómeno en la naturaleza puede elegir entre afirmar su ignorancia o decir que es un milagro, obra de la insondable voluntad de Dios o cualquier otra cosa que le permita encubrir su ignorancia. Y ello aun a costa de bloquear cualquier investigación racional de los fenómenos mediante un agujero de ignorancia elevado a la dignidad de "causa".



Si uno se atiene al sentido de las siglas, un ovni es algo que vuela y cuya naturaleza ignoramos, pero ese sentido hace tiempo que ha desaparecido tras un velo de mistificación creado por los que "saben" de esas cosas, los que poseen un saber oculto sobre los Ovnis, algunos de los cuales afirman que les ha sido revelado por los extraterrestres. Quien habla de ovnis no está refiriéndose a su propia ignorancia, como cualquiera puede hacerlo reconociendo simplemente que hay una infinidad de cosas en la tierra como en los cielos de las que no tiene ni idea. Una auténtica y genuina ignorancia sobre los ovnis o sobre cualquier objeto no identificado no supone nunca la revelación de un misterio, sino un simple reconocimiento de la opacidad del fenómeno. El saber sobre los ovnis, en cambio, solo puede tener la estructura de una revelación, como todo saber sobre lo que se presenta como de suyo oscuro.



La dialéctica, hija de la teología y la teodicea ha prestado importantes servicios a este bloqueo epistemológico siempre acompañado de bloqueos éticos y políticos. Quien habla desde la dialéctica -incluida, naturalmente la teoría de la construcción hegemónica, que es uno de los subproductos de la dialéctica- puede, como quien lo hace desde la voluntad de Dios, decir cualquier cosa, pues sus afirmaciones no suelen admitir falsación de ningún tipo. De ahí que alguien se crea muy sabio afirmando que "lo más revolucionario hoy en día es poner orden", enunciado que no tiene ningún sentido, pero encubre bien la ignorancia de quien la enuncia respecto del modo en que es posible transformar las actuales relaciones sociales. Es difícil conocerlo y confieso que yo mismo lo ignoro: lo único que está claro es que esto no se conseguirá a fuerza de mantener el orden, o de "poner orden", pues no todos los órdenes son iguales. Solo podrá hacerse investigando, no satisfaciéndose con palabras, pero esa investigación no deberá ser solo la de uno autoproclamado sabio, sino de muchos, de la multitud que algunos de lo alto de su ignorancia convertida en saber oscuro y de lo oscuro pretenden someter a los designios de un torvo Dios, interpretados por sus vates tristes.



Quizá lo que defina de manera a la vez sencilla y eficaz al materialismo sea el reconocimiento por el materialista de su propia ignorancia, el rechazo de un saber organizado sobre la elevación de la ignorancia a la dignidad de causa. Un materialista no habla de OVNIS, ni de la voluntad de Dios, ni de los duendes, ni de las leyes de la dialéctica o las leyes históricas. Reconoce que un conocimiento nunca es una revelación, sino una producción, casi siempre laboriosa. Hay personas religiosas que son materialistas en este sentido y ateos profundamente supersticiosos.

viernes, 16 de marzo de 2018

Muerte "accidental" de un mantero

La otra cara del neoliberalismo



Los manteros son la otra cara del neoliberalismo, el neoliberalismo "desde abajo", una economía popular "barroca" (Verónica Gago) con conexiones mundiales que permite vivir a mucha gente. Destruir la empresarialidad y la cooperación en que se basa esta otra cara del neoliberalismo es tan imposible para el régimen como admitirla.

El racismo es el dispositivo discursivo e institucional que gestiona, entre otras cosas, esta doble imposibilidad. El racismo no es, como suele pensarse, un prejuicio desfavorable basado en la raza. El racismo no tiene que ver con unos rasgos físicos determinados, sino con la selección de una parte de la población como exterminable. Lo primero es esa selección, la determinación de los rasgos viene después, y estos rasgos pueden ser físicos, pero no solo. Puede bastar un supuesto origen étnico o una confesión religiosa o incluso una afiliación política. En resumen, el racismo no es cuestión de razas preexistentes al propio racismo, sino que la raza es un producto del discurso y de la práctica racistas.

En régimen neoliberal, el racismo permite, delimitar los ilegalismos autorizando aquellos con los que se enriquecen los más ricos y tolerando represivamente (permitiendo o prohibiendo según las coyunturas) los ilegalismos que permiten vivir a los más pobres. El racismo no es cuestión de razas, sino una estrategia de mantenimiento de las vidas de diversos grupos de población (los más pobres, los inmigrantes, etc.) en condiciones de permanente precariedad. Esto representa para esos grupos un riesgo permanente para su subsistencia material e incluso un peligro real para sus propias vidas.

Con todo, la línea divisoria entre los dos grupos mencionados no es fija como afirma el discurso racista, sino móvil y porosa. Estamos todos sometidos a la misma evaluación minuciosa, cruel y constante como súbditos de un régimen generalizado de la deuda. La línea racial que separa el grupo de los que han de vivir de los que sobran y a los que se puede dejar morir o incluso matar impunemente se desplaza sin cesar. Nadie está a salvo.