El referéndum recientemente celebrado en Venezuela sobre una reforma de la constitución que posibilita la reelección sin límite de mandatos de los principales cargos públicos de elección popular ha suscitado de nuevo escándalo en numerosos medios de prensa y responsables políticos españoles y europeos. A juicio de estos, el presidente Hugo Chávez pretendería "perpetuarse en el poder" obteniendo un "mandato indefinido", alcanzando así una especie de poder vitalicio. Esto es olvidar, como últimamente se ha señalado, que su permanencia en el cargo depende en cualquier caso de su capacidad de vencer en las sucesivas elecciones e incluso en los posibles referéndums revocatorios que, según las constitución bolivariana en vigor, pueden convocarse por iniciativa popular a mitad de cada mandato. Era de esperar algo de mala fe en aquellos medios que, en su momento, no tuvieron reparo en admitir e incluso aplaudir el golpe de Estado contra el presidente Chávez como una maniobra de "normalización" democrática. Y es que la experiencia revolucionaria bolivariana sigue siendo indigesta para el conjunto de los defensores del consenso racista fundamental en que se basa "nuestro" modelo democrático. Que un importante porcentaje de la población accediera a la ciudadanía, no sólo en términos de voto, sino también de derechos sociales y políticos supuso según la oposición venezolana un "inflamiento del censo" por parte de un gobierno "populista". Efectivamente, con Chávez salieron a la luz del día más de 4 millones de personas que habían sido completamente ignoradas por los gobiernos anteriores en lo que a derechos sociales y políticos se refiere. Esta población negra, india y mestiza constituye la base de apoyo del gobierno de Chávez y el motor de una revolución bolivariana que aspira a romper las barreras de raza y de clase en que estaba tácitamente basado el régimen anterior. En Bolivia, en Ecuador y, en diversos grados, en el resto de América Latina nos encontramos con procesos similares en los cuales grandes movimientos populares pugnan por liquidar el consenso racista mediante una inclusión de las clases populares indias negras y mestizas en una democracia de nueva planta.
En el marco de las sociedades de pasado colonial e incluso esclavista predominantes en América Latina se hace particularmente visible un rasgo fundamental del dispositivo de gobierno liberal y de las "democracias liberales" que en él se basan. Dentro de estos regímenes, se reconocen ciertamente numerosos derechos al conjunto de los ciudadanos: derechos civiles, libertades políticas, inmunidades privadas, incluso derechos sociales. Sin embargo, el "conjunto de los ciudadanos", sin perder su universalidad en el ámbito de las formas jurídicas, se estrecha en la práctica de manera considerable. En la práctica, los derechos quedan limitados al sector de la población que no plantea problemas a la supervivencia del régimen y de sus modalidades diferenciales de explotación y control social. Los individuos libres, iguales y propietarios, los que tienen algo que intercambiar en el mercado son los que constituyen el pueblo, el "conjunto de los ciudadanos". Quedan fuera de éste conjunto, que es un todo exclusivo y excluyente, quienes carecen de propiedad o se encuentran fuera de los circuitos productivos y de intercambio. En los países coloniales este sector de la población está fundamentalmente representado por los descendientes de siervos y esclavos. En los países capitalistas desarrollados, este lugar se ve ocupado por poblaciones procedentes de las antiguas colonias o, en general, de la periferia: inmigrantes con más o menos papeles, refugiados, solicitantes de asilo etc. En casos particulares, como el de los Estados Unidos, la población excluida incluye grupos importantes de población penitenciaria. Sin embargo, incluso los más probos ciudadanos, los que trabajan y tienen propiedades, pueden tener experiencias cotidianas de esta privación de derechos en el marco del despotismo laboral impuesto por unas condiciones de trabajo cada vez más precarias o en esas circunstancias excepcionales, aunque familiares, que son siempre las de cualquier contacto con la institución policial. Las fronteras de la democracia y la ciudadanía pasan así por Guantánamo o los campos de “acogida” de inmigrantes “ilegales”, por las fábricas y las oficinas del precariado o por la comisaría de la esquina.
El objetivo de la revolución bolivariana promovida por Chávez y una amplia coalición de fuerzas sociales y políticas es acabar de una vez por todas con la estructura racista y colonial de la sociedad venezolana. Para ello es necesario que las mayorías sociales accedan a la salud, a la cultura, a la actividad productiva y, por supuesto, a una vida política que no acabe en el voto. Paradójicamente, la multiplicación de las consultas electorales bajo los distintos mandatos presidenciales de Chávez, es muestra de la extraordinaria vitalidad política del país. Las distintas votaciones -en las que no ha salido siempre ganadora la mayoría presidencial como se comprobó en el resultado del referéndum constitucional y en los resultados de las elecciones locales- se realizan en un marco de debate político intenso sobre la realidad del país y sus transformaciones. Podría esperarse, según una lógica europea o norteamericana, que un pueblo que apoya mayoritariamente y de manera reiterada el liderazgo de Hugo Chávez fuese políticamente pasivo, que la presencia en la más alta magistratura de la República de un personaje carismático sustituyese todo tipo de actuación política por parte de la población. Esto, con carisma o sin carisma de los dirigentes, es lo que ocurre de manera sistemática en las democracias liberales. En ellas, el pueblo abandona masivamente todo protagonismo político en favor de los distintos poderes del Estado que se erigen en sus representantes. Como afirmaba ese gran clásico de la forma más burguesa del liberalismo que fue Benjamin Constant, la libertad de los "modernos" consiste, no en participar en la vida política de la ciudad, sino en disfrutar de sus "goces privados". El gobierno, considerado como una actividad, por un lado pesada y por otro peligrosa, queda así en mano de administradores profesionales. En este tipo de régimen, lo único que ofrece a la población un símil de garantía contra el despotismo de sus dirigentes es la posibilidad de cambiarlos periódicamente. En el capitalismo liberal, lo único que puede cambiar son los representantes políticos. Por supuesto, a condición de que no cambie nada más. Cuando se parte del dogma liberal que afirma la naturalidad de las relaciones sociales y económicas, toda pretensión de transformarlas supone una transgresión, no ya de las leyes humanas sino de las que impone la propia naturaleza. La gran ficción en que se basa la dominación capitalista en el contexto liberal consiste en el rechazo de que unos hombres gobiernen a otros, lo cual no está reñido con la más completa sumisión a una pretendida dominación de la naturaleza en lo que a la economía y la sociedad se refiere. Mercier de la Rivière, uno de los primeros " economistas" de la escuela fisiocrática sostenía que era posible y aun provechoso un despotismo político basado en el más estricto respeto de de lo que consideraba como "las leyes de la naturaleza". Lo que hoy denominamos libertad de mercado se denominaba aún en el siglo XVIII "despotismo". Sostiene así Mercier: «el despotismo natural de la evidencia conduce al despotismo social: el orden esencial de toda sociedad es un orden evidente, y como la evidencia siempre tiene la misma autoridad, no es posible que la evidencia de este orden sea manifiesta y pública, sin que gobierne despóticamente.» (Le Mercier de la Rivière, L'ordre naturel et essentiel des sociétés politiques, Nourse-Desaint, Londres- Paris,1767, p. 280).
Sin embargo, para que este despotismo fuese aceptable, este debía desprenderse de todo carácter personal. El monarca despótico de Mercier debía ser un mero ejecutor de los preceptos dictados por el orden natural de la sociedad. Se comprende así que las democracias liberales herederas de este pretendido gobierno natural consideren fundamental para la libertad de los ciudadanos el cambio de las personas que ostentan la representación política. La política en cuanto tal ha perdido todo contenido, pues el orden social y económico fundamental resulta inalterable: en términos de Margaret Thatcher, "No Existe Alternativa, There Is No Alternative (consigna antipolítica que se traduce en las siglas TINA, el SPQR del Imperio neoliberal). En el capitalismo democrático y liberal, los ciudadanos se ven representados por un poder doblemente legitimado por las elecciones y por su ortodoxia en materia económica. Esta última se basa en un saber que se supone a todo gobierno que actúe conforme a los pretendidos dictados del mercado, esto es conforme a los intereses de los grupos capitalistas dominantes. Para los detentadores de ese saber toda discrepancia, todo oposición tiene su origen en la ignorancia. Existe así la verdad, que se expresa como evidencia natural y, frente a ella, las distintas variantes del “populismo”, o de los intentos “irracionales” de defender los intereses populares frente a los dictados del capital. En un contexto de igualdad política formal entre los ciudadanos, el único modo de hacer pasar este efectivo despotismo por una forma de democracia consiste en impedir (aun así con algunas excepciones como las “monarquías constitucionales” o los regímenes liberales abiertamente dictatoriales), que los mismos personajes se perpetúen indefinidamente en los principales cargos de representación política. De ese modo, es posible realizar a la vez el ideal de Rousseau de que un hombre no gobierne a otro hombre y el de Mercier de que el auténtico rector de la sociedad sea la naturaleza. El peligro del despotismo y del totalitarismo no hay que situarlo tanto en los regímenes denominados “populistas” como en el propio (neo)liberalismo como negación de la política y del antagonismo en nombre de la naturaleza. Afirma en este sentido Ernesto Laclau: “Para pensar el totalitarismo hay que pensar en regímenes que no construyan a un pueblo sino que pongan límites absolutos a la construcción de ese pueblo. Si se piensa en regímenes autoritarios, potencialmente totalitarios, en América Latina, no hay que pensar en el populismo sino, por ejemplo, en el neoliberalismo.”
En el caso de Venezuela nos encontramos con una situación sumamente distinta. Tras la quiebra del modelo de democracia liberal oligárquica consecutiva a la gran insurrección popular contra el neoliberalismo que representó el Caracazo, la alternancia de los políticos profesionales en los principales cargos representativos perdió toda significación. La propia llegada a la presidencia de la República de un personaje como Hugo Chávez Frías que no es ningún político profesional muestra la amplitud de una crisis de representación política correlativa a la crisis de legitimación social del capitalismo en Venezuela. Conquistar la democracia por parte de las mayorías sociales, no sólo en Venezuela y América Latina sino en el resto del mundo capitalista supone romper con el despotismo de un gobierno supuestamente natural. Resulta fundamental para ello liquidar los mecanismos ideológicos y políticos que reproducen la “naturalidad del mercado”, una naturalidad que apenas logra ocultar el poder de clase de las oligarquías capitalistas.
La revolución bolivariana, a pesar de las numerosísimas dificultades que atraviesa y de sus importantes contradicciones, avanza en ese sentido, fomentando la apropiación por parte del pueblo de la riqueza social y de los medios de producción, pero también desarrollando a través de los consejos comunales formas de democracia que no sólo permiten sino que requieren una constante intervención de la ciudadanía. En este contexto, la posibilidad de que Hugo Chávez sea reelegido por un número indefinido de mandatos, refleja la exigencia de dar continuidad a un proceso largo y difícil de transformaciones sociales, y en ningún modo la sumisión del pueblo venezolano a los dictados de ningún déspota. A diferencia de lo que ocurre en las democracias liberales en las que lo único que puede cambiarse son los gobiernos, en el proceso revolucionario bolivariano lo determinante es la transformación social efectiva, aquella misma que resulta imposible en un marco liberal y representativo en el que la población se dedica a sus “goces privados”. La permanencia de Hugo Chávez en la presidencia de la República depende así de su capacidad de contribuir desde su cargo a neutralizar el espacio de la representación política y su correlato dentro del dispositivo liberal que es la pretendida autorregulación de la esfera económica. Ciertamente se necesita tiempo para ello, lo cual justifica que Chávez vuelva a presentarse ante los electores para obtener uno o varios nuevos mandatos presidenciales. Para el proceso bolivariano, Chávez es a la vez indispensable e inesencial. Indispensable, pues, al menos de momento, representa la continuidad de la revolución y asume una indispensable función de destrucción de la función representativa, precisamente mediante su retórica “populista” perfectamente inadecuada a la “dignidad” del cargo presidencial. Inesencial, porque el objetivo de la revolución, en palabras del propio Chávez es acabar con el Estado burgués y sus dispositivos de despolitización mediante la representación. Tal vez sea necesario que, durante un cierto tiempo, Venezuela mantenga en la presidencia a esa bestia negra de todas las oligarquías capitalistas que es Hugo Chávez. Que no cambie de presidente, mientras la sociedad experimenta un cambio decisivo. En cualquier caso, si Chávez se opusiera a los objetivos de transformación social y de conquista de la democracia, la constitución bolivariana contiene ya medidas eficaces para prevenir la consolidación de una dictadura personal. Una de ellas, por cierto heredada de la singular experiencia de democracia revolucionaria que fue la Comuna de París, es la posibilidad de revocar a mitad de su mandato a todos los cargos públicos electos, incluido, naturalmente, el presidente de la República.