viernes, 15 de enero de 2016

De rastas y castas

Copio a continuación una serie de reflexiones sobre la entrada en el Congreso de los diputados de Podemos y de las confluencias. Su único orden es cronológico


¡Que no nos representan! Ellos tampoco.
Un éxito indudable que estén allí los diputados de Podemos y de las confluencias. Están ahí para hacer una labor concreta que se les ha encomendado: defender un programa centrado en el rescate ciudadano y la defensa y ampliación de la democracia. Merecen ser apoyados en esa tarea, pero eso no implica que nos representen. Nunca hay que aceptar ser representado, nunca debe ninguna persona libre delegar su capacidad política. La representación/delegación es una inmensa máquina de despolitización de la ciudadanía. La entrada de estos nuevos diputados en el parlamento solo será útil para las mayorías sociales si la ciudadanía los vigila de cerca y no deja de actuar en otros muchos terrenos sociales que son los decisivos.

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A pesar de mis conocidas diferencias políticas y teóricas con algunos de los diputados de Podemos que hoy han entrado en el Congreso, hay que reconocer que suponen un chorro de aire fresco y una perspectiva de repolitización de una institución adormecida y neutralizada por la partitocracia. Las críticas de los medios de la derecha muestran el miedo y el odio que suscita en la clase política la presencia de gente normal en estos ambientes. Esperemos que los diputados de Podemos y de las confluencias nunca se profesionalicen. Para eso tendrán que cambiar cosas, sobre todo dentro de Podemos. Para eso habrá que controlarlos muy de cerca.
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Si queremos que en el Congreso puedan intervenir las mujeres en pie de igualdad con los hombres, hay que hacerse a la idea de que estas lleguen con sus bebés, e incluso de que los amamanten. También a la idea de que es necesario que haya guarderías en el Congreso como en cualquier lugar de trabajo. La "vergüenza" que este espectáculo produce al ministro amigo del ángel Marcelo, es simplemente el resultado de que considera que las mujeres tienen que quedarse en casa y que las actividades que tienen que ver con el cuidado de nuestros hijos son "obscenas". En cierto modo tiene razón: en una sociedad patriarcal todo lo que tiene que ver con la mujer es "obsceno", debe quedar apartado de la vida pública.La vergüenza del ministro cuando se exhibe públicamente una hembra humana actuando como tal, es la otra cara de la exclusión y la discriminación de las mujeres. En otros lugares y épocas, las personas de "raza" no blanca producían vergüenza a los blancos cuando se exhibían públicamente en lugares frecuentados por blancos: la solución fue la segregación, a menos que la propia vergüenza no fuera la parte subjetiva de los dispositivos materiales de segregación. En lugares como el Estado Islámico y Arabia Saudí han encontrado soluciones radicales para la vergüenza que sienten algunos miembros del sexo masculino ante las mujeres. Prefiero otra solución: que se acostumbren todos los hombres a la presencia pública de mujeres en todas las situaciones. Se les pasará pronto la vergüenza y habrán ganado en libertad y dignidad.

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Al fetichismo de la mercancía que nos hace ver las mercancías como portadoras de valor al margen de cualquier relación social, hay que añadir otra ilusión necesaria en el capitalismo: la Inmaculada Concepción del producto por la cual este surge espontáneamente en la naturaleza sin contacto alguno con el trabajo. La invisibilidad de los procesos de producción y de reproducción es una característica fundamental del modo de producción basado en la mercancía. La invisibilización de la fábrica, pero también de la actividad reproductiva de la mujer son rasgos esenciales de nuestro imaginario cotidiano. El "escándalo" provocado por Carolina Bescansa ayer en el Congreso se inscribe en el marco de ese régimen de prohibiciones.

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Forma parte del imaginario racista básico la idea de que el cuerpo del otro es sucio y contamina. Los diputados de Podemos y las confluencias son considerados por la derecha como una amenaza, por lo cual se les aplican los estereotipos habituales: huelen mal, están sucios, son obscenos y maleducados, amamantan a sus hijos en público como las gitanas, etc. Lo importante aquí es comprender que el racismo no tiene nada que ver con las razas -raza no es ningún concepto científico en biología, ni en ninguna otra disciplina- sino con la voluntad de excluir, de eliminar al otro, que es la forma subjetiva en que se manifiestan dispositivos de exclusión perfectamente materiales. Saben perfectamente que, hoy por hoy, unos diputados portadores de exigencias forjadas en el 15M y los movimientos sociales son realmente una amenaza para sus privilegios y su dispositivo de poder. En un primer momento funcionará el intento de exclusión, pero muy pronto se desencadenará otro mecanismo más perverso: la cooptación selectiva. Todo colonialismo necesita guardias moras o cipayos. Cuidado sobre todo con este tipo de mecanismos, sobre todo en un Podemos cuya dirección ha liquidado todo mecanismo de control de la acción de sus responsables internos y diputados por parte de su base social y militante. Esos mecanismos tienen que existir: si no se quiere que Ulises sucumba a los cantos de sirena del poder, sus marineros tienen que atarlo firmemente al mástil.

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Lo que ha irrumpido con fuerza en el parlamento español es algo inédito. Su nombre es biopolítica. Se trata de una política a la altura de una producción capitalista que ya no tiene límites en el espacio (globalización) ni en el tiempo (inexistencia de límites horarios, de "jornada de trabajo") y, por consiguiente, termina coincidiendo con la vida misma. Una mujer dando el pecho, jóvenes -y menos jóvenes- con rastas u otros adornos o vestidos afirmando su singularidad irreductible, cierto modo de vida desenfadado, ajeno al respeto reverencial por los símbolos y poderes del Estado, son, más allá de la representación, una reivindicación de lo común que nos permite a los humanos colaborar y vivir. La vida misma exige sus derechos y expresa su potencia frente a un orden mortífero que la bloquea, que la niega, y hace de la juventud una juventud sin futuro y de la democracia una democracia irreal.
Obviamente, en un parlamento que se había convertido en el squat o en la okupa de un grupúsculo minoritario y fuertemente marginal de ricos y poderosos con rituales y códigos vestimentarios propios, esta irrupción de la vida, de la gente normal, ha producido reacciones de odio e incluso de racismo. Nada más normal: el régimen actual ejerce un poder de contención y de bloqueo sobre la vida, es un "biopoder" cuya función es controlar la vida en nombre de una representación de la vida conforme a sus intereses de casta. Este bloqueo y esta contención, que van hasta la eliminación pura y simple de la vida, en nombre de una representación de la vida se llama racismo. Las referencias a la "suciedad", al "mal olor" del otro son típicas de un discurso de la segregación y la eliminación del otro típicamente racista. Esto nos permite ver dónde estamos y precavernos frente a quien se presenta abiertamente como enemigo. Frente a eso, mucha calma, mucha normalidad: los rarillos y, sin duda socialmente peligrosos son ellos. Ellos son contingentes y marginales, la vida normal, lo común, el trabajo, son en cambio, cada vez de forma más clara, lo normal y lo necesario.

martes, 12 de enero de 2016

Las brechas de la máquina de guerra electoral







(Este artículo, publicado el 12 de enero de 2015 en Público en el marco del blog Contraparte, responde al texto de Íñigo Errejón titulado Abriendo brecha: apuntes estratégicos tras las elecciones generales publicado el mismo día en el mismo diario)
Público.es

Álvaro Oleart y Juan Domingo Sánchez Estop
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Hacía tiempo que se esperaba un análisis de los resultados electorales y de la coyuntura política que estos han determinado por parte de la dirección de Podemos. Tal vez ese análisis ha tardado casi un mes porque los resultados no cuadraban con las expectativas de quienes dirigen Podemos. En estas elecciones, ni la coalición formada en torno a Podemos ni los métodos de sus distintos componentes —en todos los casos muy distintos de los de la vertical y centralista “máquina de guerra electoral” diseñada para “asaltar los cielos”— han correspondido a las expectativas de Iglesias-Errejón y su equipo. A pesar de las renuncias democráticas impuestas a los militantes de Podemos, de la ingrata disciplina de empresa de comunicación carente de pluralismo real y del mando centralizado —que todo lo decide sin ningún tipo de consulta que no esté estrictamente controlado—, los objetivos de la dirección solo se han cumplido a medias. Además, si la coalición alrededor de Podemos consiguió resultados decorosos, ello se debe en buena parte a la movilización de elementos municipalistas enteramente ajenos a la estrategia “populista-electoral” de la dirección del partido.
El artículo de Íñigo Errejón titulado “Abriendo brecha: apuntes estratégicos tras las elecciones generales” publicado en Público ayer mismo, muestra que el objetivo previsto no se ha realizado: ciertamente se ha abierto brecha en el sistema político del régimen, pero se está lejos de haberlo derribado. Si se lee con atención, el análisis de Errejón asume como horizonte la idea de autonomía de lo político. Para él la política es un juego autónomo, con su propio espacio y sus propias reglas: unos partidos desplazan a otros en la medida en que son portadores e incluso generadores de sentidos de la realidad, no en cuanto encarnan intereses y fuerzas sociales. Se refiere Errejón a la excepcionalidad de las legislativas del 20 de diciembre en los siguientes términos: “El hecho mismo de que nadie discutiese que el 20D no era una competición electoral ordinaria, constituye ya una victoria de quienes trabajan para el cambio político y la soberanía popular por cuanto no era “necesario” por ninguna acumulación de circunstancias sino el resultado de una disputa por el sentido.” La política es para el secretario político de Podemos disputa por el sentido, no lucha social entre distintos actores.
Naturalmente, en el mundo de Errejón no se habla de la crisis, no existen clases ni conflictos que no se den en una esfera rigurosamente simbólica. La consecuencia de esto es que cada actor de la escena política —cada partido y dentro de cada partido cada dirección— se ve a sí mismo como el productor de un sentido que, posteriormente, inspira movimientos sociales y antagonismos. La objetividad tozuda de la crisis, la precarización general del trabajo que afecta a las propias clases medias no existen aquí. La crisis política española no tiene que ver en este marco de análisis con la imposibilidad de representar una crisis y unas resistencias que existían mucho antes de Podemos, sino con el juego entre sentidos abstractos como “lo nuevo”, “lo viejo”, “los privilegiados”, “las fuerzas de alternancia”, “las fuerzas del cambio”…
Asistimos así a un combate de abstracciones en el que la dirección de Podemos genera su propio sentido e intenta hacerlo compartir a las mayorías sociales. Sin duda, el método de análisis centrado en la pugna por el sentido es útil para preparar una campaña electoral, pero claramente insuficiencia para una comprensión de las fuerzas reales en presencia. El populismo es un estilo discursivo. Es una forma, no un contenido. Por eso, el populismo, en tanto discurso, no está necesariamente ligado a ninguna ideología o proyecto político ni a ningún interés social definido. En este sentido es un método óptimo para el recambio de élites, pero resulta insuficiente para una estrategia de cambio social efectivo. Quizás no haga falta insistir en que se requiere mucho más que una estrategia discursiva para derribar al régimen, al menos si esto es realmente lo que se desea.

La hipótesis populista errejoniana no permite entender la acción de realidades sociales ajenas a ella. Por ese motivo, para Errejón, la brutal bajada de la intención de voto de Podemos en los sondeos posteriores a enero de 2015, responde exclusivamente a las campañas de desprestigio lanzadas contra Podemos por los medios, no a la incapacidad de esta organización —tras su cierre verticalista de Vistalegre— de seguir echando raíces en la sociedad real, asumiendo su complejidad y pluralidad efectivas. Toda posibilidad de autocrítica queda así cerrada. No existe un exterior en que apoyarse para formularla. Como en todo discurso ideológico, si una hipótesis falla total o parcialmente, la causa de este fallo es siempre exterior. O como los viejos teólogos, “Dios no puede ser el autor del mal”.
No menos interesante es el modo en que a través de este discurso ideológico se reelabora la realidad. Si a pesar del declive del núcleo central de Podemos, este partido y las candidaturas a él asociadas han tenido un éxito relativo, ello se debe a la importación de pluralismo a partir del exterior, en concreto de los procesos municipalistas (En Común, En Marea), infinitamente más participativos y horizontales que el partido de Iglesias. Obviamente Errejón no puede reconocer esto sin arruinar su propia hipótesis y tiene que traducirlo a términos compatibles con su estrategia, aunque para ello tenga que valerse de una dialéctica algo descabellada. Así la estrategia nacional-popular, basada en “un discurso patriótico de nuevo tipo” tiene que reconocer el hecho tozudo de la plurinacionalidad, pero también el hecho de que vivimos en una sociedad capitalista europea del siglo XXI y de que en ella existe “una composición social individualizada en la que la relación con lo público se establece a menudo más como ‘ciudadano’ que como ‘pueblo'”. En efecto, es difícil hacer de un conjunto plurinacional una nación, pero no lo es menos hacer de una multitud de individuos que desean participar activamente en la vida política un “pueblo”. Como en un juego de prestidigitación, la hipótesis populista choca con la realidad y se fractura, pero su fracaso teórico y político se reinterpreta como éxito. Se pasa así por alto la especificidad de los procesos participativos y democráticos que permitieron la victoria de las candidaturas de unidad popular en muchas ciudades y que salvaron a Podemos en las legislativas de unos resultados mediocres, o lo que es lo mismo, de una previsible marginalidad.
El proceso de construcción de un “pueblo plurinacional”, objetivo explícito de la cúpula de Podemos, conlleva además el riesgo de un soberanismo que olvide completamente la cuestión europea y global. Ni siquiera un Podemos con mayoría absoluta en España podría cambiar gran cosa para bien. Las élites son europeas y globales. En consecuencia, un movimiento contra-hegemónico debe incluir necesariamente una dimensión global. La correlación de fuerzas inmediata se juega a nivel europeo.
En definitiva, la lógica de la producción de sentido acaparada por una dirección es un límite obvio para la conquista de la hegemonía. Para constituir una potencia común deben multiplicarse las producciones de sentido y entretejerse. El sentido que los animales políticos damos a nuestra acción es inseparable de otras producciones que no son de mero sentido, sino de nueva realidad: el trabajo, las luchas, el amor, la inteligencia siempre colectiva, mientras que la idiotez es solitaria. La producción de sentido es necesariamente colectiva, lo cual implica que hace falta una articulación social más allá de la unilateralidad de los medios de comunicación. En ningún modo, puede llegar a triunfar por medios y con efectos democráticos una estrategia que prive a la gente común de su papel en esta producción. El monopolio de la producción de sentido por parte de la “máquina de guerra electoral” va ligada directamente a la lógica de la representación. El famoso “No nos representan” del 15-M ha sido rápidamente olvidado en favor del núcleo irradiador. El cierre sobre este núcleo como productor exclusivo de sentido genera una impotencia rayana en el delirio, obscurantismo y lenguaje de papagayo, impide hacer frente a la realidad y a lo común de los seres humanos, imposibilita la autocrítica, impide luchar con eficacia y establecer las alianzas necesarias. Impide vencer.

jueves, 24 de diciembre de 2015

La clase media como paradoja

{\text{Let }}R=\{x\mid x\not \in x\}{\text{, then }}R\in R\iff R\not \in R
(Paradoja de las clases -o de los conjuntos- denominada paradoja de Russell. R es la clases de las clases que no se contienen a sí mismas. Si R pertenece a R, ello implica que R no pertenece a R, y viceversa...). 


Dado que la clase media se ha convertido en el centro de las distintas estrategias electorales, es conveniente pararse a reflexionar sobre el sentido de este término, tan habitual, que parece darnos a entender algo cuando en realidad es un concepto vago y problemático. La clase media es una realidad paradójica, pues, tratándose de una clase particular, las ideologías políticas mayoritarias en las democracias liberales pretenden hacer de ella la clase universal que termine incluyendo a todas las clases. Con cierto humor podría decirse que su propio concepto genera muy precisamente una variante de la paradoja de Russell, la de "la clase de todas las clases que no se contienen a sí mismas", pues la clase media es solo universal a condición de contenerse a sí misma y a las demás clases, con lo cual abole las clases conservándolas.

En su vocación universal, la clase media es así heredera de la burocracia de Hegel o del proletariado de Marx, pero su función de superación de las clases no sigue la vía de la racionalidad como la burocracia, ni la de la pobreza como el proletariado. En cierto modo, la clase media es un antiproletariado. Si el proletariado era para Marx la clase universal por carecer de propiedad, por ser la clase expropiada, la clase media se convierte en clase universal por lo contrario, por su acceso a la propiedad. Los teóricos del ordoliberalismo alemán y sus discípulos españoles, los del desarrollismo franquista, quisieron poner término a la lucha de clases que dio lugar a lo que consideraban el “peligro comunista” y, para ello, diseñaron políticas dirigidas a la "desproletarización" de los trabajadores, a que, en otros términos, no existiese ninguna categoría social que no tuviera nada que perder. La generalización de la propiedad de la vivienda, y en segundo lugar la del automóvil, fueron así los medios por los cuales el antiguo proletariado -junto a la inmensa mayoría de la sociedad- pudo verse a sí mismo como “clase media”. Este acceso a la propiedad corrió paralelo en toda la Europa occidental a la conquista de importantes derechos sociales y a la institucionalización de la negociación colectiva, con lo cual, bajo la protección del Estado, los trabajadores consiguieron alejarse en buena medida de la suerte precaria de la clase obrera del siglo XIX y principios del XX.

Estos logros sociales fueron resultado de una política de desproletarización “desde arriba” combinada a una sólida representación política y sindical de los trabajadores, que a la vez articulaba e institucionalizaba socialmente la resistencia de estos a la explotación. Paradójicamente, la constitución de importantes partidos y sindicatos de clase en Europa occidental fue uno de los principales factores del triunfo y la extensión de las clases medias. La clase media se convirtió en un modo de vida (a way of life) marcado por la seguridad material, la existencia de derechos civiles y sociales y un nivel importante de consumo. La idea democrática y socialista de una sociedad sin clases parecía así realizarse en la Europa de los años 70 en los principales países desarrollados mediante un agente inesperado: la clase media. Esta fue además la base material de un nuevo orden democrático basado en la negociación de los diversos intereses sociales que garantizó importantes conquistas en materia de derechos civiles para los trabajadores, las mujeres y otros sectores que no estaban tradicionalmente incluidos en el orden tradicional de la sociedad política burguesa. La democracia, que giraba en torno a la clase media, se convirtió así en una mesocracia, un gobierno basado en las capas medias de la sociedad.

Con todo, la apariencia de una sociedad sin clases era inseparable de otra realidad: la de una situación muy desigual en lo referente al control de los medios de producción y de los recursos financieros. La sociedad de clase media, que Galbraith describió como “la sociedad del consentimiento” en la que todos se identificaban a sí mismos como propietarios, no dejaba de estar basada en una desigualdad estructural irreducible: unos poseían los medios de producción y otros carecían de ellos. Esto es precisamente, lo que define la existencia de clases y no solo las diferencias de riqueza. Al nivel de las relaciones de producción, como afirmó Marx, el Edén de la libertad, la igualdad y la fraternidad queda sustituido por otra realidad en la que unos mandan y otros obedecen, en la que existe, más allá del poder político democrático y representativo, en los espacios mismos de la producción, un tipo de dominio invisible basado en el hecho de que unos poseen los medios de producción y otros no. Esta división fundamental en una sociedad capitalista no desaparece en las sociedades basadas en las “clases medias”, aunque, ciertamente, se hace en ellas casi invisible.

La sociedad de clase media es en cierto modo el apoteosis del capitalismo, en cuanto sistema social, pues la característica fundamental del orden social de una sociedad capitalista, el rasgo que la diferencia de cualquier otra sociedad de clases, como la esclavista o la feudal, es el hecho de que la dominación social y política aparecen como separadas de la explotación. Por un lado, la dominación política resulta invisibilizada mediante una legitimación del poder político basada en la ficción del contrato y de la representación. Un ciudadano de una democracia liberal solo obedece las órdenes -basadas en las leyes- de unas autoridades que él mismo ha elegido, con lo cual, estrictamente, puede decirse que no está sometido a ningún tipo de dominación social y solo a una dominación política libremente consentida y que actúa por medios legales. Por otra parte, la explotación queda también invisibilizada por otro contrato, el que vincula al trabajador con su empleador. En este contrato, como en todos los demás, son esenciales la libertad de las partes, su igualdad y su propiedad. Cada una de ellas debe tener algo que intercambiar, aunque se trate de cosas tan abstractas como el dinero o  la capacidad de trabajar, que Marx denomina "fuerza de trabajo". De este modo, el hecho social que funda las clases, la expropiación de los trabajadores, resulta perfectamente invisible, del mismo modo que queda invisibilizada bajo las formas jurídicas que lo perpetúan la dominación social de los dueños de los medios de producción y de los recursos financieros. La clase media es así la base de una paradójica sociedad sin clases dentro de una estructura social basada en la expropiación de las mayorías y, por consiguiente....en la lucha de clases.

Las hipótesis populistas que se vienen experimentando a uno y otro lado del Atlántico, en América Latina y, en una fase menos avanzada en la Europa del Sur, se basan en estrategias de redistribución de la riqueza destinadas a salvaguardar -o en algunos casos, como en América Latina- a crear las clases medias. Estas que, o bien han existido a penas, como en Bolivia o Venezuela o se han visto en peligro por la crisis financiera y económica como ocurre hoy en el sur de Europa, buscan ante todo afirmarse o afinzarse en el marco de redistribución de riqueza y creación de derechos al que nos hemos referido. En ningún caso tienen por objetivo las hipótesis populistas en curso atentar contra las relaciones de producción vigentes, esto es cuestionar la expropiación de las mayorías sociales por los poderes económicos y financieros. Por consiguiente, por mucho que se recubran de oropeles “revolucionarios”, los distintos populismos representan un intento de hacer de la clase media la “clase universal” mediante la constitución de nuevas élites políticas capaces de mediar con los distintos intereses sociales y económicos en favor de las mayorías sociales.

Estas políticas han contribuido de manera importante al afianzamiento de las bases sociales de la democracia liberal, pero en ningún momento han afectado en lo más mínimo al orden social existente. De ahí su límite interno consistente paradójicamente en que el éxito de sus políticas determine no la perpetuación sino el fin de los gobiernos populistas. La clase media fuera de peligro o nuevamente constituida abandona sistemáticamente a los gobernantes populistas y busca formas de gobierno supuestamente conservadoras que protejan sus intereses, que ven alejados de los de los trabajadores y los precarios. De este modo, los bloques históricos configurados en torno a la hipótesis populista tienen un carácter inestable y se integran en ciclos de articulación y descomposición característicos como aquel a cuyo fin estamos asistiendo hoy en América Latina.


Con todo, parece que el futuro de lo que se llamó izquierda está condenado a girar en esta rueda de la fortuna. Solo podrá salirse de ella cuando se hayan constituido en la propia sociedad nuevas relaciones de producción centradas en la apropiación de los comunes. La economía en red, la inteligencia colectiva como fuerza productiva, las distintas formas de cooperación directa que hoy funcionan en el marco del capitalismo, son sin duda las bases materiales de un cambio de relaciones de producción y de una nueva democracia, las bases de un cambio estructural que ningún gobierno podrá nunca crear. El capitalismo no surgió de la decisión de ningún gobierno, ni de ninguna necesidad histórica conocida por una vanguardia, sino del encuentro y articulación aleatorios de distintos actores sociales en el marco de la descomposición del régimen feudal. Tal vez un cambio real de nuestras estructuras sociales solo sea posible cuando se logre diseñar tras un encuentro imprevisible de distintos sectores sociales, un gobierno adecuado a la transformación, cuando se descubra esa “técnica de gobierno socialista” de la que nos decía Foucault que aún no existe, pues el socialismo -en sentido amplio- solo ha reproducido hasta ahora, con resultados que van del éxito relativo a la catástrofe, los dispositivos gubernamentales del capitalismo, que giran en torno al Estado representativo y al mercado. De momento, solo queda a quienes critican el orden neoliberal cosechar éxitos relativos. El resultado de las últimas elecciones en España es el comienzo de un proceso que tal vez conduzca a uno de esos éxitos relativos.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Dale un susto a la Sra. Merkel votando a Podemos

Si alguien tenía aún la más mínima duda sobre su voto del domingo, que mire o vuelva a mirar la mueca que hace la Sra. Merkel cuando Rajoy le dice que la segunda fuerza política en España este 20 de diciembre puede ser Podemos. Si le quedan dudas, que compruebe cómo en todas las instituciones donde hay presencia de candidaturas de unidad popular o de Podemos se produce una curiosa epidemia de dimisiones de representantes del PP. La última, la del Sr. Echeberría en Madrid, pero ha habido bastantes más y habrá otras muchas. El nombre Podemos y todo lo que con él se asocia -mucho, muchísimo más que el dichoso "núcleo irradiador"- da miedo al poder actual y representa una esperanza para muchas personas en nuestro país. Ese miedo y esa esperanza están fundados.

No hay que tener remilgos. Nadie más que quien escribe estas líneas afirma ni ha afirmado con mayor contundencia que el partido Podemos resultante de la disociación del comando mediático de su base movimentista es un partido, como todos los demás, infame, un remedillo de Estado. Sin embargo, este partido infame, que es más empresa que partido, se llama Podemos y evoca por su solo nombre muchas cosas, como el 15M y las ganas de conquista de la democracia que en él se expresaban. Este partido infame ha servido, junto a otras organizaciones y una multitud de ciudadanos, de catalizador para mandar a las instituciones a numerosas personas que en ellas desempeñan un papel esencial, el de la única verdadera oposición. Una oposición que el PSOE nunca quiso asumir y que IU nunca pudo ejercer eficazmente por su debilidad y su cierre identitario en la izquierda.

Podemos es un partido y es una institución (un aparato) de Estado. No es rigurosamente otra cosa. Esto no impide que se haya convertido en la pequeña puerta por la que están entrando personas enteramente ajenas al poder actual en la esfera de la representación para intervenir en ella y modificar las correlaciones de fuerzas. Y es que el Estado solo existe como monstruo impenetrable y hostil a la sociedad cuando se cree en él; si no, es solo la representación imaginaria de una correlación de fuerzas, algo cuya única consistencia real es la relación entre los poderes y las resistencias múltiples que configuran y reproducen el orden social. El Estado no tiene ninguna consistencia propia que lo separe de la sociedad. Ciertamente, la dirección de Podemos parece creer en el Estado y la representación, lo cual, al menos a mi juicio, ha limitado fuertemente el empoderamiento popular que empezó a hacer de Podemos un fenómeno desbordante. Con todo, la horizontalidad y la pluralidad expulsadas de la organización en nombre de la "reponsabilidad de Estado" y de la lógica de la representación/delegación, se ha recompuesto en las candidaturas de unidad popular y en otros movimientos e individualidades que hoy apoyamos las candidaturas formadas por o alrededor de Podemos o junto a Podemos. Si, en pleno periodo de crisis de régimen, se echa a la multitud por la puerta, regresa por la ventana.

Se han criticado los candidatos que la dirección de Podemos ha cooptado para las listas y sobre todo al antiguo jefe del Estado Mayor de la Defensa (Jemad), Julio Rodríguez. Se acusa al general de haber sido responsable de no se sabe qué horrores perpetrados por la OTAN e incluso de ser un firme partidario de esa organización militar. Estas acusaciones tienen poca base, pues España no intervino después de la retirada de Iraq, decidida por el gobierno de Zapatero, que nombró a Julio Rodríguez, en ninguna aventura guerrera neocolonial, En cuanto a la pertenencia a la OTAN -lo dice quien fue un activista del movimiento anti-OTAN en los años 80 y hoy es un crítico de todo bloque militar- no es uno de los principales problemas del país, incluso puede decirse que una vez que se está dentro de ella, es mejor permanencer dentro e intervenir desde el interior: aunque suela ignorarse, las decisiones de la OTAN se toman todas por unanimidad, con lo cual existe la posibilidad de bloquear iniciativas militares disparatadas. En cuanto a los demás candidatos cooptados, son sencillamente personas indispensables para formar un eventual gobierno o incluso un gobierno en la sombra.

El programa que presenta Podemos mantiene ciertos ecos del 15M: rechazo de los desahucios (las 5 de la PAH), lucha contra la corrupación, lucha contra la austeridad a nivel estatal y europeo, mayor participación de la ciudadanía en la toma de decisiones (referéndum en caso de guerras exteriores, referéndum de autodeterminación en Cataluña, etc.), incluso una forma edulcorada de renta básica (la renta mínima). Nada es revolucionario, pero todo es necesario para mantener unas condiciones de vida digna para la población y recuperar una democracia digna de ese nombre. Quien vote a Podemos debe saber que está votando un programa socialdemócrata, pero debe saber también que este programa no es el de las socialdemocracias históricas, fuertemente influidas por el neoliberalismo, y que, por otra parte, el programa socialdemócrata es imposible en las condiciones actuales -como pudo comprobar el gobierno de Syriza este verano- por lo cual quien lo proponga tendrá que esforzarse por crear el entorno que lo haga posible tanto a nivel estatal como a nivel europeo.

Y una última reflexión para los amigos anarquistas:

Si eres anarquista de verdad, vota para sacar a este gobierno, luego resiste como siempre, pero en mejores condiciones. Ningún gobierno será nuestro gobierno, pero los hay que son directamente enemigos como el actual y los hay menos nocivos. Que la creencia en el Estado (¡compartida con la dirección de Podemos y con la tradición de la izquiersa autoritaria!- no te impida modificar las correlaciones de fuerzas en favor de las mayorías sociales. El anarquismo de verdad siempre supo intervenir en ese terreno.Valdría la pena recordar que en el 36 la CNT no llamaron a la abstención en las elecciones, y sus militantes y simpatizantes votaron Frente Popular. Hay que pensar que gente como Buenaventura Durruti votó al Frente Popular...Por no hablar de los excelentes ministros que tuvo la CNT en el gobierno republicano: no hay mejor ministro que quien no cree en el Estado y no tiene vocación de ocupar cargos.

No regalemos el gobierno a la derecha. Que no se pierda ni un solo voto.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

El no acontecimiento de París

"Para todos los hombres, dígase lo que se diga, siempre hubo una sola moral. Los nazis, a pesar de su conducta, no eran una excepción. Hitler llamaba a Churchill "belicista desacreditado". No decía: "Yo quiero la guerra, yo soy agresivo y los ingleses son inmundos partidarios de la paz y de la comprensión entre los hombres". No hay que olvidar que Atila significa el padrecito." Jorge Luis Borges, citado por Adolfo Bioy Casares en Borges, Barcelona, Planeta, 2011, p.335)


Un acontecimiento no es cualquier hecho. Pueden y suelen producirse hechos que no son acontecimiento : son aquellos que reproducen el orden existente enmarcándolo en un tiempo muerto que se repite en su vacuidad. Un acontecimiento es, por el contrario, un acto o un hecho que sobresale, que marca la irrupción de un tiempo nuevo, de un nuevo orden de cosas. Desde ese punto de vista es difícil calificar lo que ocurrió anteayer en París de « acontecimiento ». Lo que se produjo anteayer en París y hoy en Raqqa es una escenificación grotesca del espectáculo de la soberanía en un período -la globalización- en que la soberanía es un mero recuerdo de un orden pasado. Existen ciertamente Estados formalmente soberanos, pero su margen de actuación autónoma frente al poder financiero es prácticamente inexistente. En cierto modo, el sueño del liberalismo, desde Adam Smith a Benjamin Constant, el de una sociedad sin política que se gobierna sin gobierno se ha visto realizado desde el fin de la Guerra Fría. Hoy, la soberanía solo existe como objeto perdido que en vano se intenta resucitar mediante la violencia, mediante la periódica reactivación como espectáculo de un poder soberano cuyo principal atributo es la facultad de « hacer morir ». En ese culto melancólico de la soberanía comulgan los Estados y quienes como el ISIS juegan a serlo.


En París, los yihadistas atacaron lugares de ocio y de espectáculo que consideran antros de « corrupción y depravación»: bares, restaurantes, un estadio de fútbol, el café-teatro Bataclan. Aparte de los motivos teológico-morales que exponen en su comunicado, hay en la intención de los atacantes una voluntad clara de ponerse al nivel del Estado francés y de los demás Estados europeos que intervienen en Siria. Ellos también bombardean, aunque sea mediante esa « fuerza aérea del pobre » que representan, en términos de Mike Davis, los suicidas cargados de explosivos. Ellos pueden sembrar indiscriminadamente la muerte, como los drones o los aviones de las coaliciones que atacan distintos objetivos en Siria e Iraq. El ISIS es una evolución de Al Qaida : si Al Qaida era el yihadismo en tiempos de la globalización, una simple franquicia sin territorio -en Afganistán, los talibanes los acogieron temporalmente, pero no era Al Qaida quien controlaba Afganistán-, el ISIS/DAESH/Estado Islámico (EI) tiene otras pretensiones. La primera de ellas ha sido dotarse de un territorio efectivamente bajo su control y actuar en él con una exhibición delirante de atributos de la soberanía : las decapitaciones y otras formas de ejecuciones filmadas reafirman su capacidad de matar dentro del territorio. Atentados como los de anteayer en París intentan reafirmar esta misma facultad soberana en su proyección exterior. En cierto modo, la brutalidad del EI, a pesar de que identifica a esa organización como la perfecta imagen del mal, casi caricatural, que a cualquiera le gustaría tener como enemigo, es un paradójico intento de dotarse de « respetabilidad ». Esto permite cifrar la inmensa torpeza de las autoridades del Estado francés, que se han apresurado a «declarar la guerra» al Estado Islámico, satisfaciendo así su máxima pretensión : que se reconozca su soberanía, que se reconozca al EI como sujeto posible de una relación bélica internacional. Este apresuramiento, por parte de un presidente débil e impopular de un país cuyo declive como potencia europea y mundial es evidente, es síntoma de la necesidad del régimen y del gobierno franceses de afirmarse como soberanos, respondiendo de inmediato a los atentados con el bombardeo de la ciudad de Raqqa, la «capital» del EI.


De este modo, ambos actores del sangriento espectáculo se legitiman recíprocamente ante los sectores sociales que les prestan apoyo. Mientras tanto, la realidad sigue su curso. Prosigue la masiva huida de refugiados de las zonas controladas por el EI hacia Europa acentuando la disolución de fronteras y Estados por abajo: desde las poblaciones y no desde los flujos de capital financiero. Por un lado está la multitud nómada, que escapa a las guerras y a la miseria, por otro, los intentos de captura de esta, por el EI, que las intenta mantener bajo amenaza en los espacios que controla y por los Estados europeos que intentan gestionar los flujos utilizando dispositivos fronterizos móviles y filtrantes (controles, selecciones, campos de internamiento, identificaciones, etc.). Los intercambios de violencia real y simbólica y el control de los flujos de refugiados constituyen hoy una nueva economía simbólica entre distintas zonas del sistema mundo, se trata de hechos dentro de un sistema, no de acontecimientos. El único acontecimiento es el éxodo, los éxodos internos y externos. ¿Podrá el poder neutralizar a los nuevos movimientos sociales y políticos como ya hiciera tras el 11 de septiembre con el movimiento antiglobalización? Hay que construir una defensa activa de la paz y de lo común frente a los cierres soberanos.

lunes, 16 de noviembre de 2015

El rally Paris-Raqqa

El presente post es la continuación del publicado ayer, en el que se ensaya un marco teórico general para entender "La normalidad terrorista".

¿Ha habido algún acontecimiento últimamente en París? ¿Ha ocurrido realmente algo? Según todos los medios de comunicación daría la impresión de que sí, y que incluso es algo enorme: 128 muertos, la capital sometida a una ola de pánico, una sociedad traumatizada...Todo esto es perfectamente cierto, pero para que haya un verdadero acontecimiento, hace falta que un hecho o un acto destaque realmente sobre la normalidad cotidiana. ¿Cuál es esta? Las noticias de muertes violentas que nos llegan a diario del Próximo Oriente y del resto del mundo. Centenares o miles, incluso millones de muertos que no (se) cuentan. Gente que muere en interminables guerras civiles en países como Siria o Iraq donde atentados como los de París son moneda corriente. Se ha desarrollado en esos países la costumbre de convivir con la muerte masiva, como si fuera un fenómeno meteorológico, un azar incontrolable que cualquier día puede golpear a cada inviduo en su propia carne o la de sus próximos.

Ese mismo horror cotidiano es el de la población de Gaza, ese enorme gueto y campo de tiro al niño israelí donde a diario caen ciudadanos palestinos ante un silencio aplastante del resto del mundo, donde, de vez en cuando también, la muerte se abate al por mayor sobre todas las categorías de población. Al lado de Gaza, y de Cisjordania, están Israel y sus colonias. Israel intenta, por todos los medios, proteger a sus ciudadanos de la rabia y el odio de los palestinos expulsados de sus tierras, humillados, asesinados. De vez en cuando esta rabia y este odio se expresan en algún atentado contra población civil inocente. Mueren personas que pasan por la calle en atentados perpetrados con cualquier tipo de medios, desde pistolas hasta navajas y casi a dentelladas. Israel se encierra en un muro dos veces más alto que el de Berlín y encierra a los palestinos en un archipiélago de guetos controlado por sus fuerzas militares. Israel bombardea periódicamente Gaza dejando un rastro de miles de muertos civiles. Israel "necesita seguridad" porque está construido sobre un acto de limpieza étnica que ha condenado a millones de palestinos al exilio, a la precariedad de los campos de refugiados y a la inseguridad. Como sostenía Hannah Arendt cuando se estaba implantando en Palestina un "hogar judío" mediante la expulsión sistemática de la población árabe, nadie puede decir que está en su hogar si sus vecinos no lo reconocen como tal. Difícilmente podrían hacerlo los palestinos cuyos hogares y tierras fueron robados o destruidos. Israel se ha construido sobre la ocultación y la represión de un pasado y un presente de violencia mediante los muros físicos y los muros simbólicos del olvido y del silencio. Por eso, cuando hay un atentado contra la población civil en Israel caen víctimas perfectamente inocentes, pero esa indudable inocencia de la gente que pasa por la calle nada puede contra el hecho del origen brutal de ese Estado y de la violencia que a diario lo reproduce, nada puede contra el odio y la desesperación que esta violencia estructural suscita.

El modelo israelí se extiende a todo el planeta. En los Estados Unidos terminó de implantarse tras los atentados del 11 de septiembre, en Gran Bretaña poco después. Se establecieron sistemas de control y de vigilancia estrecha de las poblaciones, sistemas que partían de la larga experiencia de la Guerra Fría, pero se perfeccionaron gracias a las técnicas del laboratorio israelí. La perpetuación al sur del Mediterráneo y en el Oriente Próximo de un rosario de dictaduras y monarquías despóticas que rodean al régimen colonial israelí en Palestina y mantienen a las poblaciones en niveles de desigualdad y subdesarrollo dramáticos, a las puertas mismas de Europa, constituye un foco permanente de tensión. Ese foco se ve intensificado por la presencia de numerosas comunidades de inmigrantes -y refugiados- procedentes de esas zonas en muchos países de Europa occidental, Francia en muy primer lugar. Francia ha tenido una tradición propia de gestión del hecho colonial en la metrópoli y el exterior. En la metrópoli recluyendo a las poblaciones de origen magrebí en las famosas "banlieues", ciudades-dormitorio carentes de servicios y aisladas de las ciudades grandes y medias. Lugares que, al extenderse el desempleo y anularse las posibilidades de ascenso social para las nuevas generaciones se han convertido en puntos explosivos donde periódicamente estalla la rabia, lugares que han terminado produciendo "monstruos". Nada más parecido a esas banlieues que los guetos creados por Israel en Cisjordania, con la importante salvedad de que no existen por ahora en Francia puntos de control militarizados que limiten el movimiento de sus habitantes, sino tan solo un permanente control policial sobre las zonas "peligrosas". La geopolítica colonial de Israel o de la Sudáfrica del apartheid se reproduce así dentro de la metrópoli. Hacia el exterior, el modelo sigue siendo Argelia y el bombardeo de población civil como falsa solución a un problema que no se quiere ver.

El modelo colonial no es incompatible con la globalización: la colonización se ha limitado a desplazar las fronteras a introducir el espacio colonial en la metrópoli, usando la frontera como filtro, como método de control y de selección de las poblaciones. La frontera como método es uno de los dispositivos de poder del régimen neoliberal. Se trata en el neoliberalismo de asumir riesgos: no de intentar eliminarlos. El riesgo es un factor de ganancia, tanto en la bolsa como en la gestión general de la sociedad por el capital. Es más útil, aunque sea arriesgado, mantener bolsas de pobreza y de desesperación social que restablecer los niveles de gasto social que podrían hacerlas desaparecer. Se calculan costes y riesgos y se opta por la mejor solución, observando, eso sí, la evolución del riesgo. Lo mismo ocurre con los regímenes corruptos, violentos, y muchas veces "amigos", que ahogan política, económica y culturalmente al mundo árabe. Es más fácil mantener esas alianzas que aceptar un cambio democrático que obligaría a negociar mínimamente con las poblaciones. Más vale mantener cierto nivel de riesgo, incluso apoyando regímenes como el de Arabia Saudí que ha contribuido poderosamente al desarrollo del yihadismo, pero que dispone de petróleo, del control de los santos lugares del Islam y de un poder financiero considerable. Arabia Saudí es el peligroso amigo que engendró política e ideológicamente a Osama Ben Laden y que sirve hoy de modelo y, junto a Qatar, de fuente de financiación al Estado Islámico.

Asumir riesgos significa hoy instalarse inocentemente en la guerra colonial convertida en guerra civil permanente. Vivir como los israelíes. Considerar como algo perfectamente natural el conjunto de dispositivos de seguridad que organizan nuestra vida cotidiana.Aparte del dolor y el terror causados, aparte del trauma, hechos -que no acontecimientos- como los recientemente acaecidos en París son letales para la democracia. Nadie en su sano juicio, después de los atentados de ayer pondría en cuestión las medidas excepcionales de seguridad del gobierno, el estado de sitio, el cierre de fronteras, los previsibles controles masivos. Son necesarios para la seguridad de la población, de cada uno de nosotros. El poder ya no es palabra, ideología que se expresa en el espacio simbólico, sino dispositivo inscrito en lo real, que nos sujeta. Aceptamos como algo natural, algo que deriva de una lógica implacable, la declaración de la guerra civil y todas sus consecuencias, pero haciéndolo nos reducimos a vida desnuda, no cualificada política ni éticamente, a constituir un enlace más dentro de la conexión general de un sistema. El poder no tiene rostro, es un conjunto de cables y de tuberías que nos atraviesa y se impone como la red material que constituye el espacio metropolitano. Nunca hubo mejor forma de olvidar la naturaleza y el origen del poder, nunca se ocultó mejor una decisión política bajo un dispositivo técnico. Hoy es casi imposible oponerse a la decisión bélica y colonial del poder, casi imposible remontarse al origen del ciclo de violencia que nos envuelve. Vivimos hoy como los ciudadanos de Israel, como las víctimas inocentes de un acto de violencia inicial olvidado en los mecanismos de lo cotidiano.

domingo, 15 de noviembre de 2015

La normalidad terrorista

El 11 de septiembre de 2001 unos aviones desviados de su trayecto destruyen varios edificios del centro de Nueva York y matan a más de 3.000 personas. Los secuestradores de los aviones eran miembros de una organización que había colaborado con los Estados Unidos en la destrucción del régimen prosoviético en Afganistán y en la llegada al poder de los talibanes: Al Qaida (en árabe, la base). La familia del fundador de esa organización era amiga de la del presidente de los Estados Unidos, Georges W. Bush. El negocio del petróleo en el que participan los Ben Laden y los Bush siguiendo una larga tradición de colaboración y amistad entre integristas saudíes e imperialistas norteamericanos une mucho. Como unió el negocio conexo del automóvil a Henry Ford con Adolph Hitler y su régimen. Siempre hubo contactos y afinidades entre el capitalismo democrático y sus diversos reversos tenebrosos internos y externos.

En un artículo redactado poco después del 11 de septiembre sostuve que el terrorismo es "enfermedad esencial" del sistema. Una enfermedad esencial es aquella que no parece tener ningún origen exterior al propio organismo. Hoy es posible determinar que la enfermedad era mera apariencia y que confundimos con una patología una serie de funciones del sistema. No comprendimos entonces suficientemente en qué medida el funcionamiento normal y el excepcional de los Estados democráticos eran aspectos complementarios. Lo excepcional, incluso lo más aberrante respecto de la supuesta normalidad del régimen como las dictaduras, el llamado "terrorismo" y otras formas de poder violento son mecanismos internos de normalización y legitimación. La norma y la excepción o incluso la aberración son inseparables de la normalidad.

Esto no significa ninguna concesión a las teorías de la conspiración. No hay detrás de estas relaciones peligrosas ninguna trama verdaderamente oculta, ni siquiera hace falta -desgraciadamente- que se viole la legalidad. Hoy, de manera muy patente desde la guerra de Iraq, la violencia de Estado, incluso la guerra de agresión, que según el Tribunal Internacional de Nüremberg era el máximo delito internacional, se defienden en los parlamentos y en las propias Naciones Unidas como prácticas humanitarias. No es necesario, pues, disimular nada: basta esgrimir el argumento humanitario para fundamentar un casus belli. La apelación a la humanidad es así la forma actual de toda medida de excepción, de toda suspensión de la legalidad.

La continuidad entre norma y excepción es algo que se hace patente a partir del mero análisis del concepto de terrorismo. Este concepto asocia la violencia con una finalidad política como se aprecia en la definición clásica del FBI: “El terrorismo constituye una utilización ilícita de la fuerza y la violencia contra personas o bienes con el fin de intimidar o coaccionar a un gobierno, a la población civil o a una parte de esta, para alcanzar objetivos políticos o sociales”. Ahora bien, esta definición plantea una dificultad bastante evidente y es que los Estados, todos los Estados, por definición ejercen actos de violencia o amenazan con ejercerlos "con el fin de intimidar o coaccionar a un gobierno, a la población civil o a una parte de esta, para alcanzar objetivos políticos o sociales". La precisión de que esta utilización de la fuerza tiene que ser "ilícita" para que constituya un acto de terrorismo tampoco precisa mucho. La idea de "violencia legítima" tiene un ilustre antecedente en Max Weber para quien el Estado se define por el "monopolio de la violencia legítima". Sin embargo, es fácil observar que ese monopolio de la violencia legítima se obtiene necesariamente mediante una violenca mayor que las de los demás grupos violentos. El Estado es así el máximo despliegue de fuerza, el que anula comparativamente la violencia privada de los grupos más débiles, con lo cual la legitimidad de la violencia se confunde con su monopolio estatal y este con el grado de concentración de medios violentos que hace de un Estado un Estado y no un simple grupo armado. Resulta, por consiguiente difícil establecer un criterio objetivo que permita diferenciar la violencia estatal "legítima" o "lícita" de la violencia ilícita de los terroristas. Esto es precisamente lo que condujo al callejón sin salida en que hoy se encuentra a la comisión de las Naciones Unidas encargada de definir el terrorismo. Ningún Estado puede definir ni describir las actividades de los "terroristas" sin referirse al mismo tiempo a toda una serie de actos violentos reales o virtuales que caracterizan al propio Estado. Así, el representante norteamericano en esa comisión llegó a proponer sin temor al absurdo que el terrorismo se definiera como la consabida utilización coactiva de la fuerza con fines políticos siempre y cuando los que recurran a esta fuerza sean...los terroristas. El terrorismo viene a ser, por consiguiente "lo que hacen los terroristas".

A pesar de estas dificultades lógicas, el concepto de terrorismo sigue utilizándose y resulta incluso indispensable, precisamente como medio de apartar la mirada pública de ese reverso tenebroso y violento del Estado en el cual este coincide con las demás organizaciones políticas violentas. La referencia al terrorismo evacua en un otro lo que prefieren los Estados no hacer ver de sí mismos. Su utilidad ideológica es muy parecida a la del "totalitarismo". La problemática ideológica del totalitarismo nos presenta como regímenes monstruosos toda una serie de Estados cuyas características coinciden con prácticas habituales de las democracias capitalistas. Es el caso de Stalin y del stalinismo presentado como un ser monstruoso cuando, como convincentemente muestra Losurdo en el libro que dedica al georgiano, lo que hizo Stalin no difiere mucho del comportamiento habitual de un gobernante imperialista cualquiera en el espacio colonial. Lo mismo ocurre con Hitler, parangón del mal político, del que, sin embargo, resaltaba Aimé Césaire en el Discurso sobre el colonialismo que su acción vista desde África y el resto del tercer mundo no se distinguía mucho del amasijo de crímenes propios de la política colonial de las democracias imperialistas.

Totalitarismo y terrorismo ocultan eficazmente la violencia propia de quien así los nombra: basta declarar que otro régimen es totalitario o que una organización es terrorista para que el mismo que lo declara quede libre de culpa. La posición del soberano era según Carl Schmitt la de quien nombra al enemigo, hoy sería la de quien nombra al terrorista. En ambos casos el chiste de Desproges según el cual “el enemigo es idiota porque piensa que el enemigo somos nosotros cuando nosotros sabemos que el enemigo es él” se aplica rigurosamente. Hoy, como en una caricatura de Otto Dix vemos los rasgos gruesos de un régimen que se presenta a sí mismo como basado en principios democráticos y humanitarios, descubrimos en su decadencia e ilegitimación lo que siempre ha sido, no su verdadero rostro, sino la otra cara del humanitarismo y de la democracia de mercado. En cierto modo lo vemos más de cerca. La brutal irrupción de la realidad colonial en el centro del imperio que supusieron los atentados del 11 de septiembre nos muestra una vez más que todo intento de mantener estancos los espacios metropolitano y colonial es vano. El 11 de septiembre devolvió en espejo al Imperio su propia violencia colonial, pero lo hizo en el interior mismo de la metrópoli. Hay, sin embargo, respuestas menos especulares y políticamente constituyentes, respuestas que el régimen no puede resignificar cómodamente con las categorías que le son propias: terrorismo, humanitarismo, etc. La marcha de los refugiados procedentes de Siria e Iraq, pero también las de los que cruzan el Mediterráneo desde el África subsahariana es un potente movimiento social global, un éxodo de la dictadura, la guerra y la miseria hacia espacios de prosperidad y seguridad relativas. Esta marcha despedaza las fronteras y los simulacros de la soberanía que son los muros y alambradas. Esta marcha y el potente movimiento de acogida que recorre Europa son la mejor respuesta a la violencia brutal del 11 de septiembre y a la violencia colonial de las potencias occidentales, algo que el régimen no puede ya integrar en su código genético ni en su gramática, algo, como a menudo los éxodos, radicalmente nuevo, pues su espacio es el de un desierto.